Al bajarme del taxi, aquella tarde lluviosa de Abril, vi a una enorme cantidad de gente ingresando al Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de Mexico. Apenas me había dado tiempo de llegar a la habitación del hotel y cambiarme de ropa. Aunque sabía perfectamente que el recital poético de Mario Benedetti iniciaría en punto de las 7 pm, por compromisos de trabajo salí en el vuelo de la una de la tarde de Monterrey y llegué al hotel hasta las 4 pm; miles de personas se habían dado cita para escuchar de la voz del autor, sus Poemas de Otros. “Tus manos son mi caricia, mis acordes cotidianos, te quiero porque tus manos trabajan por la justicia. Si te quiero es porque sos, mi amor mi cómplice y todo y en la calle codo a codo somos mucho más que dos…”
El evento duró poco más de una hora y media, e inmediatamente después, Editorial Alfaguara ofreció un coctel en honor del narrador uruguayo, festejo al que asistimos poco más de un centenar de invitados. En el centro del vestíbulo de Bellas Artes, toda la atención se concentraba en Mario Benedetti: menudo y robusto, de piel rojiza, con un bigote blanco que contrastaba con sus enormes ojos oscuros y lánguidos, su cabello canoso en las sienes, era lacio y oscurecido, rebelde y difícil de mantener en su lugar; vestía un traje de paño oscuro, camisa blanca sin corbata, y unos zapatos negros ortopédicos con suela de goma. Se agitaba al hablar. El asma que padecía le hacía pensar que aquel viaje a Mexico sería el último; así lo dijo en público y así me lo dijo cuando me acerqué a saludarlo, a instancias de Sealtiel Alatriste, director del grupo Editorial Santillana, quien me lo presentó personalmente.
Al día siguiente tendría la oportunidad de transmitir via satélite una entrevista con Benedetti en el Campus Estado de Mexico del Tecnológico de Monterrey. Me retiré al hotel a descansar tan pronto concluyó el coctel; tenía que levantarme muy temprano puesto que el autor de La Tregua llegaría en punto de las 9:30 de la mañana a la entrada del Campus. Su asistente me había pedido que dada su enfermedad era conveniente que al arribar al campus, lo trasladáramos en un golf cart; necesitábamos dejar tiempo suficiente para poder subir sin prisas al segundo piso desde donde transmitiríamos a través del satélite Satmex 5, de la Universidad Virtual a quince países de America Latina, incluyendo México. Al lado de la sala, habíamos habíamos habilitado un espacio para que el escritor pudiera descansar; teníamos previsto para él, diversos jugos de frutas naturales, agua, refrescos, té y café. Benedetti no quiso tomar nada. Se sentía un poco mareado y muy agotado. “Es la altura de la ciudad de Mexico que me está matando” dijo con su inconfundible acento del cono Sur.
Media hora más tarde, iniciamos la transmisión; la intranet arrojaba una larga lista de sitios conectados en el continente latinoamericano; el productor mencionó que al menos cuarenta mil personas seguían la conversación con el escritor: nuestra charla abordó diversos temas: la realidad política latinoamericana, la influencia de otros escritores en su obra, sus motivos de inspiración, el azar y el exilio, hasta que por un momento nos detuvimos al mencionarle su poema Hagamos un Trato, dedicado a su mujer. Al nombrarla, su voz se quebró y se hizo un silencio incomodo, que intenté cubrir leyendo citas textuales de ese poema inolvidable: “Compañera usted sabe, puede contar conmigo; no hasta dos o hasta diez, sino contar conmigo; si alguna vez advierte que la miro a los ojos, y una veta de amor reconoce en los míos, no alerte sus fusiles, ni piense qué delirio a pesar de la veta, o tal vez porque existe, usted puede contar conmigo”.
Finalizada la transmisión, Benedetti me comentó que estaba pasando por un momento muy difícil: su esposa había sido diagnosticada esa semana con Alzheimer. Por esta noticia y por sus problemas de respiración estuvo a punto de cancelar su viaje a México. Fue precisamente el recuerdo de su mujer, Luz Lopez Alegre con quien mantuvo una relación que duró 60 años, que Benedetti logra escribir, a los pocos meses de su fallecimiento, en 2006, su libro titulado Canciones del que no canta: "Nos encontramos siendo niño y niña, y nos fuimos queriendo de a poquito; novios conscientes, luego nos casamos y cumplimos 60 años de suerte. Una mañana ella empezó a extraviarse, no encontraba la casa madrileña, y a mí me fue naciendo la piedad, como una nueva forma del amor". En la sala de transmisión quedaron pendientes de responder un centenar de preguntas que como lluvia, seguían llegando para el escritor; el golf cart nos esperaba. Al recorrer el largo camino hasta la salida del campus, miles de estudiantes habían formado una nutrida valla que dificultaba nuestro transito; todos le aplaudían ininterrumpidamente, le gritaban a coro, entusiasmados ““Mario, Mario, Mario”. Al escucharlos, vi sus ojos húmedos y alcancé a oír algo que expresaba para sí mismo: “vaya, valió la pena venir…”
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