jueves, 6 de agosto de 2009

Atalayas...

He caminado por los diversos países latinoamericanos en busca de elementos comunes que nos unan, más que con la idea de encontrar factores que nos diferencien para crear abismos. Soy un firme creyente en las relaciones entre personas, organizaciones e instituciones y siempre he optado por las alianzas y las sinergias, buscando sumar en vez de restar, confiando en multiplicar más que en dividir. Con esa idea he pisado las baldosas de varias ciudades coloniales: Cartagena de Indias en Colombia; el Viejo San Juan en Puerto Rico; Campeche, en el sur de México y la ciudad vieja de Panamá;  En las cuatro joyas citadinas, he encontrado antiguas murallas, vestigios de un periodo novohispano que buscaba prevenir la invasión del enemigo en su territorio conquistado; usualmente frente a los muros de esas ciudades se encuentra el mar, como un espejo azul y luminoso, evidenciando en contraposición, un horizonte infinito y sin barreras. Las fortificaciones urbanas constituyeron siempre una estrategia para la defensa del territorio. El objetivo fue en todos los casos proteger a los centros urbanos en donde se asentaban los poderes de la colonia, especialmente en aquellos lugares estratégicos donde se concentraban los intercambios económicos, el ir y venir de barcos, el intercambio de mercancías y por ende, el establecimiento de grupos oligarcas de dominación hispánica.

Caminar por las callejuelas adoquinadas, subirme a diligencias estiradas por caballos, contemplar los balcones en donde doncellas y matronas se sentaban a esperar la llegada de los navegantes y deambular por los cascos amurallados, ha sido mi fascinación por años, especialmente en aquellas ciudades ubicadas frente al mar. La ciudades de Panamá, Campeche, San Juan y Cartagena son sitios de incalculable valor histórico, ciudades al aire libre que comparten el mismo rasgo: siempre habrá un castillo edificado en la parte más alta de la superficie, fortificación vigía cercada por murallas amparando a la ciudad vieja, y en las esquinas de las murallas, garitas edificadas con vista al mar; durante la época colonial, en cada garita se refugiaba un atalaya que fungía como vigilante para resguardar e informar mediante el toque de trompeta la llegada del enemigo.

Hoy la construcción de murallas trascendió fronteras y se movió hacia el norte. Estados Unidos decidió construir una muralla para “proteger” su región, marcando un abismo entre la potencia y el resto de países latinoamericanos en un intento por mantener fuera a los “indeseables”; en vez de atalayas, hay patrullas fronterizas, policías y perros que detienen, abusan y maltratan a la gente que en su éxodo, busca construir un sueño legitimo: encontrar un trabajo que les sustente. Día a día espero y exijo que la Reforma Migratoria prometida por el Presidente Obama acabe con garitas y atalayas despiadados, que busque integrar a la población, más que dividir familias y deportaciones que en nada ayudan. Aunque yo no voté por él,  como ciudadano del mundo elegí a Obama, porque creí con determinación que era indispensable cambiar la limitada visión de Bush y sus colegas, así como establecer una transformación drástica en la relación de Estados Unidos con el exterior, especialmente hacia Latinoamérica,  territorio de gente ansiosa de oportunidades y dispuesta a trabajar pero en condiciones humanas y dignas.

 

 

 

 

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