lunes, 27 de febrero de 2012

Adele, someone like you...

Never mind, I'll find someone like you
I wish nothing but the best for you too
Don't forget me, I beg
I remember you said,
Sometimes it lasts in love but sometimes it hurts instead

                                                                                                              Adele and Daniel Dodd Wilson.

 

 

La pregunta con la que amanecí este sábado fue: ¿Habrá alguna relación entre nuestro nombre y nuestro destino?¿Qué hay de mágico o importante en nuestro nombre de pila? ¿Cuál es la herencia del significado de mi apellido y cómo impacta la vida de mis descendientes? ¿Cómo influyen mi nombre y mi apellido en mis éxitos y fracasos? La ciencia que estudia la influencia de los nombres en nuestra vida se llama Acrofonología y está muy ligada a la Astrología. Es una sabiduría derivada de la Kabalá que estudia el significado de las palabras contenidas en el Antiguo Testamento. Seguí paso a paso las instrucciones de esta ciencia para analizar mi nombre y finalmente, después de varias horas de investigación, concluí que efectivamente, pudiera haber relación entre los significados de las letras que integran mi nombre y muchos de los acontecimientos que he vivido. Siguiendo con esa línea de pensamiento, si fuera cierto lo que la Acrofonología dice al señalar que nombre es destino, parece de una lógica impecable que una mujer llamada Laurie Blue tenía que dedicarse por fuerza a cantar. La mujer en cuestión es Adele Laurie Blue Adkins, conocida sencillamente como Adele.

Es curioso a la hora de investigar sobre esta cantante, que su mérito artístico suele medirse más con números y estadísticas que con los sentidos y la intuición. Si a resultados numéricos nos atenemos, concluimos que Adele es una cantante de éxito monumental. Y en ese sentido, no deja de ser interesante que la parte más sustancial de la información que en la red y en los medios circula a su respecto se ocupe mucho más de las cifras y los récords que del contenido textual y musical de sus canciones, o de su voz. Empezar con los números básicos que definen sus logros es relativamente fácil, a lo que ayuda el hecho casual de que sus dos primeros álbumes llevan por título sendas cifras: 19 y 21. Dos Grammys por el primero, seis por el segundo. Es lo que se llama progreso profesional espectacular. Pero profundizar en la numerología de Adele puede convertirse en un ejercicio laberíntico. Por ejemplo: las publicaciones especializadas informan que en este mes, Adele se convirtió en la primera solista femenina en tener simultáneamente tres sencillos en el Top 10 del Billboard Hot 100, así como la primera artista femenina en tener dos álbumes (es decir, toda su discografía hasta la fecha) en el Top 5 del Billboard 200, así como dos sencillos en el Top 5 del Billboard Top 100 simultáneamente. ¿Queda claro? Si lo menciono es porque me parece muy significativo que una parte sustancial de la atención que se dedica a Adele tiene mucho más que ver con su calidad de fábrica de dinero que con su esencia de compositora e intérprete.

Muchos de los comentaristas que en buena hora dedican más atención a la música de Adele que a sus estadísticas suelen enfatizar la columna vertebral de blues que, supuestamente, recorre sus canciones. A riesgo de contradecirlos, me parece que la filiación de Adele está cabalmente más del lado del pop que del blues. Lo que es más extraño aún es el hecho de que continuamente se le compara con Amy Winehouse, y no ha faltado quien afirme, incluso, que Adele es la heredera de la recientemente fallecida blusera. Creo que se equivocan. La Winehouse tenía no sólo una voz mucho más interesante e inquietante, sino que en sus canciones se atrevía a explorar rincones terribles y oscuros de su alma a los que Adele aún no se ha asomado; quizá lo haga cuando sea una artista más madura. Ante la insistencia en compararlas, me pregunto si tal comparación es musicalmente válida, o se trata simplemente del hecho de que una jauría de periodistas y críticos está al acecho de Adele, esperando que tropiece y caiga como lo hizo Amy Winehouse, para darse un festín con sus restos. Después de todo, una vida personal relativamente sencilla y pulcra vende menos tabloides que una sucesión de tragedias in crescendo. Lo cierto es que ninguna figura pública merece esa clase de acecho, y lo cierto es también que Adele es una buena cantante, que ha hallado su voz y alcanzado muy temprano el éxito en su nicho de audiencia del pop. Independientemente de que me trastorne o no, deseo que esta cantante continue sin tropiezos y le haga honor explorando su apellido, el Blue para regocijo propio y de muchos...

 

 

 

 

 

 

 

 

jueves, 23 de febrero de 2012

La Champeta

Sin dudarlo, encaminé mis pasos hacia el interior del Mercado de Bazurto en Cartagena de Indias, animado por las notas de aquella música ancestral; al caminar por aquellos pasillos tan estrechos me topaba con gente que me rozaba a pesar de mis esfuerzos por evitarlo; algunos cuerpos sudorosos pasaban a mi lado dejando un tufo a sudor mezclado con fruta fresca; niños famélicos semidesnudos corrían entre los puestos de fruta y verdura, algunos perros callejeros buscaban comida entre los montones de basura acumulada en las esquinas. Caminé entre yerberías, oí los insistentes gritos de algunos vendedores en varios puestos de ropa y el olor a carne fresca colgando de unas ganzúas me produjo náuseas; de pie, en aquellos laberintos internos, negras enormes con polleras multicolores vendían dulces y frutas tropicales: trozos de piña, papaya, plátanos y sandía. Finalmente llegué hasta una plazoleta en aquel mercado: estacionada en el centro, una camioneta pintada con estridentes colores, armada con un potente equipo de sonido contagiaba a la concurrencia a bailar frenética y furiosamente como si no hubiera un mañana; jóvenes y no tan jóvenes, untaban uno sobre otro sus cuerpos curvilíneos, “perreando” a las doce del día, bajo el sol inclemente de la costa del Atlántico Colombiano. “Qué música es ésta?” le pregunté  a Jaime, mi amigo: “Es la Champeta” me dijo sonriendo.

La Champeta es un ritmo contemporáneo, una adaptación de ritmos africanos con vibraciones antillanas e influencias de la música indígena y de la África colombiana. Esta fusión de ritmos configuró una nueva cultura musical urbana en el contexto caribeño, que se consolidó en las barriadas de Cartagena, Barranquilla y Santa Martha.  En sus inicios se difundió a través de los potentes equipos de sonido denominados picos (por las camionetas pick-up) que suenan en las verbenas y mercados populares. Se caracteriza porque la base rítmica prevalece sobre las líneas melódicas y armónicas, convirtiéndola en una expresión musical bailable en la que predominan una fuerza y una plasticidad desbordantes. Con un lenguaje popular y lleno de inventivas los champeteros cantan sus vivencias. Las letras, sobrepuestas a pistas africanas o con música original, evidencian la actitud contestataria de los sectores discriminados, que arremeten contra la exclusión social y económica o cuentan sus sueños de cambio y progreso. Hoy,  grupos modernos como Bomba Estéreo o Systema Solar han sido seducidos por este vibrante género y han alcanzado índices de popularidad en los países desarrollados, al entrar al mercado mundial apoyado por fuertes campañas de mercadotecnia.

Este no es un caso aislado. Shakira sabe lo que enciende al público masivo. Por eso ha recurrido varias veces a reguetoneros como El Cata, para asegurar sus hits. Tanto Loca como Rabiosa son piezas que este artista dominicano grabó primero pero no logró el triunfo internacional porque no contaba con la poderosa maquinaria empresarial de la colombiana.  La noticia más reciente tiene que ver con Madonna. Su nuevo single, Give Me All Your Luvin, arrastra la sospecha de plagio. Tiene un parecido evidente con L.O.V.E. Banana, una pieza de João Brasil, artista emblemático de la escena technobrega, que podría definirse como una mezcla de tecno-pop ochentero con la estética más kitsch posible. Las barriadas de América latina crean los ritmos que triunfan en las listas de ventas; son creaciones que también son valoradas entre los entendidos y la crítica más exigente. La cumbia digital y el tribal 'guarachero son dos de los ritmos más pujantes del continente

El descubrimiento y “vampirización” cultural de los sonidos surgidos en los guetos tiene especial fuerza en Latinoamérica, pero se trata de un fenómeno global. Podríamos hablar del hip-life de Ghana, el coupé-decalé en Costa de Marfil o el kuduro angoleño. Un efecto colateral de estos géneros es que conecta las llamadas ciudades miseria, ciudades del Tercer Mundo con los emigrantes desplazados a las grandes urbes. ¿Por qué tiene esta tendencia una fuerza creciente? La transferencia tecnológica, desde las computadoras baratas, los teléfonos celulares y el desarrollo de las redes sociales, han disparado la autonomía productiva de los habitantes de los barrios pobres en todo el planeta. Gracias a Internet, es posible el contagio de la mejor música de baile de nuestro tiempo.

Olvidado del qué dirán y gozando el inefable sentimiento del anonimato, sin pensarlo dos veces y para sorpresa de mi amigo Jaime, me arremangué el pantalón, me quité la camisa y los zapatos me fundí entre aquella masa humana en el mercado de Bazurto; allá arriba, una nube misericordiosa cubrió durante unos minutos los rayos solares; la música me hipnotizó y caí rendido bajo su influjo, contagiado por la epidemia de alegría desbordante, desenfadado, saboreando aquel baile de la champeta como en un conjuro mágico, con los ojos abiertos hacia adentro…

 

 

 

 

lunes, 13 de febrero de 2012

La llamada del domingo...

Hace doce años que no te llamo; durante más de veinte años te llamé cada domingo, después de las cinco de la tarde. En aquel tiempo, la telefonía era complicada y deficiente y a veces enfrentaba dificultades para comunicarme, pero mi deseo por hablar contigo era más fuerte y siempre lograba de una forma o de otra, hacer el enlace telefónico.  Por teléfono te dije tantas cosas: te hablaba de mis momentos felices en casa, de mis dificultades en el trabajo, de mis proyectos de vida, de mis anhelos de estudiar y de hacer cosas grandes; a veces te describía la ciudad en donde estaba, las cosas que había comprado, e incluso te preguntaba que querías que te regalara. Juntos aprendimos a identificar por teléfono, nuestros estados de ánimo: algunas veces te oía triste, alegre, entusiasmada, enferma, molesta, o preocupada. Recuerdo también que antes de colgar el teléfono y sabiendo que transcurrirían ocho días para conectarnos de nuevo, me decías con un dejo de tristeza. “Te quiero mucho, recuérdalo siempre; aunque estemos lejos yo estoy ahí contigo”.

 

Te marchaste hace doce años y aun hoy extraño el calor de tus brazos, el sabor incomparable de tu comida, tus gritos de alegría cada vez que regresaba a casa, de vacaciones; tu amor incondicional, la complicidad que nos unió siempre, tus regalos que siempre fueron sorpresa, tu sonrisa, tus dientes blanquísimos, tu piel morena, tus ojos claros que cada vez que nos despedíamos, se llenaban de lágrimas. Fue muy duro dejarte ir, muy difícil aceptar que te irías y que no te vería más; sin embargo, tuve la dicha de haber desmenuzado los últimos diálogos entre nosotros esa Navidad de 2000, porque sabía que el tiempo de la despedida había llegado. Fui yo mismo quien consiguió un permiso especial del médico que te atendía en el hospital, para que por unas horas, salieras en ambulancia y llegaras a casa a cenar con nosotros esa Nochebuena;  fui yo mismo quien inmediatamente después de la cena, después de medianoche, te ayudó a quitarte tu ropa de fiesta, guardar tus joyas y volver a usar tu bata de enferma. “Me siento como la Cenicienta” me dijiste sonriendo. La ambulancia y la mascarilla de oxigeno te esperaban.

 

Tú me enseñaste a ser organizado y fuerte: “a la muerte hay que verla cara a cara” me decías. Faltando escasos días para tu partida me dirigí a la casa, entré  a tu habitación y con determinación busqué en tu closet un delicado vestido de muselina color durazno, algunos accesorios e inclusive tu perfume; doblé cuidadosamente cada prenda y empaqué con esmero pensando que querías ir “bien presentada”  a ese viaje sin retorno. Posteriormente fui a la casa funeraria y elegí entre varias opciones el ataúd que consideré más digno; seleccioné el café de avellanas que tanto disfrutaste, varias opciones de té, “en esta vida lo más valioso son las opciones” decías; pedi además galletas variadas, canapés y rosquillas de pan para compartir con la gente que llegara a acompañarnos; fui también a una florería y ordené el arreglo de veinticuatro rosas que llamabas “labios pintados”; eran rosas blancas con la orilla pintada de color rosa mexicano; esa era la ofrenda floral,  mi último arreglo que compré para ti; posteriormente me dirigí al panteón y con esmero pude elegir tu última morada, un terreno ubicado en el punto más alto de aquella ciudad que tanto amabas.

 

Cansado regresé a casa esa tarde y me senté a escribir el breve discurso que pronunciaría llegado el momento. Escribí dos páginas en un tono coloquial, como si fuera yo esta vez, el que te contara un cuento que arrullara tu sueño eterno.  Corregí aquel texto como si fuera una fina joya artesanal, labrada a mano. Finalmente, esa noche, después de las nueve de la noche, regresé al hospital y el médico me dijo que habías caído en coma y que ya no me podrías responder; me acerqué al oído y te canté la canción que siempre te gustó: “El ayer”. Tu ya no podías emitir sonido, pero llevabas el ritmo que aquella canción con la única parte de tu cuerpo que podías mover: tu dedo índice; tus ojos cerrados escurrían lágrimas; te dije despacio: “duerme y descansa; hiciste un excelente trabajo; no te resistas más. Al cruzar el umbral te espera Dios con sus brazos amorosos, tendrás de nuevo un cuerpo joven, sano y feliz; vete en paz, nosotros estamos bien, duerme y descansa, mi pequeña, cierra tus ojos y sueña… “

 

Este 22 de Febrero serán ya doce años de tu partida; hoy es domingo, son poco después de las cinco de la tarde y tengo el teléfono asido entre mis manos. Cómo me gustaría marcar algún número que me conectara contigo para fundir y confundir nuestras risas y celebrar la alegría de estar juntos de nuevo. Me encantaría cantar una canción contigo, ir de compras, tomar un café y hablarte de mis triunfos y fracasos, contarte sobre mis viajes, confesarte que pienso en ti con mucha frecuencia y que he adoptado tus refranes y que son muy útiles para ilustrar lo que digo cuando doy clases. Es domingo y veo de nuevo el reloj: son ya casi las nueve de la noche. Sí, tengo que decírtelo con un nudo en la garganta: te extraño mucho, mamá… 

 

 

 

 

 

lunes, 6 de febrero de 2012

Es cuestion de buscarle el lado...

Wallace Cameron era un gringo viejo a punto del retiro; profesor toda su vida, vivía en un departamento minúsculo cercano a la universidad, rodeado de sus doce gatos. Flaco y desgarbado, veía a sus alumnos con demasiado detenimiento, con una mirada que rara vez correspondía a la situación,  y sus gruesos lentes amplificaban sus pequeños ojos azules marchitos, producto de su avidez por la lectura y por sus noches de insomnio o de liviandad. Rara vez lo vi peinado correctamente; normalmente llegaba a clases con un remolino de canas hirsutas que intentaba aplastar inútilmente mientras hablaba.  Su nariz aguileña y enrojecida durante el invierno le daba un aire de vileza que se compensaba por su sonrisa benévola. Wallace era mi profesor de Geopolítica; tenía yo veinticinco años y estaba a punto de terminar la maestría en Estudios Internacionales en la Universidad de Ohio; me moría de ganas por visitar algunas ciudades de Estados Unidos antes de regresar a trabajar a México y meterme de lleno en la carrera por el trabajo, para estabilizarme financieramente, tratando de compensar la inversión de haber suspendido por dos años mi vida laboral y venir a estudiar a este país. Recuerdo que el primer día de clases, el profesor nos anunció con voz grave: “el proyecto final de este curso es un proyecto de investigación individual. El mejor trabajo recibirá un premio”, dijo con voz engolada: “un viaje a Washington con los gastos pagados: avión, hotel, comidas y por si fuera poco, una invitación para asistir como observador a una reunión en la OEA”.  Ese mismo día, me prometí a mí mismo que sería yo el que iría a Washington.

 

Dado que el tema de investigación era libre, elegí uno que me apasionaba: “Geopolítica, Geoestrategia y Liderazgo en el Régimen de Salvador Allende”.  Recuerdo haber discutido a fondo la dirección de mi proyecto con Wallace. Me sugirió  algunos libros y me aconsejó buscar en la biblioteca algunas tesis de maestría que tocaran temas afines. Recuerdo la emoción al entregar el trabajo, el dolor de estómago, producto de la ansiedad que me producía la espera del resultado que el profesor iba a anunciar el ultimo día de clases. Esa mañana Wallace entró con el desparpajo de siempre al salón de clases  y dijo sin mayor preámbulo, pero con una voz cargada de emoción: “Voy a mencionar el resultado de la evaluación de los proyectos individuales; tenemos en esta ocasión una situación complicada. Tres alumnos obtuvieron A+ y por lo tanto, indiscutiblemente se convierten en ganadores: ellos son Karen Schmidt, Lori Jones y Luis Alvarado. Dado que la beca que he conseguido cubre solamente el viaje de una persona, necesito que mañana a las 10 de la mañana, estos tres alumnos vengan a mi oficina, para discutir la forma en que vamos a elegir a uno solo.

 

Puntualmente llegamos los tres alumnos esa mañana a la oficina de Wallace Cameron.  Karen era una alumna con pinta de montañera, oriunda de West Virginia; su pelo era rojizo y rizado, sus piernas regordetas, ausencia de cintura  y anchas caderas acusaban su afición por el queso sin descremar; Lori en cambio era flaca y enjuta; nacida en un pueblo insignificante del estado de Kentucky, vestía normalmente los mismos jeans deslavados con grandes agujeros en las rodillas y blusas de grandes cuadros e independientemente de estado del tiempo, un sombrero de paja; su aspecto era semejante al un  espantapájaros de otoño; usaba lentes para corregir su miopía, tenía una fina nariz respingona y sus dientes saltones le daban un aire de roedora salvaje. Dentro de mí me preguntaba: cómo se iba a solucionar aquel empate? El profesor abrió la puerta de su oficina y sonriente nos dijo: acompáñenme al salón 210. Sin dirigirnos una sola palabra, los tres lo seguimos en silencio. Al entrar al salón, el profesor nos indicó: “van a colocarse cada uno de ustedes en una mesa. Cuando yo diga “empiecen” inician. Entregaré a cada uno un sobre cerrado. Ahí vienen los materiales que necesitarán para completar una tarea. El o la ganadora, será quien termine más rápido y correctamente lo que se le pide. Abran los sobres ahora” dijo, y de inmediato los abrimos: Venia una cinta adhesiva y muchas piezas irregulares de algo que parecía un rompecabezas improvisado, muy probablemente recortadas de alguna revista. “Van a colocar las piezas sobre la mesa y a pegarlas con la cinta, hasta completar la figura: es el mapa de los Estados Unidos, su división geográfica, estado por estado, sus montañas, rios y mares; Empiecen ahora”.

 

Minutos más tarde, levanté la mano y dije: “ya terminé”. Wallace y las otras dos compañeras me miraron con sorpresa. “Luis, no sabía que conocías tan bien Estados Unidos” dijo Wallace mientras revisaba la figura, “Las piezas del rompecabezas fueron armadas correctamente, ganaste”. “Conozco solamente dos estados de este país: Texas y Ohio” dije con ingenuidad. “Y cómo lograste armar el rompecabezas tan rápidamente, si desconoces el país?” me preguntó inquisitivo Wallace. “Ah, es que al empezar a armar el rompecabezas, vi la parte de atrás de varias de las piezas recortadas. Identifiqué que en esa parte posterior venia la foto de un indio mexicano con sombrero, durmiendo al lado de un cactus; lo que hice fue armar esa figura que sí conozco, y al voltearla, pues me dio el mapa de los Estados Unidos”. Al terminar de hablar,  Wallace estalló en carcajadas. “Pues sea como sea, ganaste y por lo tanto, te vas a Washington” me dijo. La experiencia de viajar a Washington y asistir a una reunión de la OEA fue algo inolvidable y aun hoy recuerdo con nostalgia los detalles.  He pensado en tres cosas que aprendí a través de esa experiencia y que aprecio a través de estos años:

 

1.      La mayor parte de los problemas en esta vida se resuelven si les damos la vuelta; es decir, si les buscamos el lado.

2.       Ayuda partir de lo que se sabe, para llegar a conocer lo que no sabe. Yo conocía México y eso me ayudó a conocer Estados Unidos.

3.       Paradójicamente, ahora que vivo en Estados Unidos, conozco mucho mejor a México, porque he aprendido a verlo en perspectiva.

 

 

 

 

 

viernes, 3 de febrero de 2012

Ya nunca mas seremos como eramos...

Ayer volé de regreso a EEUU procedente de México. Llegué al aeropuerto de Dallas/Ft. Worth y después de pasar aduanas, tuve que reingresar a las salas de abordar y pasar por seguridad para poder tomar el vuelo que me llevaría a Miami; al llegar a la banda de seguridad, un policía blanco y alto, con voz prepotente me pidió que dejara la fila en la que estaba yo formado junto a un numeroso grupo de pasajeros y aunque estaba sin zapatos, me pidió que me quitara el reloj y depositara todos los artículos que traía en mis bolsillos en una bolsa de plástico y que a su vez entregó para analizarla; inmediatamente después me pidió que pasara por un túnel equipado con alta tecnología; el resto de pasajeros continuaba pasando por un detector común, formado por un arco de metal. Un poco asustado, vi que a la entrada del túnel había un letrero que decía “dada la invasión a la privacidad física, el pasajero tiene el derecho de rehusar pasar por este túnel. En tal caso, será sujeto a una revisión corporal exhaustiva”. Sintiéndome protegido por aquel letrero que daba la opción, yo le dije al policía que prefería no entrar al túnel; ignorando mi petición, éste me dijo a gritos que entrara; al salir del túnel, adicionalmente y utilizando guantes de látex, me hizo una rigurosa inspección en diversas partes de mi cuerpo: torso, brazos, piernas e inclusive me desabrochó el pantalón y aunque no me lo bajó, sí metió sus manos alrededor de mi cintura. Esta situación me hizo sentir abochornado, sobretodo porque ocurrió frente a muchos viajeros. Finalmente me dejó libre, ante las miradas atónitas de otros pasajeros que me veían con ojos de desconfianza, como si fuera yo un terrorista que iba a colocar una bomba en el avión. Lamentablemente por mi color de piel y mis rasgos faciales, a menudo me confunden con un viajero procedente de algun país del medio oriente; esta es una experiencia que vivo con mucha frecuencia, cada vez que regreso a EEUU.

En América Latina, la paranoia del terrorismo y la violencia ha sido siempre una historia de todos los días, pero en los Estados Unidos es un fenómeno tan inesperado y abismal que la vida aquí tal vez nunca vuelva a ser lo que era antes. Las restricciones para entrar al país o salir de él aumentan todos los días. He visitado las grandes ciudades de este continente como Sao Paulo, Medellín, Caracas, Río de Janeiro, Bogotá y México; en estos sitios  se mira a todo desconocido que se acerca por la calle como a un enemigo en potencia. Nueva York, hasta antes del once de septiembre de 2001, se preciaba de ser la ciudad más segura del mundo. Posterior a esta fecha, la incertidumbre de la violencia se ha instalado con la fuerza de una conversión colectiva y se ha encarnado en la población con la fuerza de un dogma.

La paranoia es una pendiente resbaladiza en la que cualquiera, como escribió Freud, podría ser un traidor encubierto. En las ciudades de América Latina, el sentimiento de inseguridad es comprensible porque la inseguridad es una certeza, un dato verificable. No es necesario hacer un análisis estadístico para saber que en nuestro continente miles de personas mueren por año en actos violentos que se acrecientan mes tras mes, al ritmo de la pobreza desesperada, la guerra entre carteles, la operación “limpieza” ejecutada por grupos militares y para militares, el desempleo, la corrupción impune y la pérdida de fe en la inteligencia de los gobernantes, en la sensatez de los partidos políticos y en la equidad de los tribunales. En los Estados Unidos, en cambio, el miedo y la incertidumbre son algo tan novedoso como constante. Nadie sabe de dónde puede venir el próximo ataque de un enemigo que, por otra parte, es desconocido, ni qué forma asumirá ese ataque. Mientras al sur del continente hay una geografía del miedo, un mapa urbano de los lugares peligrosos, en los Estados Unidos se está formando una comunidad en la que todo es miedo: lo que se come, los lugares de reunión masiva, lo que se mueve -autos, aviones, trenes- y lo que pertenece a otra cultura: lo diferente. Nada peor podría sucederle a un país cuya grandeza está basada sobre el principio de que la diversidad es un don, no una amenaza.

Una historia kafkiana ilustra mejor que cualquier otra la intensidad del daño decisivo inferido a la cultura norteamericana. Esta historia verídica le sucedió Al Bader al-Hazmi, un médico gastroenterólogo saudita, de treinta y un años, a la mañana siguiente del ataque a las torres gemelas. El doctor al-Hazmi llegó en San Antonio, Texas, para obtener un certificado de radiología y regresar después a Riyad, la capital de su país. A eso de las dos de la mañana del 12 de septiembre lo despertó una imprevista llamada de los agentes del FBI a la puerta de su casa. Mientras lo retenían en la sala, todas las habitaciones eran revisadas escrupulosamente, alarmando a la esposa y a los dos hijos. Uno de los agentes le preguntó con insistencia sobre sus vínculos con Mohamed Atta, el egipcio cuya participación en el atentado no era todavía pública. El doctor al-Hazmi jamás había oído hablar de él, y lo repitió infinitas veces. "¿Dónde está su hermano Salem Alhazmi?", le preguntaron. "¿Y Nawaf Alhazmi, su otro hermano?", aludiendo a dos de los pasajeros árabes que acompañaban a Mohamed Atta. "Alhazmi es el más común de los apellidos en Arabia Saudita -explicó-. Algo así como Smith o Jones en los Estados Unidos."

Le quitaron su pasaporte, le revocaron su visa y durante trece días lo mantuvieron encerrado en una celda, mientras investigaban cada detalle de su vida. Lo único que le importaba al doctor al-Hazmi era salir de allí con un nombre limpio, para poder terminar los estudios de radiología. En la vigilia de cada noche, reverberaba en su memoria la primera línea de El proceso , la novela de Franz Kafka que había leído una semana antes: "Alguien quizá lo había calumniado porque, sin haber hecho nada malo, Josef K. fue detenido una mañana". El doctor al-Hazmi tuvo la suerte de contar su historia en los diarios. Cientos de inocentes como él están todavía apresados en la telaraña de una paranoia que se ahonda a medida que pasan y pasan los días y los años. "Ya nunca más seremos como éramos", dice la última, memorable línea de Las alas de la paloma, una de las grandes novelas de Henry James. Tampoco el futuro volverá a ser, en los Estados Unidos, lo que un día fue.