La vi sentada en la mesa y me fijé que me vio entrar: era una cuarentona vivaz, de cabello oscuro azabache, como crin de caballo, de ojos amarillos y encarnizados que denotaban que hacía mucho tiempo habían perdido la compasión por los hombres. La había citado por teléfono hacía dos semanas, habíamos quedamos de vernos en el Sanborns de los azulejos en la ciudad de Mexico, aquel día ultimo de Septiembre de aquel Otoño incierto de 1986; esa tarde se había desatado una lluvia inmisericorde. El chofer me había dejado muy cerca de la puerta principal mientras él buscaba un espacio para estacionar el auto y esperarme, pero aun así me empapé. Yo tenía que volver a Querétaro esa noche, después de mi encuentro con Laura. “Perdóname esta facha de murciélago remojado” le dije al saludarla con un beso en su mejilla, refiriéndome a mi traje negro y agregué “allá afuera llueve como si no fuera a escampar nunca”. “Ay no te preocupes Luis, entiendo perfectamente; yo llegué hace diez minutos fíjate, y más mojada que tú” respondió la mujer, con un tono que dejaba entrever la música inconfundible del acento “chilango”. Deslumbrado aun por la claridad de la calle no hice mayor comentario y me senté a su lado.
Una mesera baja, morena, regordeta y sonriente nos trajo el menú; caminaba con dificultad, embutida en aquella larga falda almidonada de tablones, con franjas horizontales de colores blanco, verde, rojo, lila y café; llevaba una blusa blanca que dejaba adivinar sus amplios y generosos cántaros de barro; sus brazos que parecían hechos de piloncillo oscuro se asomaban debajo de un trozo de tela romboide, color verde bandera de lino crudo, que semejaba un huipil oaxaqueño en versión contemporánea, llevaba el pelo recogido en una cebolla y cubierta con una cofia nayarita del mismo color. Miré mi reloj: eran las seis de la tarde con treinta y cinco minutos. “Es muy temprano para cenar, Luis; yo comí hace una hora y media” me dijo Laura, mientras tocaba con su mano izquierda aquel jarroncito de vidrio retorcido, color azul marino con dos claveles, uno rojo y otro blanco, colocado en el centro de la mesa. “Entonces pediremos solo café y pan dulce, para merendar.” Laura ni asintió ni negó; en sus ojos amarillos vi una mezcla de interrogación y curiosidad; no sabía el motivo de nuestra reunión, pero por la relación profesional que yo llevaba con la casa editora y especialmente por mi amistad con el director, Sealtiel Alatriste, del cual Laura era su asistente, había aceptado aquella cita, sin preguntar el motivo.
La mesera frondosa y diligente llegó casi de inmediato con una charola en la que traía los cafés y un canasto copeteado de pan; colocó con esmero dos tazas y dos platitos de talavera azul con grabados chinos.“Sabes por qué te cité, Laura?” le pregunté después de una pausa incomoda, mientras esperábamos que la mesera se alejara para poder hablar; “Ni idea” respondió la mujer, acostumbrada a lidiar toros. “Estoy organizando un recital poético-le dije, mirándole a los ojos amarillos, como de gata en celo- con un grupo de alumnos y profesores del Tec de Monterrey, Campus Querétaro; es un espectáculo en el que voy a incluir música en vivo, lectura de poesía, proyecciones de video y fotografía fija, y algunos otros efectos visuales; con mucho esfuerzo he conseguido que nos presten un espacio histórico importante, el Patio Barroco del Museo de Arte de Querétaro, para presentar este recital y quisiera invitar al autor de los poemas, el día del estreno; sé perfectamente que él es una persona difícil de tratar, pero quiero intentarlo; podrías darme su teléfono y yo le llamaré para hacerle la invitación; en caso de que me diga que no, pediré a Sealtiel que intervenga, después de todo, es un autor que publica con ustedes, ahí en la casa editora; pero confío en que yo solo podré lograr que acepte venir a Querétaro”. “De quién hablas, Luis?” me preguntó Laura. “Hablo de Octavio Paz; podrías darme su teléfono”? Se hizo un silencio y vi en sus ojos ámbar pasar por un momento de duda; después de unos segundos me dijo: “Te lo daré con una condición: jamás le digas a nadie que yo te lo di, ni siquiera a Sealtiel quien me tiene prohibido hacer esto, pero sé lo necio que eres; si ya se te metió la idea de invitar a Octavio Paz al recital, no descansarás hasta obtener su número, así que te ahorraré el trabajo de seguir buscando: aquí lo tienes”; en seguida, vi sus uñas pintadas de rojo oscuro, y entre sus dedos índice y pulgar asió con firmeza un bolígrafo que sacó de su fina cartera de piel de charol negra y en una tarjeta de ella, al reverso, anotó el teléfono de la casa del gran poeta mexicano.
“Te lo agradezco infinitamente” le dije con una amplia sonrisa; Laura no era una gran conversadora, así que durante el resto de la merienda me dediqué a observar a la gente de nuestro alrededor y a disfrutar de mi café con pan; Laura se resistió a probar una de las esponjosas conchas de chocolate; tampoco quiso la campechana crujiente, ni mostró interés por los bísquets que había traído la mesera; al terminar su café negro, Laura se despidió rápidamente; tenía que regresar a la oficina, Sealtiel se iba a España al día siguiente y tenía que reconfirmar sus reservas y revisar la agenda de reuniones; íntimamente, ansiaba que Laura se fuera; yo quería levantarme de la mesa y hacer aquella llamada; una vez que vi a Laura desaparecer en la puerta de salida, tomé la tarjeta y me dirigí a la caseta telefónica ubicada cerca de los baños del restaurant, y agarré con firmeza el auricular; escuché el tono de marcar y deposité una moneda no sin antes asegurarme de que estuviera marcando los números correctos; oí el inconfundible sonido de la llamada telefónica y alguien respondió: “Bueno”, era una voz masculina. “Buenas noches, -dije- soy Luis Alvarado del Tec de Monterrey y quisiera hablar con el Maestro Octavio Paz” respondí decidido. “Soy yo” respondió el poeta…
CONTINUARA.