Harry clavó sus intensos ojos azules, y los entrecerró para poder distinguir aquel rostro, pero aun así le fue difícil reconocerla; hacia sesenta y cinco años, cuatro meses y doce días que no la veía. Shirley fue una adolescente bella, de piel blanca y trémula, dueña de unos brillantes ojos que reflejaban el color azul turquesa del Atlántico a mediodía, su pelo rizado e intensamente rubio le caía alocadamente sobre sus hombros; su boca era roja, pequeña y carnosa; al sonreír, se le saltaban sus pómulos redondos, ligeramente enrojecidos y unos coquetos hoyuelos se le formaban en sus mejillas, dandole un aire de niña traviesa. Esbelta y diminuta, Shirley había aceptado ruborizada la propuesta de Harry ser novios a finales de Verano de 1943, iniciando sus estudios secundarios y aquella relación duró exactamente cuatro años, tres meses y seis días. Ingresar a diferentes universidades fue una prueba que la pareja no pudo superar; muy temprano, el cinco de Agosto de 1947 Shirley le envió una carta en donde le informaba al novio que daba por concluida la relación. Al abrir y leer la misiva cruel, Harry sintió que un filoso puñal se le había atravesado en el pecho.
El viento que borra las huellas de la hojarasca de Otoño sopló con fuerza; varias ventiscas y cuatro tormentas de nieve cubrieron los aleros y tejados de aquella región pegada a la Costa Este y los granos pardos del reloj de arena cayeron uno a uno. Al terminar la carrera de enfermera, Shirley se caso con Todd, un eminente ingeniero civil y la joven pareja fijó su residencia en una isla cercana a Rhode Island; Harry, por su parte, concluyó la carrera de Física e hizo lo mismo con Alice, a quien conoció el primer dia de clases en el curso de Algebra; ellos se establecieron al Este del condado de Palm Beach en la Florida. A pesar de haber elegido diferentes destinos, durante sesenta y cuatro años ininterrumpidamente, Shirley y Harry intercambiaron tarjetas de Navidad, y a través de lacónicos mensajes que solo ellos entendían, evidenciaban que la llama del fuego de aquel verano de 1943, seguía encendida. Alice murió de cáncer en la matriz a principios de 2002 y Todd falleció de cáncer en la próstata a inicios del invierno del mismo año. Las tarjetas de Navidad de ambos, comunicaron la infausta nueva y ambos se dieron cuenta de la realidad: habían enviudado.
Yo conocí a Shirley personalmente a principios de 2004; era una anciana de pelo blanco, enjuta pero ágil y delgada, que caminaba con una energía inusitada, protegiendo su delicada piel con anchos sombreros de paja. Las huellas del tiempo se habían alojado en sus ojos y en las comisuras de su boca, sin embargo aquellos hoyuelos de las mejillas le habían conservado la travesura de su rostro; Shirley dejó la isla que Todd le había heredado, para residir en Palm Beach, al lado de su flamante esposo Harry, al que trasladaba de un sitio a otro, empujando con vehemencia su silla de ruedas. Harry me dijo un dia, que en aquella única cita que tuvieron Shirley y él, aquel domingo de resurrección en 2003 fue suficiente ocasión, para que, antes de despedirse, le pidiera matrimonio a su amada. Se casaron bajo el régimen de bienes separados; Shirley disfrutaba una cuantiosa fortuna heredada de su primer marido y la utilizaba para apoyar la obra de desarrollo social que a mí me habían encomendado, durante mi trabajo en una Fundación para proteger a los niños de la calle, durante los años de 2003 a 2007. De ahí mi trato continuo con Shirley, quien me cautivó desde un principio por su conversación locuaz, su amabilidad y por su gran corazón. Sus generosos donativos llegaban a mi escritorio, sin falta, mes a mes.
Una tarde de Abril, en que Shirley y yo disfrutamos de un aromatico café colombiano, me confesó no era fácil acostumbrarse a su nueva vida al lado de Harry. La vejez le había sentado mal a su esposo; se había convertido en un hombre amargo y necio. Sin embargo, ella había decidido que seguiría a su lado, “para evitar tener que enviarle una tarjeta de Navidad cada diciembre. Después de todo, Harry no durará mucho-me dijo; pienso que viviremos unos seis años más”, dijo Shirley y así fue; dos años, ocho meses y diez dias más tarde, Harry fue diagnosticado con cáncer en el hígado y murió tres años, cuatro meses y catorce días después. El día de su fallecimiento, Shirley no se inmutó ni soltó lagrima alguna. Con gran naturalidad y despego, depositó su cuerpo en una casa funeraria y sus restos fueron enviados en una carroza hasta Boston en donde, de acuerdo a su última voluntad, seria sepultado solo, dado que no tuvo hijos, ni habia familiar sobreviviente; Shirley pagó a los empleados de la casa funeraria para que lo sepultaran sin testigos, como él lo deseaba. Hombre previsor, había comprado una propiedad al lado de una frondosa acacia, en el lujoso Cementerio Oak Creek, de aquella ciudad. Shirley se quedó en Florida; justo ese día en que Harry fue sepultado, ella cumplía ochenta y cinco años. Enfundada en un brillante vestido azul turquesa, sombrero y guantes del mismo color, salió a cenar esa noche al GrandLuxe Café, con un grupo de amigas octogenarias, como ella, para celebrar su cumpleaños.
Hace unos meses decidí llamar a Shirley para saludarla y preguntarle por su salud. “Luis, que bueno que me llamas” dijo con alborozo al descolgar el teléfono: “estoy saliendo en este momento para internarme en una clínica de enfermos terminales acá en Hartford, Connecticut; a principios de año me diagnosticaron cáncer en el colon y decidi venir a pasar mis últimos meses con mi hija y mis nietos; sé muy bien que moriré en unos días; gracias por tu llamada; me da gusto hablar contigo porque realmente disfruté siempre de nuestras conversaciones”. Yo me quedé mudo ante su naturalidad con que manifestaba la seriedad de su condición de salud y antes de balbucear una respuesta de consuelo, añadió: “gracias por llamarme; de hecho, esta será la última vez que hablamos; en fin, de cualquier forma, nos veremos más temprano que tarde, en la siguiente vida”. Colgué el teléfono y pensé en las sabias palabras de Shirley…sí, así es, todos cumplimos con esa cita, más temprano que tarde…