lunes, 26 de marzo de 2012

Mas ingeniero y menos adivino.

Jamás oí el llanto; yo esperaba impacientemente en el pasillo y aunque trataba de parecer sereno, la ansiedad me consumía conforme pasaba el tiempo. La labor de parto había iniciado hacia más de una hora. Mi hijo estaba ahí adentro, apoyando a su esposa durante el alumbramiento, al igual que una enfermera y el médico ginecólogo. Los minutos transcurrían lentamente y aunque alcanzaba a oír voces allá adentro,  esperaba escuchar el agudo llanto del recién nacido. Miré mi reloj: marcaba las 12:05 de la madrugada cuando repentinamente se abrió la puerta y vi a la enfermera empujar la incubadora y a la bebe muy pálida, casi traslúcida, cubierta con una frazada y conectada a un pequeño tanque de oxigeno. La enfermera me dijo nerviosamente mientras caminaba: véala por un segundo, debemos trasladarla de inmediato a la unidad de terapia intensiva.

 

No recuerdo si toqué o no, pero empujé la puerta del cuarto de labor y vi los rostros de mi nuera y de mi hijo: mostraban una gran preocupación; las cosas no habían salido bien y con voz entrecortada me empezaron a dar algunos detalles: la labor de parto había iniciado normalmente y la cara de la bebe logro salir, pero el resto del cuerpo quedo atorado en el vientre materno, con escasas posibilidades de salir considerando el peso y la talla de la bebe.  Mi nuera había pujado hasta desfallecerse, pero todo era inútil: no había manera de extraerla. Habían intentado todo inútilmente, hasta que el médico desesperado le dijo a mi hijo nerviosamente: hay dos opciones: o le quiebro la clavícula y un brazo para poderla extraer, o bien, la sacamos en pedazos. Al quebrar brazo y clavícula, la niña cayó en shock por el intenso dolor y no pudo llorar; emitió finalmente un débil gemido. La enfermera la envolvió en un cobertor color rosado y la colocó  rápidamente en la bascula: su peso era impresionante: casi doce libras. Al revisar sus signos vitales, notaron que su pulso era débil y los latidos del corazón, inestables. Le aplicaron oxigeno y el médico ordenó trasladarla a la unidad de terapia intensiva y llamar urgentemente a un traumatólogo pediatra.

 

Abracé y traté inútilmente de confortar a mi nuera; enseguida mi hijo y yo nos encaminamos apresuradamente al pabellón de cuidados intensivos y pedimos entrar por un momento para ver a la bebe de cerca. Después de pasar por un área estéril, la enfermera nos pidió que utilizáramos unas batas y que nos laváramos las manos. Inmediatamente después logramos llegar a aquella burbuja de plástico transparente, y vimos a la niña conectada a través de la nariz y los brazos. Las enfermeras monitoreaban cada pulso, sus latidos, la presión sanguínea. “Es natural que sus signos sean completamente inestables. El dolor es profundo. Las siguientes cuarenta y ocho horas son determinantes”, dijo el medico traumatólogo que ya se habia hecho cargo del caso. “Ahora deben irse ya, si hay alguna emergencia, nosotros les avisaremos”. Mi hijo por supuesto debía regresar al lado de su esposa quien esperaba ansiosamente alguna noticia. Eran ya poco después de las dos de la mañana y aunque deseaba quedarme al lado de ellos, entendí que lo mejor era dejarlos solos y en contra de mi propia voluntad me dirigí al estacionamiento y llegué a casa a tratar de dormir un poco, por supuesto sin poder lograrlo.

 

Efectivamente, las siguientes cuarenta y ocho horas transcurrieron entre valoraciones y exámenes exhaustivos del traumatólogo, el neurólogo, y el pediatra: la bebe afortunadamente se aferró a la vida y permaneció en la unidad de cuidados intensivos durante una semana, hasta salir con una apretada malla que inmovilizaba su brazo derecho. Tres semanas más tarde, empezó a mover sus extremidades. Su nacimiento fue un caso típico de negligencia médica. El ginecólogo jamás se preocupó por realizar en los últimos días del embarazo de mi nuera, un estudio que arrojara información sobre la talla y el peso de la bebe y que por lo tanto pudiera determinar la necesidad de una cesárea.  Después de investigar sobre casos de negligencia médica, me alarman las estadísticas: los casos de muerte por negligencia y errores médicos son casi tan altos como los casos de mortalidad por causa natural. Algo ocurrió en este país con respecto a sus escuelas de medicina, extremadamente caras e ineficientes; sus currículos ignoran uso de tecnología para determinar con mayor precisión el diagnostico, la utilización de controles estadísticos, la investigación exhaustiva de variables y sus relaciones, y los diseños individuales de tratamientos y medicinas. Personalmente pienso que el médico debería ser mas ingeniero y menos adivino.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 19 de marzo de 2012

El bilinguismo y sus bondades...

Muy joven tuve la fortuna de ser padre; recuerdo haber tenido una idea fija en la mente: “voy a trabajar muy duro para dar a mis hijos habilidades que les preparen para enfrentar con éxito la vida”. Siendo educador, me interesó siempre que asistieran a una buena escuela, y más aun, que pudieran desarrollar a lo largo su vida, una formación integral. Aunque nos consumía tiempo y recursos, jamás escatimamos en inscribirlos en torneos deportivos, llevarlos a clases de música, visitar museos, asistir a conciertos, hacer excursiones y visitar países; pero ante todo, la idea más importante era que aprendieran a hablar con fluidez al menos dos idiomas. Durante dos periodos distintos en nuestra vida, nos trasladamos a Estados Unidos para realizar estudios de posgrado y por lo tanto, el beneficio de la educación se extendió  a toda la familia. Finalmente, en 2003 decidimos dejar México y emigrar en forma definitiva. Mis hijos por lo tanto, crecieron en ambos países y estuvieron expuestos a las dos culturas: americana y mexicana. Como resultado, hablan Inglés y Español sin acento extranjero.

El dilema que enfrentamos ahora es que mis hijos se casaron en este país con mujeres que no hablan Español; viviendo en Estados Unidos ¿Cómo aprenderán mis nietos nuestro idioma? Aunque mis hijos son hispanoparlantes y podrían enseñar a sus hijos Español, trabajan largas jornadas y la interacción con sus pequeños es mínima. Realmente los niños naturalmente pasan largas horas con sus madres y son ellas quienes se encargan de transmitir la lengua materna. Preocupado por la posible pérdida de nuestro idioma en las nuevas generaciones de mi familia, hoy escribo sobre las ventajas del bilingüismo.

Hablar dos idiomas excede la ventaja natural de “estar mejor preparado” para vivir en un mundo globalizado. Ser bilingüe ha probado ser eficiente para desarrollar habilidades que estimulan el desarrollo intelectual del ser humano. Impacta el desarrollo de habilidades cognitivas no necesariamente relacionadas con el lenguaje y en última instancia, previenen la demencia en la edad adulta. Las más recientes investigaciones sobre la adquisición de lenguajes contradicen muchos de los supuestos con lo que crecimos y educamos a nuestros hijos en los años setenta y ochenta. En aquella época, la adquisición de un segundo lenguaje en infantes era poco recomendable por considerar que aprender otro idioma en la infancia retrasaba el rendimiento académico y creaba lagunas de confusión en el niño.

En últimas fechas investigaciones lingüísticas muestran evidencias de que en el cerebro existe la capacidad activa de aprender más de un sistema simbólico. De la misma forma que los jóvenes pertenecientes a la generación milenio crecieron con la tecnología y desarrollaron habilidades “multitasking” es decir, que son capaces de textear, hablar por teléfono, hacer la tarea en su computadora y comer pizza al mismo tiempo, asimismo una persona que aprende un segundo idioma, estimula y refuerza los músculos cognitivos. Los sujetos bilingües son más aptos, por ejemplo en la resolución de rompecabezas mentales. La experiencia del bilingüismo mejora la función ejecutiva, un sistema que dirige los procesos de atención que utilizamos para procesos de planeación, resolución de problemas y ejecución de otras tareas. Estos procesos incluyen ignorar distracciones y mantener la atención enfocada hacia la consecución de la meta o bien, a cambiar de uno a otro el canal de atención y a mantener información disponible. El mejor ejemplo para ilustrar este punto es el hecho de que al conducir tenemos la capacidad de recordar las indicaciones de cómo llegar a un destino (obviamente hasta antes de que existiera el temible GPS que ha venido a fastidiar nuestra destreza de nuestro sentido natural de orientación).

Personalmente, pienso que la diferencia principal entre un bilingüe y un monolingüe radica en la habilidad del primero para monitorear el ambiente. Un bilingüe tiene que cambiar de un canal de lenguaje al otro, (hablar con dos personas en idiomas distintos, por ejemplo) y esta acción requiere de mantener el record de los eventos que ocurren alrededor, puesto que la vida no se detiene mientras uno habla y emite ideas. Es como cuando una persona conduce, es consciente de que existe una la luz del semáforo, y a la vez se da cuenta de los transeúntes que atraviesan la calle y al mismo tiempo recuerda las indicaciones de cómo llegar a su destino.

No pierdo esperanzas que mis hijos luchen diariamente por hablar con sus hijos en Español. Tercamente yo me empeño en hacerlo cada vez que los veo y me rehúso a hablar en Ingles en mi casa. Me horroriza el monolingüismo; lo considero un gesto retrógrada y me apena, porque ha oxidado las estructuras de este país y ha reducido su capacidad de hacerle frente a los retos globales que hoy enfrenta…

 

 

 

 

 

lunes, 12 de marzo de 2012

Mexico: lo real maravilloso...

Leí Cien años de soledad a la edad de quince años; ese libro fue un verdadero acontecimiento que cambió mi visión del mundo e impactó mi percepción de la vida y sus ejes:  amor, desamor, soledad, sexo, pasión, rencor, libertad, goce y  placer;  produjo en mí la fascinación y el deslumbramiento por una idea que inunda en los textos que escribo: la contaminación entre el mundo real y la magia, conceptos derivados de lo “real maravilloso”. Sin embargo, estos conceptos han entrado en crisis y han cambiado bastante desde que apareció Cien años de soledad en 1967. La idea de lo real maravilloso, desarrollada primero por Alejo Carpentier, remite a una historia larga: Lo maravilloso es la expresión subjetiva de la razón que queda paralizada por una realidad que la rebasa, y que la obliga a quedar en suspenso, flotando en el aire. Esa sensación –la razón anonadada por la experiencia y reducida a contar y detallar fragmentos inconexos que no logra nunca someter a la lógica– se da en mundos en que la experiencia rebasa en todo a las expectativas. En esos mundos, la razón queda reducida a una función de adorno; en mundos así, el intelectual, incapaz de ser arquitecto, pasa a ser un brujo, un mago o un  alquimista, como el gitano Melquiades.

El crítico literario Stephen Greenblatt escribió hace años un buen ensayo acerca del discurso de lo maravilloso en la conquista de América. En los diarios de Colón, en las crónicas de Bernal Díaz del Castillo. Greenblatt muestra que la idea de lo maravilloso está muy presente en la conquista. Colón usa figuras e imágenes derivadas de los textos de Marco Polo y de otros inventores del género medieval de lo maravilloso. Bernal Díaz, en un fragmento que está hoy grabado en los muros del Museo del Templo Mayor, apela al libro de Amadís de Gaula, porque le faltan palabras para describir lo que vio al entrar en la Gran Tenochtitlán. Greenblatt alega, convincentemente, que el discurso de lo maravilloso en la Conquista sirvió dos funciones políticas, ambas bastante reprobables: una, propagandística (Colón tratando de vender América a los reyes católicos, en un momento en que no había descubierto más que islas llenas de cocos, indígenas y pericos); la otra, represora. Lo maravilloso servía a veces para alegar que los indios eran del todo irracionales, y que, por tanto, debían ser sometidos. Pero nada de eso quita que haya habido además un genuino suspenso de las facultades racionales de los europeos que llegaron acá.

Lo interesante de la historia de nuestra América y de México en particular, es que los momentos de lo maravilloso entran y salen cíclicamente. Lo maravilloso de la Conquista se desdibujó con la colonización, y en su lugar llegó la melancolía mundana y práctica de la sociedad mediocre que se extendió hasta finales del Siglo XIX. Todos esos mundos no volverán a ser nunca más, es un lamento que se lee una y otra vez en la literatura de nuestros escritores. Pero la carrera de lo maravilloso no terminó ahí. El mundo de la experiencia americana ha podido siempre convivir muy cerca de los límites de la razón, y de vez en cuando la vuelve a rebasar del todo. En México durante las administraciones políticas del Partido que dominó el poder por años, el Partido Revolucionario  Institucional (el nombre del partido es tan contradictorio que se torna inverosímil) es la época en la que surgen los libros de Gabriel García Márquez, poco después de la primera mitad del Siglo XX., una época en la que el surrealismo convive sin pedir permiso con la razón. México pasó en esta época de la pre modernidad a la posmodernidad sin llegar a ser moderno; la modernidad fue un esfuerzo fallido, una falsa promesa de los gobiernos priistas.

Me parece que en este momento, en México estamos a punto para un nuevo nacimiento de lo maravilloso. Tenemos, sin duda, una crisis de representación. La realidad social mexicana, pujante, creativa, y nueva, no es abarcable con los prejuicios de la razón de sus intelectuales y políticos, que están hoy reducidos al papel de artesanos, alquimistas y no de arquitectos. La ausencia de liderazgo y neuronas de los gobernantes actuales y de los que están por llegar en mi país me asusta e indigna y me parece que el hielo está a punto de llegar nuevamente a Macondo. Me alarma nuestro eterno sentimiento de soledad y desamparo que aun hoy prevalece en el campo y en las ciudades asoladas por la narco guerra. Esta situación confirma la realidad dual de nuestro país “tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”. Sera por eso que la última línea de la obra maestra de Garcia Marquez suena profética: “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la Tierra”.

 

 

 

lunes, 5 de marzo de 2012

Un Mexico que no es...

Esa mañana de Febrero en la ciudad de México no quise tomar un taxi del hotel por dos razones: una, porque me cobraba el doble de la tarifa, lo cual me parecía un abuso  y dos, porque ahí afuera estaba Fernando, un conductor de taxi que la noche anterior me había hostigado hasta hartarme, tratando de persuadirme que fuera a “teibol dance” después de de cenar. Había abordado su taxi esa noche al bajar las escaleras del hotel y le pedí que me llevara a un restaurant de mariscos en la Colonia Condesa. Tal vez yo mismo tuve la culpa, porque me puse a conversar con él durante el trayecto; su actitud cínica y su obstinación me desesperaron. Repetidas veces le dije que no y entre más me negaba, el taxista mas insistía. Me bajé del auto francamente molesto y me juré que aunque fuera el único auto disponible en el hotel, jamás volvería a interactuar con él.

Tomé un taxi en la esquina de la calle Hamburgo y Lancaster. Al subir al auto, pregunté al chofer: “por cuanto me lleva a Santa Fe?”. “Deme unos setenta pesos”, dijo el hombre mostrando una sonrisa desdentada y amarillenta; Tenía más de sesenta años y traía un suéter de rombos mostaza, maloliente y descolorido por el uso. Cubría su calva indecente con una vieja gorra de ferrocarrilero. “Sabe usted como llegar a Santa Fe, verdad?” le pregunté rutinariamente, y casi me arrepentí a la hora de hacerlo, pensando en los muchos años que aquel hombre tendría conduciendo el auto de alquiler. “No se preocupe, preguntando se llega a Roma; tengo apenas quince días como taxista, antes yo trabajaba reparando vías del ferrocarril” me dijo. Su respuesta me dejo incómodo. Nada me perturba más que ir en un carro cuyo conductor no tiene idea a dónde va. Con mi escaso sentido de dirección es suficiente; ya no quise hacerle más preguntas, con el fin de que se concentrara en la ruta y le ofrecí una goma de mascar; el hombre aceptó encantado. Enseguida se concentró en manejar y yo tuve la maravillosa oportunidad de internarme en mis cavilaciones.

Pasear por las abigarradas y caóticas calles mexicanas con su profusión de rótulos, carteles y anuncios en vallas, postes y comercios, aquella mañana fue como recorrer una improvisada galería de arte al aire libre que explica, como pocas cosas, la aventura que es vivir en un país tan surreal como México. En esa grafía espontánea y diseños imperfectos de autores anónimos, se recogen con genial desparpajo el humor, las fantasías, incluso los secretos de las clases populares mexicanas. Desde la etiqueta del jabón de “Leche de Burra” para “esas noches especiales” hasta el combate de “El Hijo de Aníbal contra la Bestia Maligna” pasando por el prometedor streaptease de Velma Collins, todo ese arte sin querer se me presentaba frente a mí, en las calles, como una mesa opulenta, un manjar susceptible a mi análisis sociológico mañanero.

Viviendo en Estados Unidos e inmerso en el mar de Starbucks, McDonald’s, Walmarts y Target’s y todas las demás marcas internacionales, cualquier cosa que parezca hecha por un ser humano me deslumbra y me trastorna. A veces me repugna la asepsia del mundo globalizado y me aferro a  defender un diseño que no está al alcance del click del ratón de la computadora y cuyos autores nunca en su vida han tenido acceso –o siquiera soñado con tenerlo- a programas como Photoshop, Illustrator, Quark o ProTools”. O soy decadente o me encanta el “homemade look” y no puedo evitarlo.

Disfruté tremendamente del trayecto, viendo anuncios espectaculares de lucha libre, contemplé con avidez algunos impúdicos anuncios de ropa interior de hombre y mujer que demuestran una vez más que la estética y el concepto de delgadez varía de cultura en cultura; vi también anuncios de peleas de box, e incluso anuncios móviles colocados en autobuses; recuerdo uno sobre La Tacopedia, una enciclopedia de la popular comida mexicana, y un anuncio espectacular exterior, lleno de texto que decía “Véngase hoy al festival de Quebradita con Las Nachas, exuberantes, excitantes, muy moviditas “aun hoy me pregunto si Las Nachas se referían a alguna agrupación musical o a qué otra lectura podría aplicar; había también anuncios en postes y vallas promocionando los bailes populares de las bandas musicales, así como los rótulos con el que se anuncian pollerías, marisquerías y toda clase de tiendas en los barrios. Recuerdo vívidamente uno que decía: “Pollos Chuy, para pollo, po…yo”. Estuve a punto de tomar una foto al rotulo y exhibirlo en mi clase de Mercadotecnia para analizar el valor de la fonética y el tagline. Sea como sea, estos artistas callejeros autores de estos anuncios muestran que con ingenio y sin recursos han logrado crear una cultura visual que plasma las emociones y los sacrificios de la vida cotidiana mexicana.

Lamentablemente mi deambular y ansias de análisis se interrumpieron repentinamente cuando, ya casi para llegar a mi destino, el taxi se descompuso; el viejo taxista que para todo tenia solución, detuvo otro taxi inmediatamente; y en  dos minutos estaba yo entrando en  un terreno  insípido: Santa Fe con sus pretenciosos edificios de corporativos, de similares colores y ventanas rectangulares, colocados simétricamente y respetando la prosémica arquitectónica posmoderna, ejemplo de la falsa arquitectura integrada al paisaje que da la idea de un México que no es….