El agua empezó a hervir; fue entonces cuando le puse dos piloncillos que había conseguido un día antes en una tienda de productos latinos, allá por Atlantic Avenue. Al contacto con el fuego y el agua hirviendo, vi como aquellos trozos de azúcar se deshacían, pintando de color ocre el agua; de inmediato le agregué varios trozos de canela y algunos clavos de olor; previamente había pelado una caña entera allá afuera, en el patio; había cortado los cuadritos con la precisión de un cirujano auxiliado por un cuchillo afilado especialmente para este propósito. Quité con cuidado las hebras que salían de los cuadritos de la caña y los arrojé a aquella olla que ya empezaba a inundar la casa del olor de la Navidad; pelé y corté también en cuadritos muy pequeños tres manzanas rojas, agregué un poco de flores de Jamaica y lavé muy bien unas diez o doce guayabas y unas cuantas ciruelas pasas; al final, tapé la olla para esperar que las frutas se cocieran a fuego lento.
Era viernes y como todos los fines de semana, los hijos, nueras y nietas estaban por llegar a casa a cenar. La cena familiar de los viernes es un ritual que llueva o truene no se suspende; es tal vez nuestra lucha frente la cultura norteamericana que valora el individualismo y la fragmentación de la familia, aunque debo reconocer que sus embates nos han impactado en más de una ocasión y que varios aspectos de ésta se meten hasta por las hendiduras de la puerta de nuestra casa. Aun así, velamos por conservar nuestras tradiciones y ésta es una lucha diaria que no merece tregua. Al principio, cuando acordamos reunirnos a cenar todos juntos cada viernes, a las nueras extranjeras (una americana y la otra europea) les costó mucho trabajo entender por qué, cada viernes en nuestra casa parecía que celebrábamos Thanksgiving; con el tiempo, sus reclamos han disminuido, ante la voluntad que hemos mencionado una y otra vez frente a propios y extraños: en esta casa, conservaremos nuestras raíces y mantendremos la familia unida hasta el último día.
La cena de este viernes fue sencilla: enchiladas verdes de pollo, con crema y queso gratinado; frijoles refritos y totopos al lado; la bebida era ponche navideño, con un traguito de ron para aquellos que quisieran relajar el espíritu. Al terminar de cenar, después de la sobremesa y al calor del ponche y ron, quise amenizar la velada cantando una canción especialmente para las nietas:
Con mi burrito sabanero, voy camino de Belén.
Con mi burrito sabanero, voy camino de Belén.
Si me ven, si me ven, voy camino de Belén.
Si me ven, si me ven, voy camino de Belén.
Tuquí, tuquí, tuquí, tuquí,
Tuquí, tuquí, tuquí, ta…
Apúrate mi burrito
Que ya vamos a llegar
Dicen que la felicidad se da en gotas que vienen en un envase pequeño; si esto fuera cierto, esa noche disfruté de un gotero completo, viendo a las dos nietas bailar, aplaudir y parlotear las notas del Burrito Sabanero, villancico del venezolano Hugo Blanco. Estoy convencido que la tenacidad para conservar valores y tradiciones nos ayuda a construir y hacer de nuestra casa un sitio seguro que refleje y nos haga renovar la ilusión de estar vivos, que nos brinde el calor y afecto para expresar con dignidad quiénes somos y que explique a nuestras siguientes generaciones, de dónde venimos…por eso, en estos días de fiestas, revive las ilusiones y vive las tradiciones…
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