lunes, 15 de agosto de 2011

Yo tengo mis dudas...

El próximo viernes iniciaremos clases en los Certificados en Mercadotecnia Digital y en Operaciones de Comercio Internacional que ofrecemos en Miami; tenemos inscritos a 26 jóvenes cuya edad oscila entre los 20 y los 25 años; he pasado horas y horas revisando la información que presentaré en mi curso “Estrategias de Mercadotecnia Digital y Programas de Lealtad”. No me sorprende que más de la mitad del contenido del semestre pasado está ya obsoleto y por lo tanto he tenido que hacer rápidas búsquedas en diversos sitios de la red, he bajado los más recientes artículos digitales sobre el área y finalmente he estado editando repetidas veces el programa de estudios.

Vaya que los tiempos han cambiado; en el pasado fui un devorador de libros hasta que descubrí el poder y caí rendido bajo el influjo de la tecnología, fascinado ante el prodigio de la gran revolución informática; desde entonces me he convertido en un gran apasionado de navegar mañana, tarde y noche por la red; con los años he aprendido a ser una persona “multitasking” como mis jóvenes alumnos; es decir, estar accesando varias tecnologías a la vez y a estar conectado 24/7. Esta confesión no me enorgullece, sino que me humilla, porque admito que esta adicción me ha hecho perder el hábito de leer concienzudamente, y poco a poco, he ido descontinuando mi habilidad analítica y reflexiva. En vez de investigar, me contento con hacer búsquedas rápidas en la red. En otras palabras, acceso la información y tengo muy poco interés por el conocimiento. Y es que mi concentración se disipa cada vez que empiezo a leer un libro; lo primero que pienso es que ese material de lectura impresa que tengo ante mis ojos está ya obsoleto; pierdo la concentración y rechazo ese empeño intelectual que antes me fascinaba. La lectura profunda que caracterizó aquellos años cuando defendí mi tesis doctoral, se han ido para siempre; ahora, leer libros completos implica un esfuerzo que me cuesta un trabajo insoportable.

Por un lado, reconozco la extraordinaria aportación de las tecnologías de información, el tiempo que ahorran, la facilidad con que una inmensa cantidad de seres humanos pueden compartir experiencias, los beneficios que todo esto acarrea a los procesos de comercialización y mercadeo y la agilidad de la investigación científica. Pero todo esto tiene un precio y, en última instancia, ha significado una transformación en nuestra vida cultural y en la manera de operar del cerebro humano, como lo fue en su momento el descubrimiento de la imprenta por Gutenberg en el siglo XV que generalizó la lectura de libros, hasta entonces confinada en una minoría insignificante de clérigos, intelectuales y aristócratas.

En mi época de estudiante universitario recuerdo haberme sorprendido al leer a Marshall MacLuhan, cuando, aseguró que los medios no son nunca meros vehículos de un contenido y que, a largo plazo, modifican nuestra manera de pensar y de actuar. MacLuhan se refería sobre todo a la televisión, pero su tesis alcanza una extraordinaria actualidad relacionada con el mundo del Internet. ¿Quién podría negar que ahora en segundos, haciendo un pequeño clic, recabamos una información que hace pocos años nos exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse, porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance una computadora, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse.

No es verdad que el Internet sea sólo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongación de nuestro propio cerebro, el que, también, de una manera discreta, se va adaptando poco a poco a ese nuevo sistema de informarse y de pensar, renunciando poco a poco a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él. No es una metáfora decir que la "inteligencia artificial" que está a nuestro servicio, soborna y seduce a nuestros órganos pensantes, los que se van volviendo dependientes de aquellas herramientas. ¿Para qué mantener fresca y activa la memoria si toda ella está almacenada en la red, definida como "la mejor y más grande biblioteca del mundo"? ¿Y para qué aguzar la atención si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas diligentes máquinas?

Lamentablemente reconozco que me he acostumbrado a picotear información en mi computadora, sin tener necesidad de hacer prolongados esfuerzos de concentración, y que he ido perdiendo el hábito y hasta la facultad de hacerlo, y he sido condicionado  para contentarme con hacer búsquedas en la red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que he quedado en cierta forma vacunado contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y he perdido el gozo por la lectura. ¿Para qué tomarme el trabajo de leer si en Google puedo encontrar síntesis sencillas, claras y amenas de los libros? La revolución de la información está lejos de haber concluido. Por el contrario, en este dominio cada día surgen nuevas posibilidades  y logros. ¿Debemos alegrarnos? Yo ya tengo mis dudas…

 

 

 

1 comentario:

  1. Su entrada me hace recordar esta reseña sobre un libro que deseo leer en cuanto termine los 3 próximos que están en mi 'línea de producción:

    http://www.nytimes.com/2010/06/06/books/review/Lehrer-t.html

    Dele un vistazo, vale la pena.

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