lunes, 14 de febrero de 2011

Veinte pesos.

Con el fin de despejarme y poner mis ideas en orden decidí subir a mi habitación. Adrian y yo caminamos hacia el ascensor, él oprimió el número 4, y yo el número 5. “Estaré en mi cuarto, pero te llamo más tarde” le dije a mi amigo, quien apenado por la situación, se despidió de mí apresuradamente. Subí un piso más y me encaminé a mi habitación, marcada por el número 521; abrí la puerta y me dirigí de inmediato al closet, buscando la caja de seguridad, esperando ver mi cartera negra; con dedos temblorosos abrí la pequeña puerta, pero no estaba ahí; en ese momento recordé con claridad que esa mañana había salido sin ella,  y ya casi a punto de tomar el elevador, me devolví para recogerla; entre otros pendientes, debía cambiar algunos dólares y fue justamente por eso que abrí la caja fuerte y saqué dos identificaciones: mi licencia de conducir y mi tarjeta de residencia y las guardé en mi cartera.

 

Entré al baño, encendí la luz y me lavé la cara con jabón; me enjuagué con agua fría y agarré una pequeña toalla blanca para secarme; mientras, trataba de calmarme, respirando y conteniendo la respiración, hasta lograr que la temperatura de mi rostro se estabilizara. ¿Qué debería hacer primero? ¿Llamar y cancelar las tarjetas?  ¿Tomar un taxi y regresar a La Tequila? ¿Buscar al taxista? ¿Presentar una denuncia en la delegación? Decidí encender mi computadora; deseé con todas mis ganas que mi hijo Emmanuel estuviera en ese momento conectado al Messenger dada la gran confianza que existe entre nosotros y la cercanía afectiva que nos ha unido siempre. Las posibilidades de encontrarlo a esa hora eran mínimas, pero al encender la maquina, su nombre apareció inmediatamente, así que sin preámbulos le comenté “se me perdió la cartera y ahí traía mi tarjeta verde”.

 

Así como lo esperaba: no hubo preguntas ni acoso por saber los detalles, Emmanuel se limitó a responder:“dame diez minutos y déjame investigar los pasos que hay que seguir para recuperar una tarjeta verde extraviada en el extranjero”; tomé un poco de agua y me senté en la cama a esperar; había un espejo enorme enfrente; contemplé mi rostro y vi la indeseable cara de la angustia reflejada en mí; encendí la televisión para distraerme y un poco antes de los diez minutos recibí la información de mi hijo, quien encontró las respuestas en el home page del Departamento de Homeland Security; había que solicitar una cita en el consulado americano,  se requerían múltiples evidencias, entre ellas, una denuncia formal ante la policía del extravío del documento, papeles que mostraran mi identidad y comprobaran que residía en EEUU al menos por los últimos seis meses, copia de mi tarjeta de seguridad social, copia notariada y traducida de mi acta de nacimiento, una fotocopia de la tarjeta verde, en caso de que dispusiera de ella, esa evidencia agilizaría el proceso, dos fotografías tamaño pasaporte; había que llenar formularios y pagar una cuota de sesenta dólares. Tomaría de dos a quince días laborables obtener una carta especial que me permitiría regresar a EEUU.

 

Una vez en Florida, habría que volver a llenar papelería, hacer de nuevo exámenes médicos, y escribir una carta detallada explicando las razones y situación del extravío, acudir a entrevista con los oficiales de Migración, ir a que me tomaran nuevamente las huellas dactilares, y esperar a que las autoridades hicieran la investigación,  a que enviaran parte a los diferentes puertos de entrada de EEUU; el proceso durarían un mínimo de seis meses, tiempo que estaría impedido para dejar el país, hasta lograr obtener el duplicado de la tarjeta de residente permanente o solicitar legalmente un “parole” para poder viajar.

 

Una vez asimilado ese trago amargo, decidí luchar encarnizadamente esa noche, para recuperar la cartera; como decía mi abuela: “se la disputaré a la muerte”; imaginé la cartera entre mis manos una y otra vez y apreté los puños deseando tenerla de nuevo; pensé en la imposibilidad y también en el milagro de recuperarla; a la vez, desarrollé en mi mente una ruta de acciones, no me quedaría con los brazos cruzados. Desafortunadamente, no tenía claro por dónde empezar, por más que me esforzaba no podía recordar si la última vez que tuve la cartera en mi poder fue en el restaurant, o en el taxi.

 

Le llamé a Adrian y le dije escuetamente: “acompáñame, vamos a buscar la cartera; te veo en el Lobby en cinco minutos”; Adrian afortunadamente no me hizo preguntas, yo no estaba en posición de responder nada; a los cinco minutos, estábamos tomando un taxi. “Llévenos al Restaurant La Tequila”, le dije al chofer sin preguntar la tarifa. El tráfico a esa hora había disminuido y llegamos al restaurant antes de lo anticipado; era poco antes de la medianoche, y estaban a punto de cerrar. Pedí hablar con el gerente del restaurant; salió de la oficina un hombre de edad madura, blanco y de ojos claros, tenía el tipo físico de la gente de los Altos de Jalisco y vestía un traje que había conocido mejores tiempos, era un traje negro, un tanto lustroso por el uso y llevaba una camisa blanca percudida, con un cuello que le ahorcaba y le marcaba una lonja atrás de la nuca; llevaba un chaleco negro y se asomaba apenas una angosta corbata de poliéster color vino; el hombre afectadamente amable nos atendió; le expliqué brevemente la situación y le pregunté si alguien había devuelto esa noche una cartera. Pensaba en mis adentros: “tal vez alguien me la robó del saco; recuerdo haberlo dejado en el respaldo de la silla cuando Adrian y yo llegamos al restaurant; ambos fuimos a lavarnos las manos antes de ordenar y dejamos nuestras cosas en la mesa, por un momento”.

 

El gerente me clavó sus ojos de gato  y preguntó: “¿De qué color es su cartera y cómo se llama usted?” sentí que una luz empezaba a brillar y respondí de inmediato: “la cartera es de color negra y me llamo Luis”; el hombre movió la cabeza negativamente y dijo: “No, fíjese; tenemos una cartera, pero es color café, nos la devolvió una señora esta tarde; en la identificación que encontramos adentro de la cartera, dice otro nombre”. “¿La tiene a la mano?” pregunté. “Si, déjeme ir por ella”. El hombre trajo una desgastada billetera de cuero natural. “No”, le dije decepcionado, al verla; “desafortunadamente no es la mía”.

 

“¿Nos permitiría seguir buscando en el restaurant? Me gustaría hablar con el mesero que nos atendió durante la cena” el gerente accedió aunque nos advirtió que todo el personal estaba por salir; Adrian y yo buscamos al mesero quien efectivamente estaba a punto de retirarse, sin embargo, de buena gana se ofreció a ayudarnos. Los tres buscamos por todas partes: entre los grandes macetones, debajo de todas las mesas, entre las hileras de sillas amontonadas, en todos los cestos de basura, vaciamos incluso varias bolsas de plástico y buscamos entre los desperdicios, registramos la entrada de la cocina en donde ya para ese entonces los meseros habían acumulado los manteles sucios que debían llevar a lavar al día siguiente; literalmente buscamos “hasta por debajo de las piedras” y no encontramos nada.

 

Era ya casi la una de la mañana y entendí que era el momento de retirarnos. Apenas me quedaba dinero, pero saqué de mi bolsillo un billete de veinte pesos y se lo di al mesero: “no” me dijo, “muchas gracias pero no puedo aceptarlo; ya perdió usted mucho dinero esta noche”. “El dinero viene y va y viene”, respondí de inmediato, “pero no he perdido todo, aun me queda lo más importante: la esperanza”. “Sabe, -me dijo el mesero: “aquí en Guadalajara esas tarjetas verdes son muy codiciadas,  aquí las alteran, hay gente que se dedica profesionalmente a hacer eso y las venden hasta en diez mil pesos”. En eso vi la cara de Adrian; al escuchar la aseveración del mesero se puso pálido y fue entonces que me di cuenta, que contrario a su costumbre de emitir opiniones, aquella noche, había permanecido inexplicablemente callado.                    

Continuará…

 

 

 

 

 

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