lunes, 8 de abril de 2013

Margarita, la princesa de las entrañas tiernas...

Margarita, la mujer de Jaime Garcia Marquez venia atrás de él, caminando con dificultad, empujada por la multitud que quería saludar al escritor colombiano; entre la algarabía de la gente, me la presentó: “Mira negra, este es Luis, el memorioso y tiene toda la pinta de cumbiambero” le dijo Jaime sonriendo; era una mulata fina, nacida en Santa Marta, cerca de la Playa del Rodadero; diminuta y maciza, vestía un traje de muselina negro con lunares blancos que hacía juego con su piel de caramelo tostado, sus ojos azabache y las oscuras pecas de la nariz que arrugaba cada vez que sonreía, mostrando una hilera de dientes inmaculados. Fue Margarita precisamente  la que convenció a Jaime de conseguirme una cita con Gabito. La costeña y yo, congeniamos de inmediato: era inteligente, bella y de entrañas tiernas. Nacida como yo, bajo el signo de Tauro, fácilmente encontramos esquinas comunes; no hubo poder que venciera aquel caudal de simpatía que se desató entre nosotros. Antes de despedirnos, porque el olor de las viandas del banquete nublaba nuestro entendimiento, y ante la férrea intercesión de Margarita, los Jaimes y yo teníamos una cita a las 7:30 de la mañana del día siguiente, en la cafetería del Hotel Intercontinental; “Tranquilo, de acarrear a Gabo, me encargo yo, negrito” me dijo la diosa del Magdalena, con una sonrisa capaz de conquistar a cualquiera.

 

Al día siguiente, en punto de las seis de la mañana me despertó el vivaquear de los grillos anunciando el verano; me incorporé de mi cama de un salto felino, me bañé con agua natural y elegí un traje de paño negro, una camisa blanca y una corbata de seda color gris mate. Me vi al espejo y a pesar de mi alborozo interno, me pareció que iba vestido para asistir a un entierro. Encendí mi auto y me desplacé por las calles desiertas de Monterrey hasta estacionarme en la entrada de aquel hotel suntuoso ubicado en Valle Oriente.  A la entrada del  Intercontinental, un botones parado como estatua de cera,  bajo de estatura, moreno y regordete, con un apretado uniforme color burgandi y quepí del mismo tono, me dio los buenos días e hizo un gesto que me pareció más una genuflexión, que un saludo de cortesía.  Eran las 7:30 de la mañana en punto y al fondo de la cafetería, vi que ya estaban sentados, tomando café, el bullicioso grupo de colombianos. Saludé a la mulata con un beso en cada mejilla y estreché la mano de los dos Jaimes con una interrogante en mi mente: ¿Dónde estaba Gabo? Margarita que tenia dones naturales de adivinadora me auscultó con su mirada experta y remató, desarmándome, sin que pudiera defenderme: “no te preocupes, Gabito llegara en un momento más; siéntate y pide un café, que al final, te voy a leer los asientos y a contarte la buena fortuna”.

 

“Tráigale un café al señor” dijo Margarita al mesero escuálido que vestido con una nívea chaqueta, pantalón negro lustroso y unos zapatos de goma que conocieron mejores tiempos. Armado con dos jarras humeantes en cada mano, el mesero se acercó a nuestra mesa. “Con cafeína o descafeinado?” me pregunto tímidamente; “déselo como para levantar a un muerto” apuntó Margarita. Le di el primer sorbo y me lo acabé de prisa, diciendo: “debo advertirles que yo, después del primer café, me convierto en ser humano”.  “Negro, no me adviertas ni me amenaces y pon la taza boca abajo, sobre el plato” me dijo Margarita, “para que el sedimento del café tenga tiempo de escribir tu destino”. El sabor del café y la promesa augurera de Margarita me redimió por un instante de mis malos pensamientos. Segundos después, como parte del mismo sortilegio sentí que alguien me miraba, y en un gesto casual, miré por encima de mis lentes: ahí frente a mí, de apariencia frágil, mirada inocente y envuelto en un traje beige pálido de algodón fresco, con una camisa blanca, una ancha corbata de cuernos color café sobre fondo blanco y zapatos marrón oscuro, de piel de cocodrilo en celo, estaba el escritor más famoso del mundo.

Continuara…

 

 

 

 

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