domingo, 5 de julio de 2009

México lindo y que rico!

Grabé en la penca de un maguey tu nombre
Unido al mío, entrelazados
Como una prueba ante la Iey del monte
Que allí estuvimos enamorados…

 

La voz de Vicente Fernandez y las notas del mariachi me empujaron hacia adentro. Una luz colorada hizo que mis ojos voltearan hacia arriba; una constelación amarilla y roja de estrellas volantes de vidrio colgaban del techo, prendidas de la rueda de una carreta antigua. Las paredes eran anaranjadas, y en vez de sillas, había equipales de cuero natural; en las esquinas había torres de velas, en colores ocres, claros. Pedí una mesa y me sentaron junto a la barra, atestada de mezcales, aguardientes y tequilas. Del techo de aquella área, colgaban canastillas de mimbre que suavizaban la luz. El “virtus” de México se metía por osmosis en mi piel, en mis ojos, en mi olfato, en mis oídos.

Eran apenas las 9 de la mañana y pedí la carta. -Santos, ¿cual es el mejor platillo para desayunar, el que más pide la gente? Pregunte al mesero. “Pida el Veracruz, es el más vendido” dijo aquel diminuto mesero cuya prominente nariz y ojos oblicuos evidenciaban su origen maya. “De acuerdo, tráeme el Veracruz” respondí, sin aclarar la descripción del platillo. De inmediato regresó con dos jarras de barro,  humeantes y me preguntó: “¿cafecito? ¿leche? Asentí apenas y dos chorros salieron disparados directamente hacia mi tosca taza. “Déjeme traerle panecito” . Trajo un canasto de pan y venían una concha de azúcar y una oreja, envueltas en un mantelito de algodón impecablemente blanco, con minúsculas flores rojas y amarillas bordadas. No tuve remordimiento alguno y saboree pedazo a pedazo aquellas piezas de pan dulce acompañadas por el cafecito fresco y aromático. La experiencia sensorial me remontó a mis años azules en mi pueblo.

“Con cuidado, señor, porque el plato está caliente” dijo Santos. El Veracruz era una obra de arte hecha a mano: venían tres tortillas rellenas de huevos con chorizo, bañadas generosamente con una salsa hecha de frijoles negros, con queso freso y crema encima, y de guarnición, unos plátanos fritos; enseguida Santos me trajo un vaso de jugo de naranja exprimida seguramente unos segundos antes, pues el zumo de aquel cítrico había rociado el borde del vaso de vidrio soplado y su fresco olor era inconfundible.

Desayuné con fruición, sintiendo que volvía a México aunque no estaba en México, sino en Guatemala. México Lindo y que Rico es el nombre de este restaurant, franquicia de un restaurant mexicano fundado en 1994 en la capital mexicana. De ellos heredaron el menú, la decoración del lugar y el sabor exquisito de sus platillos. Mi breve estancia en Guatemala me recordó la hermandad entre nuestros países y la influencia generosa entre nuestros países latinoamericanos. En esos días en Guatemala, me sentí de regreso a casa…

 

 

 

 

 

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