lunes, 7 de mayo de 2012

El eco de mis pasos...

Abrí la puerta de su alcoba y aspiré el aroma de su loción; la reconocí de inmediato, era Fierce de Abercrombie&Fitch; yo mismo se la regalé en la Navidad pasada. Encendí la lámpara y vi el hueco de su cama, de su escritorio, y de su silla. Abrí la puerta del closet, había aun mucha ropa colgada, por supuesto, era ropa informal: camisetas deportivas, shorts y algunos pants. Toda la ropa formal se la había llevado. Sobre una mesita en la esquina, estaban sus trofeos; en las paredes había varias fotos enmarcadas en las que sonríe mostrando la hilera de sus dientes blancos y alineados. El cesto quedó lleno de papeles y objetos que quiso desechar en el último momento.

 

Recuerdo que hace veintidós años  la enfermera me lo entregó inmediatamente después de extraerlo del vientre de su madre; lo deposité así desnudo, con mucho cuidado en la báscula: pesó  4 Kilos y 450 gramos. Era un bebé grande y robusto, de pelo oscurecido y piel sonrosada; todo el día quería comer, como si no hubiera un mañana; empezó a caminar antes de cumplir año, aprendió a anudarse las cintas de sus zapatos a los dos años y medio; empezó  patinar antes de cumplir los tres; ¿cómo olvidar aquel día del accidente en que de niño perdió los dientes? había corrido con gran velocidad, sin fijarse y se había estampado contra un sillón de madera. Lo llevé de urgencia al dentista quien al revisarlo y después de sacar un par de radiografías me dijo: “no se apure, el niño no ha perdido los dientes, están ahí pegados al paladar; se le subieron ante el impacto, pero en un mes le brotaran de nuevo” y así fue.

 

Fue un niño inquieto, travieso y juguetón; no conocía el miedo. Una tarde en mi oficina recibí la noticia por teléfono que el niño había rodado por la escalera desde el segundo piso de la casa y yacía inconsciente en el suelo; conduciendo mi auto como un loco llegué a la casa y lo trasladé al hospital; después de estudios y análisis, lo único que el traumatólogo encontró fue que el niño tenía un chichón en la frente y pero todos los huesos y el cráneo estaban intactos. Creció entre accidentes caseros que normalmente le ocurrian los fines de semana, entre reportes frecuentes de indisciplina, y varias amenazas de expulsión del colegio.

 

Fue un adolescente muy popular entre sus compañeros; durante el ultimo año de preparatoria, durante un juego de futbol americano con motivo del “Homecoming” le tocó patear y anotar, durante los últimos dos segundos del juego, dándole el triunfo a su equipo; en el momento en que él iba a patear, me mantuve con los ojos cerrados; los abrí cuando escuché los gritos de triunfo de la gente que estaba a mi lado, en las gradas; fue una noche memorable; en esa época también se convirtió en mi compañero de viajes; juntos recorrimos las angostas veredas del gran cañón de Arizona; caminamos durante las noches de luna llena por las callejuelas que serpentean el Rio Sena en Paris; nadamos juntos y soportamos las frías aguas de las playas de Ipanema y Copacabana en Rio de Janeiro durante nuestro viaje en agosto, hasta entonces nos dimos cuenta que era pleno invierno en Brasil;  tomamos el subterráneo en Kharkov, Ukrania y casi nos detuvo la policía al vernos tomar fotos, ignorando los letreros escritos en Ruso en donde prohíben tomar fotografías; nos impresiono la antigüedad de las catacumbas en Kiev, la capital de aquel país de Europa del Este; nos resbalamos entre las lajas y resbaladizas rocas de Ocho Rios, Jamaica y nos retratamos sonrientes en el Big Ben en Londres; sentíamos en esa época que el mundo no era tan grande y disfrutábamos muchísimo la aventura de recorrerlo juntos.

 

Hace poco lo vi recibir tu título universitario con la especialidad en Finanzas. Lo abracé con fuerza y me pareció que la vida había pasado como un relámpago fugaz. Esa tarde cenamos juntos en un restaurant italiano; al verlo entrar con su toga y birrete, los clientes que estaban cenando en aquel lugar, empezaron a aplaudir; vi sus ojos húmedos y su sonrisa amplia, llena de satisfacción. Esa noche entendí que aquel niño se había convertido en un hombre y que pronto enfrentaría responsabilidades y que tendría que buscar su propio camino.

 

Ayer dejó la casa, mi hijo menor, para instalarse en su propio apartamento. Antes de sacar su ropa y algunos muebles, durante nuestra ultima cena en casa, me miró a los ojos y me preguntó directamente: “te sientes triste porque me voy?”. Sonreí y le dije: “me siento feliz por ti”. Si, reconozco que me siento feliz por él, y por haber cumplido mi rol de padre. Me siento también infinitamente triste, por tener que dejarlo ir y cumplir con la inexorable ley de la vida. Salí de su alcoba y cerré la puerta. Hacía menos de cinco minutos que había partido. Respiré profundamente, pasé saliva  y sentí la imperiosa necesidad de salir un momento de la casa; necesitaba aspirar aire puro; su auto ya no estaba en la cochera; vi las luces encendidas de la casa de al lado; vi al vecino sentado en la mesa del comedor, ayudándole a su hijo con su tarea. Allá arriba había un cielo oscuro y nublado; la noche empapó mi rostro; no supe si era por la lluvia, por la humedad o eran lagrimas; cerré con llave la puerta principal de la casa y al entrar solo escuché resonar  el eco de mis pasos…

 

 

 

 

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