El olor a hamburguesa al carbón me despertó el apetito; un hombre blanco y corpulento, calvo, con una colorida playera anaranjada y chanclas color turquesa volteaba la carne con la habilidad de malabarista; la gente se desparramaba en comodas sillas a los lados de las angostas calles del estacionamiento del Sunlife Stadium, comiendo hotdogs, papas fritas, tomando cervezas, era un masivo comedor interminable; si, era el famoso tailgate que precedía a un partido entre los Dolphines de Miami y los Raiders de Oakland. Ignorante e inexperto de las tradiciones e implicaciones del color de la ropa que los americanos usan para apoyar a sus equipos deportivos, decidí ponerme una camiseta negra ligera y fresca para ir al juego. Hasta que llegue al estadio me di cuenta que colores de los fanáticos de los Doplhines son naranja y turquesa, mientras que los fanáticos de los Raiders utilizan el color negro; por lo que automáticamente fui tachado de enemigo de los locales, por llevar la camiseta equivocada. Este simple hecho me produjo varias complicaciones que aunque intrascendentes, fueron significativas y marcaron mi experiencia durante el partido. La primera fue cuando aprovechando el termino del ultimo cuarto de juego, subi a refrescarme un poco e hice fila para comprar una cerveza fría: varios fanáticos de los Dolphines, aunque en broma, al ver el color de mi camiseta empezaron a empujarme y a cantar en coro “Nana nana, nana nana, yeah yeah yeah, good bye” implicando que dado la diferencia enorme del marcador (Dolphines 34 y Raiders 16) carecia de sentido que aun estuviera en el estadio “apoyando a mi equipo”. La segunda dificultad ocurrió en las gradas, cuando los fanáticos de Oakland vieron que yo apoyaba y celebraba las buenas jugadas de los Dolphines; uno de ellos en tono molesto se acerco indignado y me pregunto: “de parte de quien estas? Se supone que deberías apoya a los nuestros”. Y la tercera ocasión fue cuando al salir, un fanático me aventó tres camisetas de Dolphines y me dijo: “toma, te las regalo, para que te acuerdes de Miami”.
Aunque se perfectamente que estas tres dificultades son mínimas y fueron producto de la pasión futbolera norteamericana, puedo aplicar estos principios a la situación de discriminación que vivimos inmigrantes en este país, especialmente en los últimos años. Nada es peor para la convivencia que la escasez. La generosidad, el altruismo que tanto alardean los gringos, escasean cuando escasean el dinero y los puestos de trabajo. En épocas de crisis económica florecen la xenofobia, la crispación política, el proteccionismo y, en algunas partes, el racismo. Refugiarse en “los nuestros”, interpretar lo que sucede como una pugna entre “nosotros y ellos” y sentir que la gente distinta es una amenaza para la economía americana se vuelven reacciones comunes. La Historia nos cuenta del auge de movimientos políticos con ideas repugnantes y de decisiones gubernamentales que, en vez de aliviar la mala situación económica, la prolongan. Los ejemplos históricos sobran —desde la crisis económica que llevó a Hitler al poder, hasta tomar la decisión de EE UU de aumentar los aranceles a las importaciones cuando no debía, lo que agravó la Gran Depresión de los años treinta. Ojalá que la actual crisis económica no siga produciendo historias como las del ejecutivo de la Mercedes Benz de Alabama, que fue detenido por no llevar su identificación al conducir y que para sorpresa de la policía, no era un “indocumentado cualquiera” sino un alto directivo de una planta que da empleo a cientos de americanos en ese estado; creo que estamos hartos de leer reacciones que merecen estar en las páginas negras de los futuros libros de historia de inmigración de este país, por el solo hecho de traer la camiseta o el color de piel equivocadas.
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