Cargué la pesada bolsa de bates de madera y la subí con fastidio a la camioneta. Los martes y jueves por la tarde tenía que ir con mi padre y su equipo de jugadores de beisbol al estadio municipal. Mi padre había jugado ese deporte profesionalmente, y aunque retirado de la Liga Mexicana, trabajaba como coach del mejor equipo local; dos veces a la semana entrenaban duramente, de tres y media a seis y media de la tarde. No creo que haya odiado más una actividad deportiva que el beis bol durante mi infancia. Mi madre se lo había pedido expresamente: “llévate a Luisito a las prácticas; el niño va a cumplir ya ocho años y necesita hacer ejercicio”. Mi padre aceptó la idea de buena gana, pero nadie me preguntó si yo estaba de acuerdo.
Al llegar al estadio, mi padre nos daba la misma instrucción: “Vamos, rápido, hay que correr durante media hora, muévanse”; después de correr, hacíamos ejercicio variado por otros treinta minutos: calentamiento, estiramientos, sentadillas, lagartijas, fondos y desplantes; después de una hora ininterrumpida, había un receso de cinco minutos y las siguientes dos horas, el equipo de jugadores se dividía por especialidades: algunos jugadores hacían práctica de bateo, otros corrían y practicaban cómo atrapar la pelota elevada, desarrollaban la habilidad para robarse las bases, y barrerse, otros mas, se ejercitaban para hacer “doble play” tocando a un jugador y lanzando la pelota a home; mi padre esperaba que yo estuviera listo para recoger las pelotas que se le pasaban al cátcher y llevárselas de regreso.
Esas tres horas que me parecían eternas; una vez que regresaba de la escuela: me gustaba disponer de mi tiempo libre de una forma distinta: gozaba leer libros que me sugería mi abuela y discutirlos más tarde con ella; me gustaba además escribir relatos en un cuadernillo. A los cinco años empecé a leer y este acontecimiento me pareció como algo prodigioso: de pronto los signos cobraban vida; la combinatoria de las letras que se convertían en palabras me parecía algo mágico; a los seis años aprendí a escribir y mis tardes libres eran un tesoro que no podía ni quería ceder por culpa de aquella imposición.
Afortunadamente, conté con la complicidad de mi padre; jamás lo hablamos, pero fue como un acuerdo tácito: después de la primer hora de ejercicio, mi padre me daba oportunidad de que me desapareciera durante las siguientes dos horas. A cambio, yo no le decía a mi madre que después de la práctica, mi padre y su grupo de jugadores llegaban a la Tienda de Tino a tomar cervezas y a espiar a las jóvenes sirvientas que llegaban a comprar pan dulce para la merienda y que por eso, llegábamos a casa a las ocho de la noche; mi madre creyó toda su vida que aquella práctica de beis bol duraba cuatro horas y media.
Aquellas tardes que empezaron como tortura, se convirtieron en una oportunidad que me marcaría de por vida; a unos escasos metros del estadio municipal, estaba la única biblioteca del pueblo; en ese lugar perdía el sentido del tiempo, ahí vencía las horas largas y esos ciento veinte minutos se tornaban instantes que yo quería fueran eternos; en aquellas tardes de los martes y jueves leí La hija del capitán de Aleksander Pushkin, Las Flores del mal de Charles Baudelaire, Maria de Jorge Isaacs, La Divina Comedia de Dante Alighieri y por supuesto El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes y Saavedra; de esa época data también mi afición por las crónicas de viajes de Marco Polo. Mi lectura de su libro de las maravillas impactó para siempre mi afán por viajar: las vívidas descripciones sobre la vida de palacio de una China lejana, desconocida y exótica, las imágenes de Siam, que ahora llamamos Thailandia, la misteriosa Cipango, que posteriormente se llamaría Japón, y las legendarias regiones de Java y Conchinchina, que actualmente forman Vietnam hicieron prometerme que un día, vería con mis propios ojos esos destinos.
Al salir de la biblioteca, me reunía con mi padre y su equipo de jugadores revitalizado, con los ojos brillantes por el delirio de viajar y conocer un mundo ancho e inmenso a través de la lectura de aquellos libros; hoy le agradezco a mi padre su apertura para dejarme libre esas tardes de martes y jueves, que definieron para siempre la ruta de lo que soy…
Divino tesoro la lectura padrino !
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