Jamás oí el llanto; yo esperaba impacientemente en el pasillo y aunque trataba de parecer sereno, la ansiedad me consumía conforme pasaba el tiempo. La labor de parto había iniciado hacia más de una hora. Mi hijo estaba ahí adentro, apoyando a su esposa durante el alumbramiento, al igual que una enfermera y el médico ginecólogo. Los minutos transcurrían lentamente y aunque alcanzaba a oír voces allá adentro, esperaba escuchar el agudo llanto del recién nacido. Miré mi reloj: marcaba las 12:05 de la madrugada cuando repentinamente se abrió la puerta y vi a la enfermera empujar la incubadora y a la bebe muy pálida, casi traslúcida, cubierta con una frazada y conectada a un pequeño tanque de oxigeno. La enfermera me dijo nerviosamente mientras caminaba: véala por un segundo, debemos trasladarla de inmediato a la unidad de terapia intensiva.
No recuerdo si toqué o no, pero empujé la puerta del cuarto de labor y vi los rostros de mi nuera y de mi hijo: mostraban una gran preocupación; las cosas no habían salido bien y con voz entrecortada me empezaron a dar algunos detalles: la labor de parto había iniciado normalmente y la cara de la bebe logro salir, pero el resto del cuerpo quedo atorado en el vientre materno, con escasas posibilidades de salir considerando el peso y la talla de la bebe. Mi nuera había pujado hasta desfallecerse, pero todo era inútil: no había manera de extraerla. Habían intentado todo inútilmente, hasta que el médico desesperado le dijo a mi hijo nerviosamente: hay dos opciones: o le quiebro la clavícula y un brazo para poderla extraer, o bien, la sacamos en pedazos. Al quebrar brazo y clavícula, la niña cayó en shock por el intenso dolor y no pudo llorar; emitió finalmente un débil gemido. La enfermera la envolvió en un cobertor color rosado y la colocó rápidamente en la bascula: su peso era impresionante: casi doce libras. Al revisar sus signos vitales, notaron que su pulso era débil y los latidos del corazón, inestables. Le aplicaron oxigeno y el médico ordenó trasladarla a la unidad de terapia intensiva y llamar urgentemente a un traumatólogo pediatra.
Abracé y traté inútilmente de confortar a mi nuera; enseguida mi hijo y yo nos encaminamos apresuradamente al pabellón de cuidados intensivos y pedimos entrar por un momento para ver a la bebe de cerca. Después de pasar por un área estéril, la enfermera nos pidió que utilizáramos unas batas y que nos laváramos las manos. Inmediatamente después logramos llegar a aquella burbuja de plástico transparente, y vimos a la niña conectada a través de la nariz y los brazos. Las enfermeras monitoreaban cada pulso, sus latidos, la presión sanguínea. “Es natural que sus signos sean completamente inestables. El dolor es profundo. Las siguientes cuarenta y ocho horas son determinantes”, dijo el medico traumatólogo que ya se habia hecho cargo del caso. “Ahora deben irse ya, si hay alguna emergencia, nosotros les avisaremos”. Mi hijo por supuesto debía regresar al lado de su esposa quien esperaba ansiosamente alguna noticia. Eran ya poco después de las dos de la mañana y aunque deseaba quedarme al lado de ellos, entendí que lo mejor era dejarlos solos y en contra de mi propia voluntad me dirigí al estacionamiento y llegué a casa a tratar de dormir un poco, por supuesto sin poder lograrlo.
Efectivamente, las siguientes cuarenta y ocho horas transcurrieron entre valoraciones y exámenes exhaustivos del traumatólogo, el neurólogo, y el pediatra: la bebe afortunadamente se aferró a la vida y permaneció en la unidad de cuidados intensivos durante una semana, hasta salir con una apretada malla que inmovilizaba su brazo derecho. Tres semanas más tarde, empezó a mover sus extremidades. Su nacimiento fue un caso típico de negligencia médica. El ginecólogo jamás se preocupó por realizar en los últimos días del embarazo de mi nuera, un estudio que arrojara información sobre la talla y el peso de la bebe y que por lo tanto pudiera determinar la necesidad de una cesárea. Después de investigar sobre casos de negligencia médica, me alarman las estadísticas: los casos de muerte por negligencia y errores médicos son casi tan altos como los casos de mortalidad por causa natural. Algo ocurrió en este país con respecto a sus escuelas de medicina, extremadamente caras e ineficientes; sus currículos ignoran uso de tecnología para determinar con mayor precisión el diagnostico, la utilización de controles estadísticos, la investigación exhaustiva de variables y sus relaciones, y los diseños individuales de tratamientos y medicinas. Personalmente pienso que el médico debería ser mas ingeniero y menos adivino.