Esa mañana de Febrero en la ciudad de México no quise tomar un taxi del hotel por dos razones: una, porque me cobraba el doble de la tarifa, lo cual me parecía un abuso y dos, porque ahí afuera estaba Fernando, un conductor de taxi que la noche anterior me había hostigado hasta hartarme, tratando de persuadirme que fuera a “teibol dance” después de de cenar. Había abordado su taxi esa noche al bajar las escaleras del hotel y le pedí que me llevara a un restaurant de mariscos en la Colonia Condesa. Tal vez yo mismo tuve la culpa, porque me puse a conversar con él durante el trayecto; su actitud cínica y su obstinación me desesperaron. Repetidas veces le dije que no y entre más me negaba, el taxista mas insistía. Me bajé del auto francamente molesto y me juré que aunque fuera el único auto disponible en el hotel, jamás volvería a interactuar con él.
Tomé un taxi en la esquina de la calle Hamburgo y Lancaster. Al subir al auto, pregunté al chofer: “por cuanto me lleva a Santa Fe?”. “Deme unos setenta pesos”, dijo el hombre mostrando una sonrisa desdentada y amarillenta; Tenía más de sesenta años y traía un suéter de rombos mostaza, maloliente y descolorido por el uso. Cubría su calva indecente con una vieja gorra de ferrocarrilero. “Sabe usted como llegar a Santa Fe, verdad?” le pregunté rutinariamente, y casi me arrepentí a la hora de hacerlo, pensando en los muchos años que aquel hombre tendría conduciendo el auto de alquiler. “No se preocupe, preguntando se llega a Roma; tengo apenas quince días como taxista, antes yo trabajaba reparando vías del ferrocarril” me dijo. Su respuesta me dejo incómodo. Nada me perturba más que ir en un carro cuyo conductor no tiene idea a dónde va. Con mi escaso sentido de dirección es suficiente; ya no quise hacerle más preguntas, con el fin de que se concentrara en la ruta y le ofrecí una goma de mascar; el hombre aceptó encantado. Enseguida se concentró en manejar y yo tuve la maravillosa oportunidad de internarme en mis cavilaciones.
Pasear por las abigarradas y caóticas calles mexicanas con su profusión de rótulos, carteles y anuncios en vallas, postes y comercios, aquella mañana fue como recorrer una improvisada galería de arte al aire libre que explica, como pocas cosas, la aventura que es vivir en un país tan surreal como México. En esa grafía espontánea y diseños imperfectos de autores anónimos, se recogen con genial desparpajo el humor, las fantasías, incluso los secretos de las clases populares mexicanas. Desde la etiqueta del jabón de “Leche de Burra” para “esas noches especiales” hasta el combate de “El Hijo de Aníbal contra la Bestia Maligna” pasando por el prometedor streaptease de Velma Collins, todo ese arte sin querer se me presentaba frente a mí, en las calles, como una mesa opulenta, un manjar susceptible a mi análisis sociológico mañanero.
Viviendo en Estados Unidos e inmerso en el mar de Starbucks, McDonald’s, Walmarts y Target’s y todas las demás marcas internacionales, cualquier cosa que parezca hecha por un ser humano me deslumbra y me trastorna. A veces me repugna la asepsia del mundo globalizado y me aferro a defender un diseño que no está al alcance del click del ratón de la computadora y cuyos autores nunca en su vida han tenido acceso –o siquiera soñado con tenerlo- a programas como Photoshop, Illustrator, Quark o ProTools”. O soy decadente o me encanta el “homemade look” y no puedo evitarlo.
Disfruté tremendamente del trayecto, viendo anuncios espectaculares de lucha libre, contemplé con avidez algunos impúdicos anuncios de ropa interior de hombre y mujer que demuestran una vez más que la estética y el concepto de delgadez varía de cultura en cultura; vi también anuncios de peleas de box, e incluso anuncios móviles colocados en autobuses; recuerdo uno sobre La Tacopedia, una enciclopedia de la popular comida mexicana, y un anuncio espectacular exterior, lleno de texto que decía “Véngase hoy al festival de Quebradita con Las Nachas, exuberantes, excitantes, muy moviditas “aun hoy me pregunto si Las Nachas se referían a alguna agrupación musical o a qué otra lectura podría aplicar; había también anuncios en postes y vallas promocionando los bailes populares de las bandas musicales, así como los rótulos con el que se anuncian pollerías, marisquerías y toda clase de tiendas en los barrios. Recuerdo vívidamente uno que decía: “Pollos Chuy, para pollo, po…yo”. Estuve a punto de tomar una foto al rotulo y exhibirlo en mi clase de Mercadotecnia para analizar el valor de la fonética y el tagline. Sea como sea, estos artistas callejeros autores de estos anuncios muestran que con ingenio y sin recursos han logrado crear una cultura visual que plasma las emociones y los sacrificios de la vida cotidiana mexicana.
Lamentablemente mi deambular y ansias de análisis se interrumpieron repentinamente cuando, ya casi para llegar a mi destino, el taxi se descompuso; el viejo taxista que para todo tenia solución, detuvo otro taxi inmediatamente; y en dos minutos estaba yo entrando en un terreno insípido: Santa Fe con sus pretenciosos edificios de corporativos, de similares colores y ventanas rectangulares, colocados simétricamente y respetando la prosémica arquitectónica posmoderna, ejemplo de la falsa arquitectura integrada al paisaje que da la idea de un México que no es….
Loved it... estoy de acuerdo contigo en lo del "homemade look", es algo que ha causado el mundo del "que diran". Tan fácil como estar gordo o flaco, que tu anuncio tenga photoshop o no, es lo mismo, apariencias.
ResponderEliminarEs por eso que no me gusta manejar en la ciudad de México, tengo que atender al volante y no puedo tomar fotos de los espectaculares (pasión que he empezado a desarrollar en mis vistas mensuales al doctor), prefiero que alguien más maneje o recurrir al transporte público, me permiten tener siempre las manos libres, aunque no sé qué tan seguro sea después sacar la cámara o el celular en el taxi (peor aun, en el metro).
ResponderEliminarSaludos profesor!