lunes, 25 de junio de 2012

La ventana rota.

Pedí un ascenso en el mostrador de Alitalia, sabiendo que las posibilidades de obtenerlo eran mínimas y para mi sorpresa, me lo dieron; esa tarde había llegado al aeropuerto de Atlanta procedente de Monterey; conectaba hacia Milán, aunque mi destino final era Cairo. Disponía de una hora y media para comer. Después de documentar mi maleta y pasar por la banda de seguridad, caminé por los pasillos del aeropuerto hasta que el olor de un pequeño local de comida italiana me detuvo; me instalé en una mesita afuera del lugar; mientras comía un trozo de pizza y bebía despacio una cerveza helada, me dediqué a observar a los pasajeros; después de un rato, pagué la cuenta y me encaminé a la sala de espera. A las 4 pm anunciaron que empezaríamos a abordar y fui de los primeros en formarme en la fila. Al ingresar al avión busqué el asiento 2A. Me senté en una amplia butaca de piel color beige pegada a la ventanilla. Una azafata muy joven, esbelta y morena, que vestía una falda azul marino, blusa blanca y una acinturada chaqueta color verde mar, me pregunto si deseaba tomar alguna bebida. Llevaba su cabello recogido con energía en una restirada cola de caballo y un collar de oro macizo acentuaba su delgado cuello; le pedí una copa de vino tinto.

 

Durante mis viajes, especialmente en los vuelos largos, he enfrentado el eterno dilema de ¿quién será mi compañero de asiento? Destacaba entre los pasajeros que ingresaban al avión formados en fila, era un hombre de edad madura, sus ojos intensamente azules brillaban como pulsación de mar a mediodía, su nariz era prominente y aguileña, su cabello nevado apenas se distinguía de su piel blanquísima, casi transparente; a pesar de su edad, su complexión era atlética, vestía con una almidonada camisa blanca de manga larga y un pantalón Dockers color beige claro; tenía un aspecto determinante y enérgico. Al aproximarse, observé su reloj, era un Rolex de oro amarillo y un anillo de graduación del mismo tono. Tenía el asiento 2B  y mientras colocaba su maletín arriba, en el compartimento de equipaje, aspiré sin proponérmelo, el aroma del suavizante Bounce de su ropa recién lavada; el hombre se sentó y  extendió su mano amistosamente: “me llamo William”.

 

“Bill Bratton” le respondí y agregué: “Mucho gusto, yo me llamo Luis”. “Luis, ¿cómo sabes mi nombre completo y cómo sabes que me dicen Bill?” me preguntó con ojos de asombro. “Ah es que soy mitad brujo y mitad adivino”  respondí entre risas; “No, la verdad es que te vi llegar esta mañana a la sala de abordar de American Airlines en el aeropuerto de Monterrey; volamos en el mismo avión a Atlanta; durante el vuelo leí el periódico y vi tu foto; me enteré que participaste como expositor en el Foro Internacional de Liderazgo organizado en Cintermex”. “Ah, sí” respondió.” Estuve un par de días en Monterrey y ahora vuelo a Milán a dar una plática en un congreso sobre liderazgo y Política”. “Te quedaras también en Milán? me preguntó Bill. “No, yo voy a Cairo a dar una charla sobre educación y uso de tecnología en un Congreso que organiza el Ministerio de Educación de Egipto, para países de África” respondí y aquello fue el inicio de una conversación fascinante que duro más de cuatro horas.

 

Bill Bratton es uno de los líderes en seguridad pública más importantes del mundo; trabajó como Director General del Departamento de Policía de Nueva York, designado por el Alcalde Rudolf Giuliani. Sus logros le valieron el reconocimiento internacional al poner en práctica la política de Cero Tolerancia y reducir al mínimo la delincuencia y la violencia en la Gran Manzana.  Bratton fue pionero en el uso de tecnología computacional para rastrear delincuentes, llamado CompStat, que sería adoptada inmediatamente por todo el sistema de seguridad norteamericano; impulsó el concepto de diversidad étnica en su fuerza policíaca, mantuvo una estrecha relación con los ciudadanos respetuosos de la ley, erradicó la corrupción en la policía, y diseñó fuertes medidas y cero tolerancia contra las pandillas. El resultado de todos estos factores fue la revitalización de la policía y la reducción casi al mínimo de la inseguridad en  la ciudad de Nueva York.

 

La contribución más importante de Bratton fue la aplicación de los principios de la Teoría de la Ventana Rota, basada en la investigación de Philip Zimbardo, que hizo un experimento: romper una ventana en el barrio de Bronx y dejar desatendido este hecho. El resultado fue que en poco tiempo, el lugar fue destruido totalmente. Una ventana rota es una señal de que el orden importa poco. Una ofensa, aunque sea menor, no debe ser tolerada. Si la autoridad permite que pandilleros y narcotraficantes de apoderen del control de la comunidad, éstos desarrollan una atmósfera intimidante para el ciudadano y muy pronto sobreviene la anarquía. Si la autoridad en vez de actuar espera a que ocurran delitos más graves, el ciclo de la violencia se acentuará y poco después, se perpetuará. Dormí escasas cuatro horas antes de aterrizar en Milán; la conversación con Bretton me mantuvo con los ojos abiertos. Hoy recuerdo esta conversación con nostalgia por la situación que se vive en México, que lamentablemente declaró la guerra al narcotráfico cuando era ya un cáncer que había devorado las entrañas del país, sin tener una policía debidamente entrenada, sin las armas adecuadas y careciendo de la estrategia correcta para hacerle frente. Desafortunadamente, a México le rompieron mucho más que una ventana hace mucho tiempo…  

 

 

 

 

 

lunes, 18 de junio de 2012

El cartero de Neruda y la impaciencia...

La brisa fría de aquel día de Abril de 1995 en Cincinnati me golpeó la cara. Eran poco mas de las 3 de la tarde y caminaba con dificultad entre la nieve, tratando de mantener el equilibrio para no resbalarme; una tardía nevada la noche anterior había pintado de blanco los tejados de las casas y una capa de hielo continuaba adherida en las calles y aceras; yo acababa de defender mi tesis doctoral ese mediodía; la presión de cuatro y medio años de estudio se los había llevado de pronto aquel viento helado. Mi tesis de 350 páginas que me había quitado el sueño durante muchos meses, era ya historia; una sensación mixta me apretaba el pecho: era una mezcla de felicidad y desconcierto. Sentía ganas de gritarle al mundo que jamás regresaría a la escuela, que había llegado el momento de cobrarle caro a la vida lo que la vida me debía. Me había estacionado esa mañana en la Avenida Clifton. Al llegar a mi auto, decidí permanecer un tiempo más en la universidad y saqué varias monedas de mi bolsillo; una a una, las deposité  en el parquímetro hasta completar dos horas y media. Estaba decidido a disfrutar la dicha de perder el tiempo.  Mi espíritu libre y aventurero necesitaba una actividad fuera de la rutina, para darle el ritmo y sentido a mi alma; continué caminando hasta llegar a la esquina, esperé a que el semáforo se pusiera en rojo y crucé  la calle; en la acera de enfrente, había una pequeña sala de cine.

 

Pocas películas me han conmovido tanto como “Il Postino” película basada en la novela Ardiente Paciencia del escritor chileno Antonio Skarmeta. Esa tarde me dejé llevar por la ingenuidad del personaje Mario Ruoppolo, el cartero que rompiendo la tradición familiar, renuncia a ser pescador al igual que su padre y su abuelo y consigue un empleo: llevar diariamente en su bicicleta, la correspondencia a la casa del Poeta Pablo Neruda. Aunque habia muy poco en comun entre aquel joven casi iletrado y el Poeta, surge una amistad entre ambos y mediante los versos y metáforas que el poeta chileno le comparte al cartero, éste consigue conquistar el amor de la bella Beatricce Ruso, a pesar de la fuerte oposición de la tía, dueña del restaurant en donde la joven trabaja como mesera. La película, realizada con un bajo presupuesto y contando con un modesto reparto con actores desconocidos despierta la atención mundial dada la candidez narrativa de la historia. Poco después de mi graduación doctoral, regresé a Monterrey y algunos meses después, tuve el privilegio de conversar personalmente con el escritor Antonio Skármeta.

 

La cita fue en el café del Museo Marco y hasta ahí llegó el novelista, de complexión robusta, con lentes, calvo, con un grueso bigote canoso y una amplia sonrisa, me saludó con mano firme; vestía con un saco azul marino y botones dorados, una camisa blanca con finas rayas azules, pantalón gris Oxford y zapatos color vino.  Un serio mesero con gesto adusto y guantes blanquísimos se aproximó a nuestra mesa y nos sirvió solícito un aromático café recién hecho y colocó en medio de la mesa un plato pequeño con galletas. “Jamás había visto este tipo de pastas secas; ¿son típicas de Monterrey? Me preguntó el escritor. “Efectivamente” le respondí; se llaman “hojarascas”. Su sonrisa amigable me animó a hacer la primera pregunta: ¿Por qué decide Antonio Skármeta ser escritor?  “porque creo que vale la pena dejar un testimonio de mi percepción de la vida, del mundo y de las cosas que para mí son cercanas: mis amigos, mis amores, mi fantasía verbal, mis ansias de comunicarme. Muy tempranamente descubrí que las palabras tienen un elemento seductor y este es el elemento esencial de mi novela titulada Ardiente paciencia que más tarde se convertiría en la película Il Postino que ese tradujo como El cartero de Neruda”.

 

Concebido originalmente como guion para la radio alemana, Ardiente Paciencia fue escrita en el exilio. Después de la caída de Salvador Allende el escritor sale a Argentina y posteriormente se instala en Alemania; fue en ese país en donde escribe su guion radiofónico y posteriormente, decide convertirlo en guion cinematográfico y se traslada a Portugal, para filmar la primera versión de la película, sin alcanzar el éxito;  en 1994 el director Michael Radford lo intenta por segunda vez;  la película Il Postino, se hizo acreedora, para sorpresa del propio autor, a 25 premios en diferentes festivales, incluyendo un Oscar; los años posteriores al éxito de la película fueron especialmente difíciles para Skarmeta quien ante el crecimiento de las expectativas de la crítica y de los lectores, prefirió guardar silencio. Pasarían varios años para que éste publicara su siguiente novela; tal vez por ello, me animé a hacerle una pregunta provocadora: ¿Cuál fue su intención creativa al escribir Ardiente paciencia? “La intención básica fue vincular poeta y pueblo en una especie de paraíso perdido que yo sentía que Chile era, desde la perspectiva del exilio; específicamente, en Ardiente Paciencia tuve la intención creativa de forjar un personaje en donde el corazón de héroe latiera al ritmo del corazón colectivo” añadió Skarmeta.

 

“Que ironía“ respondí,  y el escritor al escucharme, abrió los ojos desconcertado; me pareció pertinente proseguir y explicar: “Su respuesta me parece irónicamente triste al saber que precisamente el corazón de Massimo Troisi, el actor que encarna al protagonista de la película, dejó de latir doce horas después de haber concluido la filmación de la película. Se sabe que Massimo tenía programada una cirugía a corazón abierto y decidió posponer la operación, para no suspender las actividades del rodaje; lamentablemente Massimo murió de un infarto fulminante en la casa de su hermana.  “Es verdad, doctor” respondió Skarmeta; “fue la muerte y su ardiente im-paciencia…” dijo parafraseando el titulo de su famosa novela. Al escucharlo, asentí y dí el último trago a mi taza de café cuyo sabor me supo inexplicablemente amargo. El tiempo de conversación había transcurrido rápidamente; después de una breve pausa entendí que era el momento de decir adiós. Salí del Museo Marco a buscar mi auto, me había estacionado en la calle Zuazua; al doblar la esquina, la brisa ardiente de aquel día de Abril de 1996 en Monterrey, me golpeó la cara…

 

 

 

 

 

sábado, 9 de junio de 2012

Calidad de exportacion...

“Donde te estacionaste, Kike?” le pregunté a mi alumno que había llegado de Monterrey para estudiar su certificado en Mercadotecnia Digital en Miami.  Tenía unas cuantas horas de haber llegado a la ciudad. Enrique y yo habíamos decidido ese día, reunirnos para almorzar en South Beach. “Lo dejé en un estacionamiento, Doc” me respondió con una amplia sonrisa. “Ah muy bien; ten en cuenta el tiempo, porque normalmente en Miami Beach es muy caro estacionarse” le dije buscando alertarlo. “Yo no pagué nada; lo dejé en un lugar que decía Public Parking ”. No pude menos que sonreír ante la ingenuidad. “Mira Enrique, regresa y paga, y que te quede claro, aquí en Miami, nada es gratis” le respondí.

 

Cada semestre recibimos un grupo de alumnos que llegan a estudiar  diplomados en áreas de negocios durante seis meses y a aplicar sus conocimientos a través de una práctica profesional en diversas empresas de Miami.  Normalmente empezamos con una sesión de orientación en donde hablamos sobre la vida diaria en Miami, las características y exigencias del programa académico, así como las responsabilidades que implican trabajar de tiempo completo en una organización en los Estados Unidos. Al llegar, veo siempre los ojos de mis alumnos; siento su emoción de iniciar una aventura, palpo la serie de ilusiones que cargan en su maleta; intuyo también la mezcla de dolor de haber dejado a sus familias, a su grupo de amigos, su vida cómoda y placentera, pero a la vez, soy consciente del sentimiento de aventura que experimentan al empezar una vida nueva en un país extranjero,  lejos de casa.

 

El primer día de clases imagino que llevo conmigo dos manzanas: en mi mano derecha, una manzana fresca, recién cortada; en mi mano izquierda, una manzana artificial de plástico rojo. ¿Cuántos de mis alumnos se verán representados en aquella manzana real?  ¿Cuántos de ellos a través de la experiencia se tornaran en una manzana roja, fragante, dulce, nutritiva y jugosa? ¿Será que algunos, al igual que la manzana de plástico se quedaran así, sin lograr cambio alguno? en la mayoría de los casos, esta experiencia transforma sus vidas. A través de las semanas y los días, los alumnos enfrentan distintos dilemas: a administrar su tiempo y recursos; a cocinar, a lavar  ropa, a interactuar con compañeros de casa con personalidades tan distintas, a realizar tareas, a desvelarse, a combinar el trabajo con el estudio,  a soportar la presión y la competencia, a realizar trabajos en grupo, a redactar ensayos y a responder exámenes en un idioma extranjero, a enfrentar en pocas palabras una dimensión tremendamente real: la vida profesional.

 

He visto a mis alumnos abatidos, preocupados, cansados, frustrados; he visto a otros desarrollar una disciplina que antes no tenían; he sido testigo también que algunos se pierden a lo largo del camino. Sin embargo, la gran mayoría, disfruta tremendamente de un sentimiento maravilloso al final de esta jornada: obtener el anhelado diploma que acredita una certificación profesional lograda en el extranjero.

 

El jueves pasado celebramos la ceremonia de entrega de Diplomas para la generación Enero-Junio de 2012; los estudiantes llegaron al evento luciendo una amplia sonrisa; vi en sus ojos la satisfacción de haber concluido exitosamente una etapa importante en su formación profesional. Los acompañaban sus profesores y un nutrido grupo de representantes de las empresas que abrieron sus puertas para ofrecerles una práctica profesional. Al verlos llegar, recordé aquella noche que les conocí  en la sesión de orientación. Veinticinco de veintiocho alumnos que llegaron en enero, se convirtieron en manzanas fragantes, maduras y rojas. Cerré mis ojos y respire tranquilo; efectivamente,  todos ellos son un producto con calidad de exportación…