lunes, 23 de enero de 2012

No tiene igual...

Extendí el frac cuidadosamente sobre la cama, procurando que se conservara sin arrugas, primero coloqué el pantalón y después el saco. Colgué la impecable camisa blanca en el guardarropa y sobre el buro, al lado de la cama, conté uno a uno los cubre-botones de marfil, para asegurarme que estuvieran completos; después saqué el moño blanco y la pajarita de piquee, blanquísima; a un lado coloque las mancuernillas de ónix y oro. En una caja también sobre la cama, puse los zapatos de charol negro. En un estuche, me había asegurado de empacar una buena loción, un desodorante, pasta dental y cepillo de dientes. Todo estaba listo, faltaban unas cuantas horas para iniciar la ceremonia. Había dormido poco, unas cinco horas en total, tal vez por la emoción o porque me sentía extraño en aquel hotel de Green Bay;no hay nada como dormir en mi cama…

 

Hace unos cuantos domingos me invitó a comer mi hijo Daniel a su casa aquí en Florida; comer en casa de un hijo es un placer inigualable; siento como si la vida, que se sostiene por instantes unidos unos a otros, se detuviera por un momento para que pueda contemplar el paso del tiempo. Ese día vi a mi hijo grande, muy crecido, convertido en esposo y padre de dos hijos: Grace y Michael. Daniel trabaja en un buffet de abogados y es profesor en una universidad privada en Palm Beach. Administra cuidadosamente su tiempo entre el trabajo, el ejercicio físico y la familia. Tal vez esta última responsabilidad  es lo que lo mantiene más satisfecho. Vi a Daniel sonreí entusiasmado  por poner a sus hijos a dormir la siesta y asi descansar un poco del ajetreo que implica la crianza de dos niños pequeños.  Me comentó que cada noche durante las semanas, al regresar a su casa, como a las siete de la noche, ayuda a su mujer a bañar y a vestir a los niños. Personalmente, pienso que Michael, su pequeño de tan solo 10 meses de edad, se parece muchísimo a mi hijo Daniel. Ese día, el pequeño Michael  lo habían vestido con un traje bordado color azul turquesa, justo era el mismo traje que yo le compré a Daniel, hace mas de veintiséis años, durante mi primer viaje a Madrid. Cuando Daniel se caso, le entregue algunos trajecitos y prendas  que conservaba de él, preservándolas desde entonces en selladas bolsas de plástico, asimismo, le di algunos de sus libros y algunos juguetes que fueron memorables para él. Al ver al bebe llevando aquel traje que perteneció a mi hijo, parecía que Daniel nacido de nuevo.

 

Aquella tarde en el hotel de Wisconsin oí a Daniel cerrar la regadera del bañó. Daniel me pidió que le pasara el pantalón. Una vez que salió ya duchado, le ayudé a colocarse las mancuernillas entre los orificios de aquella camisa blanca del frac; posteriormente empecé a cubrir cada uno de los botones de su camisa, amarré con fuerza y cuidado la pajarita en su espalda y finalmente le coloqué el moño blanco. Ayudar a mi hijo Daniel a vestirse por última vez  aquel día de su boda es una de las más grandes satisfacciones que he tenido en los últimos años. Mientras le colocaba cada sobre- botón de marfil, pensaba y veía en imágenes rápidas, el día que nació; desafortunadamente yo no estaba ahí, y lo conocí hasta el día siguiente; recordé las veces que lo vestí cuando era niño, para salir a la iglesia o ir a comer,  las veces que lo llevé a jugar futbol con su grupo de amigos, en Cincinnati y el episodio de cómo lloro cuando se le cayó su primer diente, la sonrisa triunfal al mostrarme sus diplomas por alto aprovechamiento,  las veces que lo llevaba en mi auto a la escuela, la cara que puso cuando vio su primer coche nuevo, un Monza blanco, en la cochera de la casa, las veces que ya joven y espigado, salimos juntos de compras. Anudaba el moño blanco atrás del cuello y pensaba: que rápido creciste hijo mío, que rápido se llegó el día en que dejes la casa,  el tiempo que nada perdona, ha volado y hoy te entrego con gran satisfacción a tu mujer, quien cuidara de ti y te acompañará hasta el último de tus días. “Fue un honor y un privilegio haber sido tu padre” le dije a los ojos y lo abracé. Ese día de junio, hace ya cuatro años, realicé ese ritual con una mezcla de alegría y tristeza por cumplir con la ley de la vida y dejarlo ir. Hoy que lo veo cambiar la ropa de su hijo Michael, anhelo que mi hijo Daniel tenga esa gran satisfacción con Michael, ese ritual de ayudarle a vestir por ultima vez, no tiene igual…

 

 

 

 

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