Ayer volé de regreso a EEUU procedente de México. Llegué al aeropuerto de Dallas/Ft. Worth y después de pasar aduanas, tuve que reingresar a las salas de abordar y pasar por seguridad para poder tomar el vuelo que me llevaría a Miami; al llegar a la banda de seguridad, un policía blanco y alto, con voz prepotente me pidió que dejara la fila en la que estaba yo formado junto a un numeroso grupo de pasajeros y aunque estaba sin zapatos, me pidió que me quitara el reloj y depositara todos los artículos que traía en mis bolsillos en una bolsa de plástico y que a su vez entregó para analizarla; inmediatamente después me pidió que pasara por un túnel equipado con alta tecnología; el resto de pasajeros continuaba pasando por un detector común, formado por un arco de metal. Un poco asustado, vi que a la entrada del túnel había un letrero que decía “dada la invasión a la privacidad física, el pasajero tiene el derecho de rehusar pasar por este túnel. En tal caso, será sujeto a una revisión corporal exhaustiva”. Sintiéndome protegido por aquel letrero que daba la opción, yo le dije al policía que prefería no entrar al túnel; ignorando mi petición, éste me dijo a gritos que entrara; al salir del túnel, adicionalmente y utilizando guantes de látex, me hizo una rigurosa inspección en diversas partes de mi cuerpo: torso, brazos, piernas e inclusive me desabrochó el pantalón y aunque no me lo bajó, sí metió sus manos alrededor de mi cintura. Esta situación me hizo sentir abochornado, sobretodo porque ocurrió frente a muchos viajeros. Finalmente me dejó libre, ante las miradas atónitas de otros pasajeros que me veían con ojos de desconfianza, como si fuera yo un terrorista que iba a colocar una bomba en el avión. Lamentablemente por mi color de piel y mis rasgos faciales, a menudo me confunden con un viajero procedente de algun país del medio oriente; esta es una experiencia que vivo con mucha frecuencia, cada vez que regreso a EEUU.
En América Latina, la paranoia del terrorismo y la violencia ha sido siempre una historia de todos los días, pero en los Estados Unidos es un fenómeno tan inesperado y abismal que la vida aquí tal vez nunca vuelva a ser lo que era antes. Las restricciones para entrar al país o salir de él aumentan todos los días. He visitado las grandes ciudades de este continente como Sao Paulo, Medellín, Caracas, Río de Janeiro, Bogotá y México; en estos sitios se mira a todo desconocido que se acerca por la calle como a un enemigo en potencia. Nueva York, hasta antes del once de septiembre de 2001, se preciaba de ser la ciudad más segura del mundo. Posterior a esta fecha, la incertidumbre de la violencia se ha instalado con la fuerza de una conversión colectiva y se ha encarnado en la población con la fuerza de un dogma.
La paranoia es una pendiente resbaladiza en la que cualquiera, como escribió Freud, podría ser un traidor encubierto. En las ciudades de América Latina, el sentimiento de inseguridad es comprensible porque la inseguridad es una certeza, un dato verificable. No es necesario hacer un análisis estadístico para saber que en nuestro continente miles de personas mueren por año en actos violentos que se acrecientan mes tras mes, al ritmo de la pobreza desesperada, la guerra entre carteles, la operación “limpieza” ejecutada por grupos militares y para militares, el desempleo, la corrupción impune y la pérdida de fe en la inteligencia de los gobernantes, en la sensatez de los partidos políticos y en la equidad de los tribunales. En los Estados Unidos, en cambio, el miedo y la incertidumbre son algo tan novedoso como constante. Nadie sabe de dónde puede venir el próximo ataque de un enemigo que, por otra parte, es desconocido, ni qué forma asumirá ese ataque. Mientras al sur del continente hay una geografía del miedo, un mapa urbano de los lugares peligrosos, en los Estados Unidos se está formando una comunidad en la que todo es miedo: lo que se come, los lugares de reunión masiva, lo que se mueve -autos, aviones, trenes- y lo que pertenece a otra cultura: lo diferente. Nada peor podría sucederle a un país cuya grandeza está basada sobre el principio de que la diversidad es un don, no una amenaza.
Una historia kafkiana ilustra mejor que cualquier otra la intensidad del daño decisivo inferido a la cultura norteamericana. Esta historia verídica le sucedió Al Bader al-Hazmi, un médico gastroenterólogo saudita, de treinta y un años, a la mañana siguiente del ataque a las torres gemelas. El doctor al-Hazmi llegó en San Antonio, Texas, para obtener un certificado de radiología y regresar después a Riyad, la capital de su país. A eso de las dos de la mañana del 12 de septiembre lo despertó una imprevista llamada de los agentes del FBI a la puerta de su casa. Mientras lo retenían en la sala, todas las habitaciones eran revisadas escrupulosamente, alarmando a la esposa y a los dos hijos. Uno de los agentes le preguntó con insistencia sobre sus vínculos con Mohamed Atta, el egipcio cuya participación en el atentado no era todavía pública. El doctor al-Hazmi jamás había oído hablar de él, y lo repitió infinitas veces. "¿Dónde está su hermano Salem Alhazmi?", le preguntaron. "¿Y Nawaf Alhazmi, su otro hermano?", aludiendo a dos de los pasajeros árabes que acompañaban a Mohamed Atta. "Alhazmi es el más común de los apellidos en Arabia Saudita -explicó-. Algo así como Smith o Jones en los Estados Unidos."
Le quitaron su pasaporte, le revocaron su visa y durante trece días lo mantuvieron encerrado en una celda, mientras investigaban cada detalle de su vida. Lo único que le importaba al doctor al-Hazmi era salir de allí con un nombre limpio, para poder terminar los estudios de radiología. En la vigilia de cada noche, reverberaba en su memoria la primera línea de El proceso , la novela de Franz Kafka que había leído una semana antes: "Alguien quizá lo había calumniado porque, sin haber hecho nada malo, Josef K. fue detenido una mañana". El doctor al-Hazmi tuvo la suerte de contar su historia en los diarios. Cientos de inocentes como él están todavía apresados en la telaraña de una paranoia que se ahonda a medida que pasan y pasan los días y los años. "Ya nunca más seremos como éramos", dice la última, memorable línea de Las alas de la paloma, una de las grandes novelas de Henry James. Tampoco el futuro volverá a ser, en los Estados Unidos, lo que un día fue.
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