Wallace Cameron era un gringo viejo a punto del retiro; profesor toda su vida, vivía en un departamento minúsculo cercano a la universidad, rodeado de sus doce gatos. Flaco y desgarbado, veía a sus alumnos con demasiado detenimiento, con una mirada que rara vez correspondía a la situación, y sus gruesos lentes amplificaban sus pequeños ojos azules marchitos, producto de su avidez por la lectura y por sus noches de insomnio o de liviandad. Rara vez lo vi peinado correctamente; normalmente llegaba a clases con un remolino de canas hirsutas que intentaba aplastar inútilmente mientras hablaba. Su nariz aguileña y enrojecida durante el invierno le daba un aire de vileza que se compensaba por su sonrisa benévola. Wallace era mi profesor de Geopolítica; tenía yo veinticinco años y estaba a punto de terminar la maestría en Estudios Internacionales en la Universidad de Ohio; me moría de ganas por visitar algunas ciudades de Estados Unidos antes de regresar a trabajar a México y meterme de lleno en la carrera por el trabajo, para estabilizarme financieramente, tratando de compensar la inversión de haber suspendido por dos años mi vida laboral y venir a estudiar a este país. Recuerdo que el primer día de clases, el profesor nos anunció con voz grave: “el proyecto final de este curso es un proyecto de investigación individual. El mejor trabajo recibirá un premio”, dijo con voz engolada: “un viaje a Washington con los gastos pagados: avión, hotel, comidas y por si fuera poco, una invitación para asistir como observador a una reunión en la OEA”. Ese mismo día, me prometí a mí mismo que sería yo el que iría a Washington.
Dado que el tema de investigación era libre, elegí uno que me apasionaba: “Geopolítica, Geoestrategia y Liderazgo en el Régimen de Salvador Allende”. Recuerdo haber discutido a fondo la dirección de mi proyecto con Wallace. Me sugirió algunos libros y me aconsejó buscar en la biblioteca algunas tesis de maestría que tocaran temas afines. Recuerdo la emoción al entregar el trabajo, el dolor de estómago, producto de la ansiedad que me producía la espera del resultado que el profesor iba a anunciar el ultimo día de clases. Esa mañana Wallace entró con el desparpajo de siempre al salón de clases y dijo sin mayor preámbulo, pero con una voz cargada de emoción: “Voy a mencionar el resultado de la evaluación de los proyectos individuales; tenemos en esta ocasión una situación complicada. Tres alumnos obtuvieron A+ y por lo tanto, indiscutiblemente se convierten en ganadores: ellos son Karen Schmidt, Lori Jones y Luis Alvarado. Dado que la beca que he conseguido cubre solamente el viaje de una persona, necesito que mañana a las 10 de la mañana, estos tres alumnos vengan a mi oficina, para discutir la forma en que vamos a elegir a uno solo.
Puntualmente llegamos los tres alumnos esa mañana a la oficina de Wallace Cameron. Karen era una alumna con pinta de montañera, oriunda de West Virginia; su pelo era rojizo y rizado, sus piernas regordetas, ausencia de cintura y anchas caderas acusaban su afición por el queso sin descremar; Lori en cambio era flaca y enjuta; nacida en un pueblo insignificante del estado de Kentucky, vestía normalmente los mismos jeans deslavados con grandes agujeros en las rodillas y blusas de grandes cuadros e independientemente de estado del tiempo, un sombrero de paja; su aspecto era semejante al un espantapájaros de otoño; usaba lentes para corregir su miopía, tenía una fina nariz respingona y sus dientes saltones le daban un aire de roedora salvaje. Dentro de mí me preguntaba: cómo se iba a solucionar aquel empate? El profesor abrió la puerta de su oficina y sonriente nos dijo: acompáñenme al salón 210. Sin dirigirnos una sola palabra, los tres lo seguimos en silencio. Al entrar al salón, el profesor nos indicó: “van a colocarse cada uno de ustedes en una mesa. Cuando yo diga “empiecen” inician. Entregaré a cada uno un sobre cerrado. Ahí vienen los materiales que necesitarán para completar una tarea. El o la ganadora, será quien termine más rápido y correctamente lo que se le pide. Abran los sobres ahora” dijo, y de inmediato los abrimos: Venia una cinta adhesiva y muchas piezas irregulares de algo que parecía un rompecabezas improvisado, muy probablemente recortadas de alguna revista. “Van a colocar las piezas sobre la mesa y a pegarlas con la cinta, hasta completar la figura: es el mapa de los Estados Unidos, su división geográfica, estado por estado, sus montañas, rios y mares; Empiecen ahora”.
Minutos más tarde, levanté la mano y dije: “ya terminé”. Wallace y las otras dos compañeras me miraron con sorpresa. “Luis, no sabía que conocías tan bien Estados Unidos” dijo Wallace mientras revisaba la figura, “Las piezas del rompecabezas fueron armadas correctamente, ganaste”. “Conozco solamente dos estados de este país: Texas y Ohio” dije con ingenuidad. “Y cómo lograste armar el rompecabezas tan rápidamente, si desconoces el país?” me preguntó inquisitivo Wallace. “Ah, es que al empezar a armar el rompecabezas, vi la parte de atrás de varias de las piezas recortadas. Identifiqué que en esa parte posterior venia la foto de un indio mexicano con sombrero, durmiendo al lado de un cactus; lo que hice fue armar esa figura que sí conozco, y al voltearla, pues me dio el mapa de los Estados Unidos”. Al terminar de hablar, Wallace estalló en carcajadas. “Pues sea como sea, ganaste y por lo tanto, te vas a Washington” me dijo. La experiencia de viajar a Washington y asistir a una reunión de la OEA fue algo inolvidable y aun hoy recuerdo con nostalgia los detalles. He pensado en tres cosas que aprendí a través de esa experiencia y que aprecio a través de estos años:
1. La mayor parte de los problemas en esta vida se resuelven si les damos la vuelta; es decir, si les buscamos el lado.
2. Ayuda partir de lo que se sabe, para llegar a conocer lo que no sabe. Yo conocía México y eso me ayudó a conocer Estados Unidos.
3. Paradójicamente, ahora que vivo en Estados Unidos, conozco mucho mejor a México, porque he aprendido a verlo en perspectiva.
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