Pedí un ascenso en el mostrador de Alitalia, sabiendo que las posibilidades de obtenerlo eran mínimas y para mi sorpresa, me lo dieron; esa tarde había llegado al aeropuerto de Atlanta procedente de Monterey; conectaba hacia Milán, aunque mi destino final era Cairo. Disponía de una hora y media para comer. Después de documentar mi maleta y pasar por la banda de seguridad, caminé por los pasillos del aeropuerto hasta que el olor de un pequeño local de comida italiana me detuvo; me instalé en una mesita afuera del lugar; mientras comía un trozo de pizza y bebía despacio una cerveza helada, me dediqué a observar a los pasajeros; después de un rato, pagué la cuenta y me encaminé a la sala de espera. A las 4 pm anunciaron que empezaríamos a abordar y fui de los primeros en formarme en la fila. Al ingresar al avión busqué el asiento 2A. Me senté en una amplia butaca de piel color beige pegada a la ventanilla. Una azafata muy joven, esbelta y morena, que vestía una falda azul marino, blusa blanca y una acinturada chaqueta color verde mar, me pregunto si deseaba tomar alguna bebida. Llevaba su cabello recogido con energía en una restirada cola de caballo y un collar de oro macizo acentuaba su delgado cuello; le pedí una copa de vino tinto.
Durante mis viajes, especialmente en los vuelos largos, he enfrentado el eterno dilema de ¿quién será mi compañero de asiento? Destacaba entre los pasajeros que ingresaban al avión formados en fila, era un hombre de edad madura, sus ojos intensamente azules brillaban como pulsación de mar a mediodía, su nariz era prominente y aguileña, su cabello nevado apenas se distinguía de su piel blanquísima, casi transparente; a pesar de su edad, su complexión era atlética, vestía con una almidonada camisa blanca de manga larga y un pantalón Dockers color beige claro; tenía un aspecto determinante y enérgico. Al aproximarse, observé su reloj, era un Rolex de oro amarillo y un anillo de graduación del mismo tono. Tenía el asiento 2B y mientras colocaba su maletín arriba, en el compartimento de equipaje, aspiré sin proponérmelo, el aroma del suavizante Bounce de su ropa recién lavada; el hombre se sentó y extendió su mano amistosamente: “me llamo William”.
“Bill Bratton” le respondí y agregué: “Mucho gusto, yo me llamo Luis”. “Luis, ¿cómo sabes mi nombre completo y cómo sabes que me dicen Bill?” me preguntó con ojos de asombro. “Ah es que soy mitad brujo y mitad adivino” respondí entre risas; “No, la verdad es que te vi llegar esta mañana a la sala de abordar de American Airlines en el aeropuerto de Monterrey; volamos en el mismo avión a Atlanta; durante el vuelo leí el periódico y vi tu foto; me enteré que participaste como expositor en el Foro Internacional de Liderazgo organizado en Cintermex”. “Ah, sí” respondió.” Estuve un par de días en Monterrey y ahora vuelo a Milán a dar una plática en un congreso sobre liderazgo y Política”. “Te quedaras también en Milán? me preguntó Bill. “No, yo voy a Cairo a dar una charla sobre educación y uso de tecnología en un Congreso que organiza el Ministerio de Educación de Egipto, para países de África” respondí y aquello fue el inicio de una conversación fascinante que duro más de cuatro horas.
Bill Bratton es uno de los líderes en seguridad pública más importantes del mundo; trabajó como Director General del Departamento de Policía de Nueva York, designado por el Alcalde Rudolf Giuliani. Sus logros le valieron el reconocimiento internacional al poner en práctica la política de Cero Tolerancia y reducir al mínimo la delincuencia y la violencia en la Gran Manzana. Bratton fue pionero en el uso de tecnología computacional para rastrear delincuentes, llamado CompStat, que sería adoptada inmediatamente por todo el sistema de seguridad norteamericano; impulsó el concepto de diversidad étnica en su fuerza policíaca, mantuvo una estrecha relación con los ciudadanos respetuosos de la ley, erradicó la corrupción en la policía, y diseñó fuertes medidas y cero tolerancia contra las pandillas. El resultado de todos estos factores fue la revitalización de la policía y la reducción casi al mínimo de la inseguridad en la ciudad de Nueva York.
La contribución más importante de Bratton fue la aplicación de los principios de la Teoría de la Ventana Rota, basada en la investigación de Philip Zimbardo, que hizo un experimento: romper una ventana en el barrio de Bronx y dejar desatendido este hecho. El resultado fue que en poco tiempo, el lugar fue destruido totalmente. Una ventana rota es una señal de que el orden importa poco. Una ofensa, aunque sea menor, no debe ser tolerada. Si la autoridad permite que pandilleros y narcotraficantes de apoderen del control de la comunidad, éstos desarrollan una atmósfera intimidante para el ciudadano y muy pronto sobreviene la anarquía. Si la autoridad en vez de actuar espera a que ocurran delitos más graves, el ciclo de la violencia se acentuará y poco después, se perpetuará. Dormí escasas cuatro horas antes de aterrizar en Milán; la conversación con Bretton me mantuvo con los ojos abiertos. Hoy recuerdo esta conversación con nostalgia por la situación que se vive en México, que lamentablemente declaró la guerra al narcotráfico cuando era ya un cáncer que había devorado las entrañas del país, sin tener una policía debidamente entrenada, sin las armas adecuadas y careciendo de la estrategia correcta para hacerle frente. Desafortunadamente, a México le rompieron mucho más que una ventana hace mucho tiempo…