martes, 29 de mayo de 2012

Benedetti: valió la pena venir...

Al bajarme del taxi, aquella tarde lluviosa de Abril, vi a una enorme cantidad de gente ingresando al Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de Mexico. Apenas me había dado tiempo de llegar a la habitación del hotel y cambiarme de ropa. Aunque sabía perfectamente que el recital poético de Mario Benedetti iniciaría en punto de las 7 pm, por compromisos de trabajo salí en el vuelo de la una de la tarde de Monterrey y llegué al hotel hasta las 4 pm; miles de personas se habían dado cita para escuchar de la voz del autor, sus Poemas de Otros. “Tus manos son mi caricia, mis acordes cotidianos, te quiero porque tus manos trabajan por la justicia. Si te quiero es porque sos, mi amor mi cómplice y todo y en la calle codo a codo somos mucho más que dos…”

El evento duró poco más de una hora y media, e inmediatamente después, Editorial Alfaguara ofreció un coctel en honor del narrador uruguayo, festejo al que asistimos poco más de un centenar de invitados. En el centro del vestíbulo de Bellas Artes, toda la atención se concentraba en Mario Benedetti: menudo y robusto, de piel rojiza, con un bigote blanco que contrastaba con sus enormes ojos oscuros y lánguidos, su cabello canoso en las sienes, era lacio y oscurecido, rebelde y difícil de mantener en su lugar; vestía un traje de paño oscuro, camisa blanca sin corbata, y unos zapatos negros ortopédicos con suela de goma. Se agitaba al hablar. El asma que padecía le hacía pensar que aquel viaje a Mexico sería el último; así lo dijo en público y así me lo dijo cuando me acerqué a saludarlo, a instancias de Sealtiel Alatriste, director del grupo Editorial Santillana, quien me lo presentó personalmente.

Al día siguiente tendría la oportunidad de transmitir via satélite una entrevista con Benedetti en el Campus Estado de Mexico del Tecnológico de Monterrey. Me retiré al hotel a descansar tan pronto concluyó el coctel; tenía que levantarme muy temprano puesto que el autor de La Tregua llegaría en punto de las 9:30 de la mañana a la entrada del Campus. Su asistente me había pedido que dada su enfermedad era conveniente que al arribar al campus, lo trasladáramos en un golf cart; necesitábamos dejar tiempo suficiente para poder subir sin prisas al segundo piso desde donde transmitiríamos a través del satélite Satmex 5, de la Universidad Virtual a quince países de America Latina, incluyendo México. Al lado de la sala, habíamos habíamos habilitado un espacio para que el escritor pudiera descansar; teníamos previsto para él, diversos jugos de frutas naturales, agua, refrescos, té y café. Benedetti no quiso tomar nada. Se sentía un poco mareado y muy agotado. “Es la altura de la ciudad de Mexico que me está matando” dijo con su inconfundible acento del cono Sur.

Media hora más tarde, iniciamos la transmisión; la intranet arrojaba una larga lista de sitios conectados en el continente latinoamericano; el productor mencionó que al menos cuarenta mil personas seguían la conversación con el escritor: nuestra charla abordó diversos temas: la realidad política latinoamericana, la influencia de otros escritores en su obra, sus motivos de inspiración, el azar y el exilio, hasta que por un momento nos detuvimos al mencionarle su poema Hagamos un Trato, dedicado a su mujer. Al nombrarla, su voz se quebró y se hizo un silencio incomodo, que intenté cubrir leyendo citas textuales de ese poema inolvidable: “Compañera usted sabe, puede contar conmigo; no hasta dos o hasta diez, sino contar conmigo; si alguna vez advierte que la miro a los ojos, y una veta de amor reconoce en los míos, no alerte sus fusiles, ni piense qué delirio a pesar de la veta, o tal vez porque existe, usted puede contar conmigo”.  

Finalizada la transmisión, Benedetti me comentó que estaba pasando por un momento muy difícil: su esposa había sido diagnosticada esa semana con Alzheimer. Por esta noticia y por sus problemas de respiración estuvo a punto de cancelar su viaje a México. Fue precisamente el recuerdo de su mujer, Luz Lopez Alegre con quien mantuvo una relación que duró 60 años, que Benedetti logra escribir, a los pocos meses de su fallecimiento, en 2006, su libro titulado Canciones del que no canta: "Nos encontramos siendo niño y niña, y nos fuimos queriendo de a poquito; novios conscientes, luego nos casamos y cumplimos 60 años de suerte. Una mañana ella empezó a extraviarse, no encontraba la casa madrileña, y a mí me fue naciendo la piedad, como una nueva forma del amor". En la sala de transmisión quedaron pendientes de responder un centenar de preguntas que como lluvia, seguían llegando para el escritor; el golf cart nos esperaba. Al recorrer el largo camino hasta la salida del campus, miles de estudiantes habían formado una nutrida valla que dificultaba nuestro transito; todos le aplaudían ininterrumpidamente, le gritaban a coro, entusiasmados ““Mario, Mario, Mario”. Al escucharlos, vi sus ojos húmedos y alcancé a oír algo que expresaba para sí mismo: “vaya, valió la pena venir…”

 

 

 

 

lunes, 21 de mayo de 2012

Lo que aprendi de Carlos Fuentes...

Conocí a Carlos Fuentes a mediados del mes de Abril de 1996; el tenia 68 años pero muy bien escondidos. Esbelto y flexible, llegó a nuestro encuentro vistiendo unos jeans ceñidos, una impecable camisa blanca de lino natural que parecía recién salida de la tintorería, unos calcetines rojos que al momento de sentarse y cruzar la pierna, me hicieron sobresaltar; jamás se me hubiera ocurrido contrastar de forma tan violenta, el azul oscuro de los jeans con el color miel de los finos mocasines de cabritilla que llevaba puestos; tenía ya su pelo entrecano, nariz aguileña y una mirada penetrante y aguda, síntoma de una inteligencia plena.

Lo había invitado personalmente a visitar el Tecnológico de Monterrey. Fuentes acababa de publicar La Frontera de Cristal y me pareció una excusa esplendida transmitir una conversación con el escritor, aprovechando la cobertura satelital de la Universidad Virtual cuya señal llegaba a 15 países Latinoamericanos.

Nuestra entrevista dio inicio en punto de las 10:30 de la mañana, ante un gran número de estudiantes, profesores y empleados quienes abarrotaron la sala desde donde transmitíamos; mas de mil quinientos sitios en los diversos países en donde recibían la señal satelital estaban repletos de gente que seguía atenta la transmisión. Estudiantes, profesores, periodistas y público en general, podían enviarme sus preguntas para Carlos Fuentes a través de fibra óptica (video enlace) fax, teléfono o bien, utilizando una intranet que ya para ese año estaba disponible. Llegaron cientos de preguntas y tuve que elegir las más adecuadas y eliminar las que se repetían o redundaban. Las respuestas de Fuentes eran brillantes, asertivas y contundentes. Este evento duró una hora y media y se calcula que asistieron treinta mil personas en los países enlazados, entre ellos, los representantes de los grupos de medios de comunicación más importantes en Latinoamérica; todos querían ver y oír al autor de La región más transparente.

Me reuní con Fuentes posteriormente en varias ocasiones, tal vez tres o cuatro veces más;  el escritor me había preguntado durante su visita, la razón por la cual lo habíamos invitado. Le respondí que era parte de una estrategia de Relaciones Publicas, captar su testimonio así como el de un grupo de líderes mundiales que planeábamos invitar para que atestiguaran y hablaran sobre la Universidad Virtual, proyecto que consistía en usar tecnologías aplicadas a la educación para flexibilizar en tiempo y espacio la oferta educativa, dirigida a estudiantes que de forma tradicional les sería imposible estudiar. Al transmitir una entrevista via satélite lográbamos una gran cobertura de medios y a la vez, posicionábamos la Universidad Virtual en el continente, ya que siendo una “nueva categoría” el reto era enorme: captar alumnos en los países de habla hispana que estuvieran dispuestos a tolerar los retos de aprender por cuenta propia, apoyándose en en tecnologías a veces inestables y que dependían de las facilidades e instalaciones disponibles en cada país.

Al enterarse de la verdadera razón, con gran generosidad se ofreció a ayudarme conectándome con otras figuras célebres y lo cumplió cabalmente.  A través de sus invitaciones, viajé a reunirme con él en la ciudad de Mexico y conocí a muchas figuras destacadas: entre otros, Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis, Rosa Montero, Mario Vargas Llosa, Antonio Skármeta, Germán Dehesa, Juan Goytisolo, Jose Luis Cuevas, Angeles Mastretta. Fue precisamente en una recepción que CONACULTA ofreció a Jose Saramago, premio Nobel de Literatura en aquel año, cuando Carlos Fuentes me presentó al inolvidable narrador portugués. Nuestro encuentro fue fugaz, interrumpido por la avalancha de personas que con libro en mano, buscaban el autógrafo del autor de El Evangelio según Jesucristo. Recuerdo que Saramago intentó buscar inútilmente un bolígrafo entre sus bolsillos. Al verlo, de inmediato saque mi pluma Mont Blanc y se la ofrecí sin dudarlo. No sé cuánto tiempo esperamos Carlos Fuentes y yo a que el escritor firmara veinte o treinta libros. Al concluir,  Saramago abstraído y con gran naturalidad guardó mi pluma en su bolsa interna del saco; me dio pena pedírsela y no hubo más remedio que olvidarme del asunto y participar de la recepción, caminando e interactuando con diferentes grupos de personas, incorporándonos a las conversaciones, tomando algunas  bebidas, disfrutando de los elegantes canapés que meseros con guantes blancos ofrecían a los invitados. Fuentes y Saramago siempre encontraban tiempo para responder a las preguntas de los reporteros y  sonreían ante los flashes de los fotógrafos. Ignoro a qué hora se esfumó Jose Saramago; desapareció de la recepción sin que lo notáramos.

Esa noche al despedirme de Carlos Fuentes, le comente: “Saramago jamás me regresó mi pluma”; “ah caray, seguramente se le olvido, qué tipo de pluma era?” me preguntó. “Era una pluma Mont Blanc negra con filo de oro” respondí. Sonriendo me dijo: “mira Luis: en primer lugar, las plumas no se prestan, porque son objetos personales. En segundo lugar, siempre que salgas de un hotel, agarra una pluma de plástico de esas que colocan en los burós y colócala siempre en tu bolsillo; te sacará de muchos apuros. Y finalmente, el día en que llegues a prestar una pluma Mont Blanc, separa la pluma de la tapa y presta solamente la parte inferior, aquella que sirve para escribir, y conserva siempre la tapa de la pluma en tu mano; cuando veas que ha terminado de usarla, le muestras la tapa y la persona entenderá de inmediato que es el momento de regresarla”. Hasta el día de hoy tengo muy presente la lección que me dio Carlos Fuentes, pero recuerdo más su generosidad y sobre todo, la obra prolífica y magistral que lo coloca como escritor universal que llevó a México al mundo y que trajo el mundo a México. Descanse en paz…

 

 

 

 

martes, 15 de mayo de 2012

A mi, no me van a hablar...

El pasado fin de semana di una plática a un grupo de empresarios y el tema a cubrir fue “A quien le hablas?” refiriéndome a la importancia a la hora de integrar una campaña de mercadotecnia, de definir el perfil del grupo meta, concepto que  no necesariamente coincide con tener muy claro quién es el cliente, en esta época en la que las redes sociales permiten la interacción constante. Uno de los puntos que cubrí en mi presentación fue que esta definición nos ayuda a determinar los términos y los medios con los vamos a hablarles. De ahí pues, surgió un tema indispensable: los teléfonos inteligentes y las aplicaciones móviles. Mi premisa básica es que la generación de baby boomers, a la cual yo pertenezco, (mayores de cincuenta años) aunque usamos smart phones, estamos lejos de utilizarlos sacando todo el provecho de las posibilidades que ofrecen; nuestros aparatos están “sobrados” para nuestras necesidades; tal vez por eso no enfrentamos la frustración que la mayoría de los jóvenes sufren día a día: el limitado tiempo de duración de la batería.  De poco sirven los avances que presenta la industria cada vez que saca una nueva versión de smart phones:  más calidad en la imagen de fotos al aumentar los megapixeles de la cámara, mayor capacidad de la memoria interna, si cuando se necesita verdaderamente, la batería del celular está a punto de decir adiós. La autonomía es el punto débil de los teléfonos. Cuando más se necesita el celular es justo cuando desfallece, y esto ocurre poco después de mediodía o al caer la tarde.

Una pregunta frecuente que la gente hace a los vendedores es, “cuánto dura la batería?” y la respuesta es siempre la misma: “Un día completo de uso normal”. Y ahí está la clave. ¿Qué se considera uso normal? Para los baby boomers, el teléfono sirve para hablar y la batería dura más tiempo; para los jóvenes, el teléfono sirve para ejecutar casi todas las actividades vitales: textear, orientarse, comprar, investigar, buscar referencias, anunciar el sitio en donde están ubicados, enamorar, etc. Los jóvenes exigen más al teléfono, lo consultan en todo momento y por eso mismo la frustración es mayor.

Personalmente pienso que en la lucha por hacer teléfonos más potentes se sigue dejando de lado lo básico, la autonomía. Aunque estoy lejos de ser un usuario experto, podría mencionar algunos consejos que pueden alargar un poco la jornada del celular:

1.     Desactivar los servicios de localización, el famoso GPS.

2.     Quitar las molestas notificaciones (el ruido enfada, de cualquier forma).

3.     Eliminar el bluetooth.

4.     Cerrar todos los programas que no se estén usando. Según Apple, la conexión por wifi consume más que el 3G.

5.     En caso de tener poca cobertura, es mejor poner el teléfono en modo avión para evitar el esfuerzo adicional de estar buscando constantemente.

6.     Desactivar la conexión 3G y quedarse solo con la 2G.

7.     Ajustar el brillo de la pantalla.

El nicho de esta oportunidad ha desarrollado una industria paralela: las baterías externas. Kensington es uno de los fabricantes de más éxito con una pequeña pieza que se recarga a través del cable USB y tiene la clavija de iPhone en la parte superior de la misma para llenar un 80% de la capacidad del teléfono de Apple. Recientemente ha salido al mercado una batería-llavero, ligera y discreta, de Mophie que esconde en su estructura la clavija para cargar el móvil de Apple y rellenarse a través de USB. Afortunadamente a mi esta industria ni me afecta ni me impacta; los fabricantes de baterías externas a mí, no me van a hablar; no pertenezco ni al grupo meta ni al cliente ideal!

 

 

 

 

 

lunes, 7 de mayo de 2012

El eco de mis pasos...

Abrí la puerta de su alcoba y aspiré el aroma de su loción; la reconocí de inmediato, era Fierce de Abercrombie&Fitch; yo mismo se la regalé en la Navidad pasada. Encendí la lámpara y vi el hueco de su cama, de su escritorio, y de su silla. Abrí la puerta del closet, había aun mucha ropa colgada, por supuesto, era ropa informal: camisetas deportivas, shorts y algunos pants. Toda la ropa formal se la había llevado. Sobre una mesita en la esquina, estaban sus trofeos; en las paredes había varias fotos enmarcadas en las que sonríe mostrando la hilera de sus dientes blancos y alineados. El cesto quedó lleno de papeles y objetos que quiso desechar en el último momento.

 

Recuerdo que hace veintidós años  la enfermera me lo entregó inmediatamente después de extraerlo del vientre de su madre; lo deposité así desnudo, con mucho cuidado en la báscula: pesó  4 Kilos y 450 gramos. Era un bebé grande y robusto, de pelo oscurecido y piel sonrosada; todo el día quería comer, como si no hubiera un mañana; empezó a caminar antes de cumplir año, aprendió a anudarse las cintas de sus zapatos a los dos años y medio; empezó  patinar antes de cumplir los tres; ¿cómo olvidar aquel día del accidente en que de niño perdió los dientes? había corrido con gran velocidad, sin fijarse y se había estampado contra un sillón de madera. Lo llevé de urgencia al dentista quien al revisarlo y después de sacar un par de radiografías me dijo: “no se apure, el niño no ha perdido los dientes, están ahí pegados al paladar; se le subieron ante el impacto, pero en un mes le brotaran de nuevo” y así fue.

 

Fue un niño inquieto, travieso y juguetón; no conocía el miedo. Una tarde en mi oficina recibí la noticia por teléfono que el niño había rodado por la escalera desde el segundo piso de la casa y yacía inconsciente en el suelo; conduciendo mi auto como un loco llegué a la casa y lo trasladé al hospital; después de estudios y análisis, lo único que el traumatólogo encontró fue que el niño tenía un chichón en la frente y pero todos los huesos y el cráneo estaban intactos. Creció entre accidentes caseros que normalmente le ocurrian los fines de semana, entre reportes frecuentes de indisciplina, y varias amenazas de expulsión del colegio.

 

Fue un adolescente muy popular entre sus compañeros; durante el ultimo año de preparatoria, durante un juego de futbol americano con motivo del “Homecoming” le tocó patear y anotar, durante los últimos dos segundos del juego, dándole el triunfo a su equipo; en el momento en que él iba a patear, me mantuve con los ojos cerrados; los abrí cuando escuché los gritos de triunfo de la gente que estaba a mi lado, en las gradas; fue una noche memorable; en esa época también se convirtió en mi compañero de viajes; juntos recorrimos las angostas veredas del gran cañón de Arizona; caminamos durante las noches de luna llena por las callejuelas que serpentean el Rio Sena en Paris; nadamos juntos y soportamos las frías aguas de las playas de Ipanema y Copacabana en Rio de Janeiro durante nuestro viaje en agosto, hasta entonces nos dimos cuenta que era pleno invierno en Brasil;  tomamos el subterráneo en Kharkov, Ukrania y casi nos detuvo la policía al vernos tomar fotos, ignorando los letreros escritos en Ruso en donde prohíben tomar fotografías; nos impresiono la antigüedad de las catacumbas en Kiev, la capital de aquel país de Europa del Este; nos resbalamos entre las lajas y resbaladizas rocas de Ocho Rios, Jamaica y nos retratamos sonrientes en el Big Ben en Londres; sentíamos en esa época que el mundo no era tan grande y disfrutábamos muchísimo la aventura de recorrerlo juntos.

 

Hace poco lo vi recibir tu título universitario con la especialidad en Finanzas. Lo abracé con fuerza y me pareció que la vida había pasado como un relámpago fugaz. Esa tarde cenamos juntos en un restaurant italiano; al verlo entrar con su toga y birrete, los clientes que estaban cenando en aquel lugar, empezaron a aplaudir; vi sus ojos húmedos y su sonrisa amplia, llena de satisfacción. Esa noche entendí que aquel niño se había convertido en un hombre y que pronto enfrentaría responsabilidades y que tendría que buscar su propio camino.

 

Ayer dejó la casa, mi hijo menor, para instalarse en su propio apartamento. Antes de sacar su ropa y algunos muebles, durante nuestra ultima cena en casa, me miró a los ojos y me preguntó directamente: “te sientes triste porque me voy?”. Sonreí y le dije: “me siento feliz por ti”. Si, reconozco que me siento feliz por él, y por haber cumplido mi rol de padre. Me siento también infinitamente triste, por tener que dejarlo ir y cumplir con la inexorable ley de la vida. Salí de su alcoba y cerré la puerta. Hacía menos de cinco minutos que había partido. Respiré profundamente, pasé saliva  y sentí la imperiosa necesidad de salir un momento de la casa; necesitaba aspirar aire puro; su auto ya no estaba en la cochera; vi las luces encendidas de la casa de al lado; vi al vecino sentado en la mesa del comedor, ayudándole a su hijo con su tarea. Allá arriba había un cielo oscuro y nublado; la noche empapó mi rostro; no supe si era por la lluvia, por la humedad o eran lagrimas; cerré con llave la puerta principal de la casa y al entrar solo escuché resonar  el eco de mis pasos…