jueves, 19 de julio de 2012

El globo rojo...

Se sirvió una cucharada grande de salsa roja sobre el burrito relleno de carne asada y empezó a comer con ganas; después de cada mordida repetía el ritual de la cucharada de salsa. “está picosa la salsa?” me animé a preguntarle; “no, esta deliciosa” me dijo y su hilera de dientes blancos y macizos como granos de maíz brotaron de entre sus labios gruesos. Después de comer, me pidió un vaso de agua; ninguno de los dos tenía prisa, así que empezamos a platicar y sin pensarlo, nuestra conversación se extendió hasta llegar a su niñez; repentinamente sus ojos rasgados se llenaron de agua : “mi historia es muy triste” me dijo Henry Coronado; naci en una aldea a unos quince kilómetros de Quetzaltenango, y mis padres eran de origen maya. Mi padre tenía una lesión en la pierna izquierda que le impedía caminar normalmente; cultivaba con muchas dificultades rábanos en la sierra, pero por la sequia y por el terreno erosionado, pocas veces se lograban; mi mamá criaba conejos del monte, pero nunca nos los comíamos; eran para vender. Ella caminaba diez kilómetros hasta llegar al mercado de Quetzaltenango y se sentaba en el suelo a vender conejos. Si lograba venderlos todos, su ganancia era un dólar. Mi mama me daba de comer, una tortilla de maíz con chile al día, o a veces un poco de arroz. Empecé a tomar café a la edad de dos años; nunca probé la leche. Un día, cuando yo tenía cuatro años de edad me fui con mi mamá al mercado, a vender conejos. Recuerdo vagamente que al llegar, había un vendedor de globos y yo le pedí a mi mamá que me comprara uno, ella me dijo que me acercara al puesto de globos y que le señalara con mi dedo qué globo quería; yo me acerqué y escogí un globo grande, rojo y brillante, pero al voltear para decirle a mi mamá qué globo me había gustado, ella ya no estaba. Corrí a buscarla pero no la encontré, di varias vueltas al mercado hasta que entendí que me había abandonado y empecé a llorar a gritos. Un hombre me encontró sentado llorando en una esquina de la plaza y me llevó a un centro para niños huérfanos y ahí empecé a comer mejor; el médico que me revisó al llegar dijo que estaba muy desnutrido y que si no empezaba a comer mejor, me iba a morir.

 

Recogí a Ugo Mirand en el aeropuerto hace una semana. Ugo forma parte de un grupo de adolescentes franceses que vienen a participar en una clínica de golf durante tres semanas en Palm Beach, Florida. Desde hace ocho años, decidí alojar en mi casa durante dos o tres semanas del verano a un estudiante internacional. La experiencia es excelente. Los jóvenes franceses vienen ávidos de aprender el idioma y normalmente son bastante dóciles y educados. Este programa  incluye clases de Ingles y una clínica de golf con un profesional; tiene un costo de cuatro mil euros, además del boleto de avión, el seguro medico y los gastos personales. El rango de edad de los participantes va de los 14 a los 17 años; Ugo es el mayor del grupo: acaba de cumplir los diecisiete años. Me había enviado un correo electrónico y una foto hace dos semanas. Esa tarde, al salir de aduana, lo identifique fácilmente: vestía una camiseta Burberrys of London color rojo, unos lentes de sol Prada y un cargo short beige, de A&F. Traía una maleta deportiva de piel y una bolsa enorme con palos de golf. Al salir del aeropuerto, nos subimos a mi auto y en el trayecto a Boca Raton, Ugo me dijo que había estado de viaje en Europa este verano; había recorrido diez países en tres semanas y que era la primera vez que visitaba los Estados Unidos. “A que se dedica tu padre?” le pregunté. “mi papa tiene un hotel y un pub en La Clusaz, el pueblo en donde vivo;  mi mama es dueña de una cadena de tiendas de ropa para jóvenes en varias ciudades ubicadas en la frontera entre Francia y Suiza. La Clusaz es un exclusivo resort invernal, ubicado en los Alpes, pegado a Suiza. Es un pueblo antiguo y con gran tradición para practicar los deportes de invierno.  Hay hostales, spas, restaurantes y toda la actividad gira alrededor de los deportistas y turistas que nos visitan durante todo el año”, dijo Ugo.

 

A los dos días de haber ingresado Henry Coronado al centro de niños huérfanos en Guatemala, llegó una pareja de franceses: Etienne y Genovieve Mirand. Habían recorrido Brasil, China, Rusia y Ucrania buscando adoptar un niño. Jóvenes y exitosos empresarios, no habían podido tener hijos y habían decidido ir a Guatemala principalmente por su interés en la cultura maya.  La directora del orfanatorio les mostró a Henry Coronado. Sus ojos oblicuos, su nariz prominente y sus toscos labios que acusaban un pasado indígena, conmovió a la pareja.  Sin pensarlo dos veces lo adoptaron legalmente. A su llegada a Francia, cambiaron el nombre de Henry Coronado por Ugo Mirand. Iniciaron un tratamiento eficaz con un nutriólogo, le pusieron un tutor para que le enseñara francés y se han dedicado desde entonces a fortalecerlo emocional y académicamente. Ugo asiste a la escuela privada más exclusiva de La Clusaz y practica tenis, golf, esquí y natación. Actualmente estudia Inglés y Español y planea ir a la universidad en Paris. A su regreso se reunirá con sus padres en Paris, para elegir un apartamento. Ugo me dijo que muy probablemente le compraran una Land Rover roja, antes del otoño. Esta semana invité a Ugo a cenar en un  restaurant. Sabiendo su predilección por la comida mexicana, fuimos a Chipotle en donde comió un burrito y pidió la salsa más picosa. Sonriendo me dijo que hacía 13 años que no probaba la salsa y que su sabor era inolvidable. Al terminar, le invite un café en Starbucks. Al probarlo, Ugo cerró sus ojos y exclamó. “este café, me sabe a Guatemala” y no dijo más; un nudo se atoró en su garganta y una nube de agua se estacionó en sus ojos…

 

 

 

 

 

 

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