-Pregúntale cuánto cobran por hora, le dije a Ming, el interprete.
-Dice que si desea servicio de jóvenes entre doce y catorce años son treinta dólares americanos por hora; por las mayores de quince cobra veinte dólares.
-Dile que le pagare sesenta dólares por tres, pero esas mujeres que seleccione deberán tener hijos…
-Dice que si quiere a las tres mujeres al mismo tiempo o una por una, tradujo Ming la pregunta de la Madame.
-Dile que las tres al mismo tiempo, respondí…
Había llegado al distrito rojo de Poipet, pueblo infame situado al norte de Camboya, cerca de la frontera con Tailandia esa mañana de octubre. Saltando charcos, entre estiércol y olor a orines, llegue a la primera de una interminable serie de casas de masaje. En el área de prostitución de Poipet habia fango en las calles, casuchas mal construidas, basura tirada, vendedores ambulantes, gente ociosa sentada en cuclillas en los quicios de las puertas. El comercio sexual y la miseria humana producen un olor fétido inconfundible.
Pague a la Madame sesenta dólares por las mujeres, mas veinte dólares adicionales por el uso de un cuarto durante una hora. Me pasaron a un privado, el mobiliario era escaso: una cama tamaño matrimonial cubierta por una sobrecama roída, un cesto de plástico, un papel sanitario y un ventilador. Había una cortina de tela corrediza que dividía a un privado de otro y la pared tenía manchas de humedad; el olor encerrado era insoportable, aire podrido, sucio y asfixiante. Llegaron quedamente las tres mujeres y se sentaron en el camastro: Yi, Ling y Shu. Cruzadas de brazos, no entendían la razón de aquella reunión y evitaban mirarme a los ojos. Una de ellas, delgada, de nacionalidad Tailandesa parecía reír desenfadada, divertida por la situación de estar frente a un forastero que había pagado su cuota por platicar solamente. La otra, Vietnamita de unos treinta y cinco años, con ojos rojos de desvelo y cansancio, respondía con evasivas. La tercera era de Camboya, delgadísima, muy joven, apenas de 16 años, había procreado dos hijos y le habían diagnosticado sida. Moriría pronto, le habían dicho. Los hijos de las tres permanecían en un cuarto pequeño, atrás de la casa de masaje, algunos amarrados a los pies de los camastros, otros a las patas de las sillas, en tanto sus madres realizaban sus labores sexuales con los parroquianos que llegaban incesantemente de día y noche. En Poipet los servicios de masaje son las veinticuatro horas al día, los trescientos sesenta y cinco días del año.
Hablamos por una hora, con muchas dificultades por la traducción, sin embargo, pude entender que la propuesta de un orfanatorio podía ser una excelente alternativa para sus hijos. Las tres mujeres estarían dispuestas a confiar la educación, alimentación y cuidado de sus hijos, con la condición de no cederlos en adopción, sino mantener su custodia legal, así como la oportunidad de visitarlos y pasar tiempo con ellos durante los sábados por la tarde.
Diez meses después, durante mi regreso a Poipet, instalamos un orfanatorio aprovechando las instalaciones de una escuela abandonada, en donde actualmente se atiende a unos 120 niños desde bebes de un mes de nacidos hasta niños de 12 años de edad. Diez apartamentos fueron construidos dentro del área para que parejas locales de “tutores” por un sueldo mínimo, atiendan en su hogar a un máximo de 12 niños. La antigua escuela fue remozada y un centro de aprendizaje se instalo para educar a los huérfanos. Un grupo de profesores fueron contratados y varias empresas patrocinan pequeños talleres instalados, para desarrollar en los niños competencias básicas: corte de pelo, costura y carpintería. Desafortunadamente no es fácil romper este círculo de miseria. A los trece años, los huérfanos salen del orfanato y Poipet les devora el alma…