martes, 5 de julio de 2011

El agua y el amor...

Hay una relación entre el amor y el agua: tres años antes de terminar mi carrera universitaria, tuve la oportunidad de visitar una ciudad del centro de México que me pareció fascinante: Querétaro.  Desde el primer momento en que recorrí sus calles, sabía que iba a vivir ahí. En 1977 renté una casa justamente enfrente del símbolo de la ciudad: el acueducto, esa monumental edificación de 74 arcos que alcanzan una altura promedio de 23 m y una longitud de 1300 metros. Juan Antonio de Urrutia y Arana, Marques de la Villa del Villar del Águila, lo mandó construir entre 1726 y 1738 para satisfacer una petición de las monjas capuchinas y llevar agua hasta la ciudad. No sólo puso la mayor parte del capital, sino que él mismo trazó, calculó y se sumó a la labor de cientos de trabajadores. Según la leyenda, estaba enamorado de una de las monjas y por eso gastó una inmensa fortuna para construir el acueducto y llevarle agua, aunque se ignora si la monja verdaderamente disfrutó de aquel regalo.

En 2005 al visitar Estambul, me hospedé en un hotel boutique situado en el barrio de Sultanahmet, justo al lado de los recién remodelados Baños Roxelana. Roxelana era el nombre una de las mujeres más poderosas del imperio Otomano, amante del Sultan Süleyman. Fascinado por quien llamaba “mi compañera de ojos pícaros y mi gran y único amor”, el Sultán Süleyman mandó construir unos baños para Roxelana y su corte. Los baños de Roxelana se levantaron en el centro del poder imperial, en la explanada que lleva desde Santa Sofía a la Mezquita Azul. El edificio, uno de los más bellos hamam (baños) de toda Turquía, fue usado durante cuatro siglos para las abluciones de la corte y por quienes acudían a rezar en las dos grandes mezquitas de Estambul. Con la llegada del siglo XX, los baños se convirtieron en un bazar de alfombras hasta que el 2003 se comenzaron los trabajos de restauración para devolver el edificio a su uso original.

Los baños turcos, al igual que los harenes, siempre ha evocado imágenes sugestivas en nuestra cultura occidental. Sin embargo, los hamanes -como se les conoce- son esencialmente baños públicos para asearse antes de acudir a la mezquita. Hoy en día, muchos turcos siguen lavándose en hamanes dos o tres veces a la semana, mientras conversan con amigos, una de las actividades favoritas del país. Además, para las mujeres, recluidas durante siglos en sus casas, el hamam era el lugar de encuentro por excelencia en el antiguo Imperio Otomano. También era el lugar donde las madres podían ver a las jóvenes desnudas y elegir, según la anchura de sus caderas, cuál sería la esposa la más adecuada para sus hijos.

A pesar de que ahora todas las casas en Turquía tienen baño propio y agua, el hamam sigue siendo la piedra angular sobre la que giran muchas tradiciones femeninas. Es imprescindible para una novia turca acudir a un haman antes del matrimonio, acompañada de sus amigas y sus familiares. Aquí la futura novia se prepara para su futuro: las amigas se encargan de lavarla, las mujeres mayores comparten consejos, se comen dulces y fruta y se escucha música. Otra tradición es el lavado del bebé. Tradicionalmente las madres y los recién nacidos no podía poner un pie fuera de la casa durante los 40 días posteriores al parto. Era una especie de cuarentena, tras la cual, la madre y su retoño acudían a un haman para lavarse. Aunque la tradición del encierro ha desaparecido casi por completo, todavía se celebra el lavado del bebe como una fiesta, con música y comida. Se desconoce si la Roxelana usó los baños. Murió en 1558, un año después de que concluyeran los trabajos. Indudablemente, el agua ha sido tanto en Oriente como en Occidente, una irrefutable prueba de amor.

 

 

 

 

 

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