sábado, 27 de febrero de 2010

En el cuello de Madame Chirac...

Me fue difícil localizarla entre tantos turistas japoneses que había en el lobby del hotel; algunos conversaban en círculos; otros veían un mapa y le hacían preguntas al guía;  algunos mas estaban sentados en los mullidos sillones revisando imágenes en el visor de sus cámaras digitales. Finalmente la encontré; ahí estaba, sonriente y con una chispa inconfundible en el brillo de sus ojos. La saludé como siempre, con un beso en cada mejilla. Vestida para la ocasión, Susana llevaba un traje de coctel color verde musgo, zapatos de dos colores: verde oscuro y las puntas de charol negro y una bolsa de idénticos colores, con el sello clásico de la Casa Chanel. “-Verde que te quiero verde, verde viento, verdes ramas” le dije a manera de saludo, citando el “Romance Sonámbulo” de Federico Garcia Lorca. “-Verde, pero no de envidia” respondió Susana, sonriente. “ -Así es, mi querida Susana, la envidia es amarilla y verde, la esperanza” respondí sin titubear. “-Estas lista?” le pregunté suspendiendo nuestro juego lingüístico. “-Claro, pidamos un taxi, tenemos que estar en punto de las cinco y son ya pasadas las cuatro de la tarde” respondió Susana.

 

Mi amiga Susana había llegado desde el día anterior a la ciudad de México porque tenía que arreglar algunos asuntos en la Alianza Francesa. Yo había volado esa mañana y hacía varias semanas que habíamos acordado reunirnos ese preciso día, en punto de las cuatro de la tarde para asistir al coctel de bienvenida del Presidente de Francia Jacques Chirac y su esposa Bernardette Chodrol de Courcet de Chirac, recepción ofrecida por el  Embajador francés en México, Bruno Delay. Aunque me había registrado en el hotel Nikko a las tres de la tarde, tuve que hacer algunas llamadas y se me fue una media hora sin sentirla; apenas tuve tiempo de bañarme; me puse un traje Canali gris acero, una camisa blanca de puño doble, unas mancuernillas de oro blanco y una corbata de seda natural Gianfranco Ferre, en color gris con líneas negras; sabiendo de antemano la puntualidad inglesa de Susana, me apresuré a tomar el ascensor y me dirigí a buscarla en el lobby,  asegurándome al dejar mi habitación, de llevar en el bolsillo interno de mi saco, la invitación y una identificación oficial. Ambos requisitos eran imprescindibles tanto para el coctel como para la cena posterior que sería ofrecida en Los Pinos por el Presidente de México esa noche.

 

Tomamos un taxi del hotel y un botones vestido con un impecable frac gris y negro le abrió solícito la puerta trasera derecha a Susana. Yo abordé el taxi por la puerta izquierda. Al sentarme en el auto, noté con extrañeza que Susana no llevaba alhajas y que en el cuello en vez de collar llevaba un listón tricolor: verde, blanco y rojo, en tonos brillantes. Pensé que en alguno de sus múltiples viajes a Italia, Susana había adquirido aquel adorno y pensé incluso la marca del accesorio, conociendo los gustos de mi amiga,  tal vez Prada o quizás Fendi. A pesar del trafico, el taxista se internó rápidamente por la Colonia Juarez hasta detenerse en el numero 15 de la Calle Favre, en la Casa de Francia en México, lugar de la recepción. Había afuera un gran dispositivo de seguridad y efectivamente las medidas eran estrictas para ingresar; Susana y yo fuimos recibidos por el personal de la Embajada quienes nos dijeron que éramos 40 invitados y que debíamos hacer una valla, hasta que el Presidente de Francia y su esposa, asi como el Embajador frances y su esposa hicieran su entrada y que cada invitado tendria la posibilidad de saludar brevemente al Mandatario de Francia. El patio de la casona había sido adornado con papel picado de colores multiples; habían colocado enormes fuentes y jarrones de Talavera con alcatraces blancos. En el kiosco, una banda de músicos amenizaba aquel festejo; colocados estratégicamente por aquel enorme patio,  se encontraban jóvenes mexicanos interpretando a varios personajes que tradicionalmente se encuentran en las ferias de los pueblos de México: un globero, un algodonero,  una vendedora de flores, un vendedor de periódicos, un bolero, un organillero, entre varios más; “Susana, que te recuerda este patio?”. “Parece una estampa de la pintura Sueño de una tarde dominical en la Alameda, de Diego Rivera” respondió. “Efectivamente, e inclusive colocaron en jarrones los alcatraces, que eran las flores preferidas de Diego” le dije y en ese momento la música se detuvo para anunciar el arribo del Presidente de Francia y su comitiva.

 

Formados en la valla esperamos el momento en que el Presidente Chirac y su esposa se acercaran a nosotros para saludarlo. El Embajador iba presentando a cada invitado; A Susana y a mí nos habían colocado casi al final. Al llegar a nosotros, el Embajador menciono nuestros nombres, y el Presidente extendió su mano hacia mí;  Madame Chirac saludó a Susana y le dijo: “Que hermoso adorno lleva usted en el cuello”. Al oír el halago, Susana reaccionó de inmediato “Es para usted” mientras se quitaba el listón y lo colocaba con delicadeza en el cuello de la primera dama de Francia quien con una sonrisa le agradeció tan amable gesto. Fueron menos de dos minutos nuestra interacción e inmediatamente después continuaron con el saludo protocolario con la siguiente pareja de invitados. “Le encantó tu adorno la señora Chirac” le dije en voz baja a Susana, quien al oír mi comentario sonrió y me dijo: “Ayer al salir de mi casa, me acordé que había dejado el estuche de joyas sobre mi escritorio y como el taxista ya llevaba más de veinte minutos esperándome afuera, no quise regresarme; por lo tanto, se me ocurrió arrancar uno de los listones de mis macetas; nomas lo sacudí para quitarle la tierra y me lo traje; ese listón tricolor me costó seis pesos en el Mercado Juarez, aunque ahora por supuesto, en el cuello de Madame Chirac ya vale más…”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 21 de febrero de 2010

Suite 600

Llegué a Knoxville, Tennessee en el vuelo 2052 de Delta a las 11:45 pm y no me esperaba nadie. Al salir del aeropuerto a tomar un taxi, la navaja del viento invernal me cortó la cara; era una medianoche helada y caían gruesos copos de nieve como hojuelas blancas sobre el asfalto húmedo. El taxista, un hombre de edad mediana olía a cigarro y sus dientes eran amarillentos; traía el pelo largo lleno de canas y un bigote mal cortado; vi sus manos sucias y las uñas largas asidas al volante.“ A dónde lo llevo? Me pregunto; “al Sheraton Cumberland” respondí. El taxista salió del aeropuerto, atrás quedaron las luces y una boca de lobo nos abrió las fauces; era una noche sin estrellas y por ambos lados del camino, las hileras de árboles secos cubiertos de nieve, parecían decirme adiós con sus pañuelos blancos.

No hubo conversación entre nosotros, a lo lejos las luces anticipaban un pueblo pequeño y adormilado; Después de unos veinte minutos, llegamos al hotel, y al estacionar el auto, el taxista me dijo: “son treinta dólares” y sin esperar respuesta abrió su portezuela para bajar mi maleta; saquee mi cartera y hasta entonces me di cuenta que traía solamente varios billetes de cien dólares. “Tiene usted cambio?” le pregunté. “Por supuesto que no” respondió de mala gana el hombre. “Espéreme aquí por favor” respondí con preocupación, sabiendo que sería difícil a esa hora encontrar a alguien dispuesto a cambiar un billete. Al entrar al lobby del Hotel Sheraton, las puertas se abrieron automáticamente, de par en par.

“Buenas noches, Sr. Alvarado” me dijo el recepcionista, un hombre joven, de unos veinticinco años, vestido con una camisa, corbata y chaleco blancos; vi su mirada, intensamente azul, brillante y límpida. Su nariz regular y su tono de piel blanquísimas le daban un aire europeo, pero era difícil identificar su nacionalidad, por su acento neutro y educado. “Tiene usted cambio de un billete de cien dólares?” le pregunte con timidez. El recepcionista sonrió con naturalidad y dijo: “Claro que sí, cuanto necesita pagar al taxista?”. “Treinta dólares”, respondí y le extendí el billete y a la vez aquel hombre me entrego cuatro billetes de veinte dólares y dos billetes de a diez. Salí y pague al taxista que tomo de mala gana el dinero, sin decirme adiós ni gracias, y arrancó el auto, perdiéndose en la oscuridad de la noche.

“Le daré una junior suite en el piso ejecutivo” dijo el joven de la recepción al verme entrar. ¿Está cansado? “ si, respondí, muy cansado y con hambre”. “En su suite encontrara una manzana, eso le calmará el hambre” respondió sonriente el recepcionista y me entregó un sobre, poniéndolo sobre el mostrador de mármol. “Listo, Sr. Alvarado, que descanse; ¿desea que le llamemos mañana para despertarle?” Si, respondí, a las 6 de la mañana”. “Le he asignado la suite 600, el ascensor esta a la derecha”  y me indico con su mano extendida, una mano blanca con uñas cortas e impecablemente limpias. Agarré mi maleta de inmediato y me dirigí al ascensor. Al aplastar el botón número seis me di cuenta que el sobre que me había entregado el hombre, donde pensé que estaría la llave de la habitación, estaba vacío. Abrí la puerta del ascensor y me devolví a la recepción. El reloj de la pared marcaba las doce y veinte de la noche.

Una joven rubia muy sonriente, de pelo lacio y cara redonda me sonrió atrás del mostrador de la recepción. “Disculpe, su compañero no me dio la llave de mi habitación, la número 600” le dije de inmediato.” ¿Cómo? ¿Cual compañero? Estoy yo sola, estaba trabajando en la oficina y no lo vi entrar. Tiene usted reservación? ¿Cual es su nombre?” me pregunto la mujer.  “ Mi nombre es Luis Alvarado y su colega  me asignó ya la habitación número 600” dijo un tanto impaciente. “A ver, déjeme ver”, respondió la rubia. “ Para empezar, no tengo ningún compañero esta noche y usted tiene una reserva con tarifa regular; el sexto piso es el piso de suites ejecutivas, y el costo es obviamente mayor” replicó la joven. “Un hombre joven que estaba aquí cuando entre, me asignó la número 600” respondí ya molesto. “Le repito que estoy sola en este turno; no hay nadie más en recepción ni en la oficina” dijo la mujer también en tono molesto.” Sin embargo, le daré el upgrade, hay pocos huéspedes y la suite 600 está disponible para usted por estas dos noches” me dijo sonriente. Subí al sexto piso y al abrir la puerta de mi habitación, sobre el escritorio encontré una manzana  roja, en un plato blanco. La tome, la lavé y mientras comía revise mi cartera; ahí estaban los setenta dólares de cambio. Esa noche, dormí con placidez y al día siguiente, recibí la llamada del despertador a las seis…

 

 

 

 

 

sábado, 13 de febrero de 2010

Paloma...

Vi en sus ojos negros una chispa de emoción y el vestigio de una lagrima que se quiso asomar cuando le hable de mi devoción por su padre: "tu padre fue un ser excepcional, un revolucionario de las artes plásticas del Siglo XX; desde niño le seguí la huella leyendo incansablemente sobre él. Me pasaba el tiempo viendo imágenes de sus pinturas cubistas, de las esculturas neofigurativas, de su cerámica artesanal, e incluso de algunas de las escenografías que hizo para ballets; leí también sobre El Greco, Cezzane y Toulouse-Lautrec al conocer que tu padre reconocía la influencia de los tres; tu padre combinó en su obra el amor, la política, la amistad, y en una sola palabra, un exultante goce por la vida; para mí, el más grande de los artistas es Pablo Picasso". Paloma me oyó hablar sin chistar y yo me enterré en su  mirada…

 

Llegue a Chicago proveniente de una gira por pequeñas comunidades en Illinois. Había sido invitado como conferencista por un Consorcio de Community Colleges del estado para impartir charlas en las escuelas que formaban parte de la agrupación. Finalmente llegue a Chicago a descansar un par de días antes regresar a casa. Decidí consentirme y hospedarme en aquel hotel céntrico y maravilloso, The DoubleTree Hotel, ubicado en 300 E Ohio St. en el corazón de The Magnificent Mile; al llegar a mi habitación, después de haber recorrido y hablado frente a más de quince grupos escolares, dormí más de diez horas aquella noche. A la mañana siguiente,  después de bañarme y vestirme, salí a almorzar a Spaggia en donde comí una deliciosa ensalada de arugula, con aceitunas Kalamata, pepperocini y rociado con vinagreta; posteriormente pedí unos Ravioles rellenos de queso Ricotta, bañados en una salsa ligera Pesto-Alfredo con un toque de Marinara, y una copa de vino tinto Travaglini Gattinara; al salir, camine por la Magnificent Mile aprovechando el viento fresco de la primavera y me detuve en los aparadores de algunas tiendas boutique ubicadas a los costados de aquella milla magnifica: La Casa Prada, Gucci, Bottega Veneta, Bulgari, Tiffany y varias más. Después decidí regresar al hotel y dormir la siesta.

 

Abrí los ojos con dificultad y vi el reloj: eran casi las siete de la tarde; me lave la cara y vestí para salir a tomar una cerveza al Billy Goat Tavern, un bar legendario frecuentado por los mas celebres periodistas del Chicago Tribune y después cenar por ahí cerca en un restaurant de comida mediterránea; al salir del elevador para cruzar el lobby hacia la salida de aquella puerta giratoria de cristal y latón dorado, la vi sola, sentada en uno de los sillones mullidos; parecía una figura salida de una pintura post-renacentista y luminosa: llevaba un traje sastre color verde esmeralda, un sombrero grande del mismo color, con una banda rosada  y un collar de enormes perlas y brazaletes y anillos dorados y rosa; sus cejas delineadas y sus labios pintados intensamente de color rojo bermellon le daban un aire de dignidad y altivez. Sin dudarlo, me senté a su lado e inicie el dialogo y al poco rato conversábamos como si hubiéramos crecido juntos. Le hable en Español, sabiendo que al menos, lo entendería y así fue; me respondió en un impecable Castellano. Charlamos por más de veinte minutos, rememorando vida y obra de su padre, el gran Pablo Picasso. "Tienes algún compromiso?" me preguntó de tajo. "No,- respondí- ninguno". "Acompáñame, hay un desfile de modas en Bloomingdale's sobre mis accesorios". Acepte encantado y al subir a la elegante limusina que nos llevaría a la legendaria tienda de departamentos, sonreí hacia adentro,  pensando en que lejos habian quedado aquellas tardes azules de mi infancia allá en mi pueblo, en donde pasaba las horas largas, hojeando los libros que pedía prestados en la biblioteca pública, para leer sobre la biografía de  Pablo Picasso, sobre su obra y sobre su hija, Paloma…Me senté a su lado en aquella inmensa limusina y pensé que a veces, la vida nos lleva por caminos inusitados y supera a la ficción…  

 

 



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