lunes, 13 de febrero de 2012

La llamada del domingo...

Hace doce años que no te llamo; durante más de veinte años te llamé cada domingo, después de las cinco de la tarde. En aquel tiempo, la telefonía era complicada y deficiente y a veces enfrentaba dificultades para comunicarme, pero mi deseo por hablar contigo era más fuerte y siempre lograba de una forma o de otra, hacer el enlace telefónico.  Por teléfono te dije tantas cosas: te hablaba de mis momentos felices en casa, de mis dificultades en el trabajo, de mis proyectos de vida, de mis anhelos de estudiar y de hacer cosas grandes; a veces te describía la ciudad en donde estaba, las cosas que había comprado, e incluso te preguntaba que querías que te regalara. Juntos aprendimos a identificar por teléfono, nuestros estados de ánimo: algunas veces te oía triste, alegre, entusiasmada, enferma, molesta, o preocupada. Recuerdo también que antes de colgar el teléfono y sabiendo que transcurrirían ocho días para conectarnos de nuevo, me decías con un dejo de tristeza. “Te quiero mucho, recuérdalo siempre; aunque estemos lejos yo estoy ahí contigo”.

 

Te marchaste hace doce años y aun hoy extraño el calor de tus brazos, el sabor incomparable de tu comida, tus gritos de alegría cada vez que regresaba a casa, de vacaciones; tu amor incondicional, la complicidad que nos unió siempre, tus regalos que siempre fueron sorpresa, tu sonrisa, tus dientes blanquísimos, tu piel morena, tus ojos claros que cada vez que nos despedíamos, se llenaban de lágrimas. Fue muy duro dejarte ir, muy difícil aceptar que te irías y que no te vería más; sin embargo, tuve la dicha de haber desmenuzado los últimos diálogos entre nosotros esa Navidad de 2000, porque sabía que el tiempo de la despedida había llegado. Fui yo mismo quien consiguió un permiso especial del médico que te atendía en el hospital, para que por unas horas, salieras en ambulancia y llegaras a casa a cenar con nosotros esa Nochebuena;  fui yo mismo quien inmediatamente después de la cena, después de medianoche, te ayudó a quitarte tu ropa de fiesta, guardar tus joyas y volver a usar tu bata de enferma. “Me siento como la Cenicienta” me dijiste sonriendo. La ambulancia y la mascarilla de oxigeno te esperaban.

 

Tú me enseñaste a ser organizado y fuerte: “a la muerte hay que verla cara a cara” me decías. Faltando escasos días para tu partida me dirigí a la casa, entré  a tu habitación y con determinación busqué en tu closet un delicado vestido de muselina color durazno, algunos accesorios e inclusive tu perfume; doblé cuidadosamente cada prenda y empaqué con esmero pensando que querías ir “bien presentada”  a ese viaje sin retorno. Posteriormente fui a la casa funeraria y elegí entre varias opciones el ataúd que consideré más digno; seleccioné el café de avellanas que tanto disfrutaste, varias opciones de té, “en esta vida lo más valioso son las opciones” decías; pedi además galletas variadas, canapés y rosquillas de pan para compartir con la gente que llegara a acompañarnos; fui también a una florería y ordené el arreglo de veinticuatro rosas que llamabas “labios pintados”; eran rosas blancas con la orilla pintada de color rosa mexicano; esa era la ofrenda floral,  mi último arreglo que compré para ti; posteriormente me dirigí al panteón y con esmero pude elegir tu última morada, un terreno ubicado en el punto más alto de aquella ciudad que tanto amabas.

 

Cansado regresé a casa esa tarde y me senté a escribir el breve discurso que pronunciaría llegado el momento. Escribí dos páginas en un tono coloquial, como si fuera yo esta vez, el que te contara un cuento que arrullara tu sueño eterno.  Corregí aquel texto como si fuera una fina joya artesanal, labrada a mano. Finalmente, esa noche, después de las nueve de la noche, regresé al hospital y el médico me dijo que habías caído en coma y que ya no me podrías responder; me acerqué al oído y te canté la canción que siempre te gustó: “El ayer”. Tu ya no podías emitir sonido, pero llevabas el ritmo que aquella canción con la única parte de tu cuerpo que podías mover: tu dedo índice; tus ojos cerrados escurrían lágrimas; te dije despacio: “duerme y descansa; hiciste un excelente trabajo; no te resistas más. Al cruzar el umbral te espera Dios con sus brazos amorosos, tendrás de nuevo un cuerpo joven, sano y feliz; vete en paz, nosotros estamos bien, duerme y descansa, mi pequeña, cierra tus ojos y sueña… “

 

Este 22 de Febrero serán ya doce años de tu partida; hoy es domingo, son poco después de las cinco de la tarde y tengo el teléfono asido entre mis manos. Cómo me gustaría marcar algún número que me conectara contigo para fundir y confundir nuestras risas y celebrar la alegría de estar juntos de nuevo. Me encantaría cantar una canción contigo, ir de compras, tomar un café y hablarte de mis triunfos y fracasos, contarte sobre mis viajes, confesarte que pienso en ti con mucha frecuencia y que he adoptado tus refranes y que son muy útiles para ilustrar lo que digo cuando doy clases. Es domingo y veo de nuevo el reloj: son ya casi las nueve de la noche. Sí, tengo que decírtelo con un nudo en la garganta: te extraño mucho, mamá… 

 

 

 

 

 

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