martes, 2 de octubre de 2012

El derecho al olvido.


Tenía yo unos 18 años cuando leí Ficciones, una colección de cuentos del argentino Jorge Luis Borges. Entre ellos, uno atrajo poderosamente mi atención: Funes el memorioso, que narra la historia de un joven que pierde su capacidad de olvidar; recuerda tantos detalles que es incapaz de convertir la información en sabiduría. La maldición de Funes, me persiguió por muchos años porque al igual que el personaje de este cuento, yo gozaba de una memoria prodigiosa, en aquella época en la para ser académico, esta habilidad era indispensable para dictar clases; en ese tiempo podía recordar los nombres y los dos apellidos de mis alumnos, podía citar sin ver mis papeles, cifras, sitios y fechas exactas; tenía muy claro el esquema de ideas que iba a seguir en mi clase, recordaba los puntos centrales de lo que hablaba y los desarrollaba idea por idea, tenia presente la tesis con la que iba a retar a mis estudiantes y los argumentos sólidos para defenderla. Aunque con el paso de los años he perdido esa habilidad, no me siento tan mal, porque he concluido que no poder olvidar, es un castigo.
La parábola de Funes es una de las referencias que utilizo para iniciar el debate del derecho al olvido, ¿Cómo poder borrar de la red una noticia que contiene un error o una foto no deseada? La tecnología está cambiando nuestras normas de convivencia y de comportamiento de forma drástica, e impactando nuestra privacidad y libertad; el banco de memoria permanente de Internet impide para muchas personas, que haya una segunda oportunidad en sus vidas: en una sociedad en que toda acción queda registrada, resulta complicado reinventarse, zafarse de errores del pasado. Ejemplos hay muchos: entre otros, podría citar a Stacy Snyder, una profesora  a la que Millersville University School denegó su aspiración a dictar clases, por una foto en una red social, en la que aparecía borracha. Otro caso es el de Tyler Clementi, joven que se suicidó a raíz de que Dharun Ravi, su compañero de dormitorio conectó su webcam y lo exhibió en Twitter teniendo un encuentro físico con otro amigo. El efecto de saberse “ventaneado en la red” provocó el suicidio que alcanzó resonancia internacional por ser uno de los primeros casos de cyberbullying.
Personalmente escucho y leo con frecuencia, comentarios de amigos que al ver algunos contenidos que coloco en Facebook y que responden a campañas de mercadotecnia que yo mismo desarrollo con el fin de atraer y captar  alumnos a Miami, señalan que vivo en juerga permanente, que tomo licor de bar en bar, desde South Beach hasta Palm Beach. Me divierte escuchar a aquellos que piensan que tengo un estilo de vida “so Miami” y que mi agenda está llena de actividades sociales y de diversión, cuando la verdad es que paso la mayoría de los viernes en casa, cenando con mi familia, y los sábados escribiendo en la playa durante el día y encerrado en mi casa durante la noche. Me tienen sin cuidado las opiniones o comentarios sobre mí, basados en lo que la gente se entera en las redes. En esta edad vivo sin preocupaciones sobre el que dirán y estoy más allá del bien y del mal, pero a la vez afirmo que vivimos en la red, una era del megachisme, y el chisme, que antes era oral, ahora es escrito y visual, lleno de imágenes que resultan mucho más invasivas y perjudiciales. Aunque hasta la fecha no hay registro de declaraciones, videos o fotografías mías que me avergüencen, (y toco madera para que no ocurra) me gustaría que las tecnologías que nos permiten subir datos, fotos y archivos tuvieran fecha de caducidad y se autodestruyeran. Quisiera que al subir una foto en Facebook, se me preguntara: ¿quiere usted que esta foto permanezca un día, un mes, un año o para siempre? He sabido que Facebook ha comprado algunas de las compañías que están experimentando con los datos con fecha de caducidad porque tiene un interés económico en que no podamos borrarlos. ¿Por qué Facebook mantiene el interés de preservar nuestra información?; a veces me siento paranoico, pero me gustaría que Facebook y otras redes fueran el antítesis de Funes el memorioso y que sus usuarios pudiéramos ejercer nuestro derecho indiscutible: el derecho al olvido..



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