jueves, 12 de febrero de 2009

Los campos de la muerte

Escuche el crujir de huesos y me sobresalte. Si, eran los restos de un fémur lo que había pisado esa mañana allá en Choeung Ek. Entre la vereda, casi a flor de tierra había clavículas, cráneos y fragmentos de huesos humanos;  mas allá, también a medio enterrar, había montones de restos de ropa. El aire caliente y el olor a muerte me mareo y tuve que apoyarme en un barandal de madera para continuar mi recorrido por aquel campo de muerte. De 1975 a 1979, cerca de dos millones de habitantes de Camboya fueron torturados, ejecutados y enterrados en aquel inmenso camposanto de 14. 5 kilómetros de extension. Se calcula que el 21% de la población fue asesinada por The Khomer Rouge, un grupo guerrillero comunista liderado por Pol Pot.  Los turistas cámara en mano tomaban fotos de aquellos restos humanos al principio con asombro, luego con horror y después con la indignación que produce un genocidio masivo. Mi visita a aquellos campos de la muerte ocurrió posteriormente a mi recorrido por Toul Sleng, actual Museo de la Tortura, sitio que atestiguo la confinación, humillación, tortura y ejecución de cientos de miles. Camine despacio por salas repletas de fotografías y reliquias describían una época negra en Phnom Penh, Camboya.
Había llegado a Phnom Penh la noche anterior, procedente de Shanghái, en un vuelo de Air China. Mi conexión en Guangzhou se había retrasado seis horas, y por tanto, llegue a la capital de Camboya  a las 4 de la mañana. A esa hora, llene rápidamente la solicitud de visa para ingresar al país, pague los 33 dólares correspondientes en una ventanilla, cruce aduanas sin dificultad  y salí del aeropuerto en busca de un taxi. Un maletero con lepra asió como pudo mis dos velices. Su ausencia de dedos completos me causo estupor. Mirándolo de reojo, le di una propina y me acomode en un taxi, entre otros cuatro pasajeros desconocidos, ansiosos por llegar al hotel. Desayune una sopa de verduras y pescado, ahí en el hotel. Había elegido fideos de arroz, nabos, bamboos y cebollines, así como un trozo de pescado crudo. La cocinera tomo los ingredientes que había seleccionado, los vacio en un perol de agua hirviendo por unos tres minutos y posteriormente los extrajo con un colador, los vacio cuidadosamente en un tazón, agrego un polvo amarillo y finalmente virtio un poco de la misma agua hervida; el resultado fue una aromática sopa que calentó mi espíritu y me preparo para hacer mi recorrido por los campos de la muerte.
Durante mi conversación con Henry Kissinger en Monterrey, México en 2001, hablamos sobre la educación a distancia, y los impactos del uso de las tecnologías en la educación y el desarrollo de las economías. Tocamos temas sobre la educación distribuida como detonador de desarrollo en áreas rurales dispersas,  devastadas y marginadas. Tuve que morderme los labios para no preguntarle sobre la posibilidad de la educación en regiones y corredores emergentes, específicamente en áreas como Camboya, y más aun, ya entrados en materia, interrogarlo sobre las razones del bombardeo sobre ese país que se había mantenido neutral durante el conflicto bélico con Vietnam. Los ataques aéreos del ejército norteamericano en Camboya fue el detonador para que el Rey Norodom Sihanouk tomara el poder en 1975. Su ejército confino, torturo y asesino a la población, ya que el plan de Pol Pot era convertir al país en una sociedad agraria, sin dinero, sin educación. Los crímenes en contra de la Humanidad es una acusación latente aun hoy día, y es la historia la que se encargara de absolver o culpar a los responsables de estos ataques que diezmaron a un pueblo inocente.
Después de recorrer varios caminos y de detenerme en los mausoleos y contemplar los restos humanos apilados, camine hacia la camioneta que me había trasladado a visitar los campos de la muerte en Phnom Penh. No pude articular palabra,  llevaba grabadas en mi mente las manchas de la sangre de los cráneos, y los jirones de ropa que yacían por doquier. Mire mis zapatos, estaban llenos de polvo de muerte. Ya había entrado la tarde. Aunque había desayunado solo una sopa, no quise comer, y decidí que mi ayuno voluntario fuera un homenaje  individual y silencioso,  ante el holocausto de los inocentes.
 
 
 
 
 
 
 

 

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