sábado, 2 de enero de 2010

Despertar...

Sentí tu mano acariciar mi rostro esa mañana decembrina y abrí los ojos; vi tus ojos junto a los míos; tu sonrisa iluminó mi despertar a un día que se había convertido en un horizonte de latidos; te recostaste junto a mí y empezamos a jugar en la cama; tu risa era un teñir de campanas de cristal y tus manos aplaudían llevando el ritmo de una nueva canción que cantaba solo para ti. Tu pijama era suave y tersa como tu piel de durazno, tu cuerpo exudaba un aroma fresco y tierno; nos abrazamos con fuerza; besé tus mejillas sonrosadas y musité quedamente en tu oído “ eres una princesa…”  y oí tu risa diáfana, como una cascada de agua cayendo libremente sobre un lecho de musgo tierno, verdes helechos y sonrientes surtidores apuntando al cielo.

Buscando mis pantuflas con mis pies descalzos, me levanté para llevarte entre mis brazos a ver el árbol de Navidad; sus luces te deslumbraron y acariciaste delicadamente la misma esfera dorada que has tocado con las yemas de tus dedos desde el día en que llegaste con tu padre, de vacaciones a casa; quedamente te conté una dulce historia de Navidad y te prometí que en Nochebuena recibirías muchos regalos; vi el brillo de la ilusión encender tus ojos y sus destellos iluminaron aun mas aquel árbol lleno de esperanzas.

Hoy que las luces de la Navidad se han apagado, he guardado con mucho cuidado las esferas doradas y empacado en una enorme caja de cartón, el árbol inerte y sombrío;  esta mañana tú te has ido lejos, muy lejos, de regreso a casa; en este rincón solitario de la casa, mi corazón sangra y me araña; escribo estas líneas para ti, Annamaria, deseando volver a sentir tu mano acariciando mi rostro,  para sentir la dicha de despertar viendo tus ojos, una mañana en Abril…   

 

Tu abuelo.

 

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