El olor a café recién molido inundó mis sentidos; Don Antonio, el propietario, un hombre en los tardíos cincuenta, vestía una camisa de cuadros y un digno pantalón kaki; con grandes lentes de aumento, robusto y sonriente, empacaba con esmero bolsitas de papel de medio kilo, y de un cuarto de kilo de café; el molino batía y tostaba aquellos granos oscuros y frescos y el aroma de aquel café se esparcía por todos los puestos del Mercado Central, centro de comercio popular, considerado patrimonio histórico de la ciudad de San Jose de Costa Rica, y fundado en 1880. El mercado alberga todos los negocios dedicados a ofrecer todos los productos naturales y procesados imaginables: verduras, carne, pollo, quesos, aceites, especias para cocinar, yerbas medicinales, cosméticos, plantas, y por supuesto, comida.
Justo al lado del puesto de Café Maya, se ubica un diminuto negocio, “Las chorreadas de Doña Lela” en donde había un comal con tres hornillas, una mesa para amasar, una pileta con agua y una barra mostrador de dos metros de longitud, para atender a la clientela que de pie, comía de buena gana esa mañana de Sábado. Una joven gorda morena y bonita, con el esplendor de sus veinte años, atendía de buena gana el puesto; sus mejillas relumbraban iluminadas por el fogón y mostrando su hilera de blancos dientes me dijo: “pruebe una chorreada, Don; pruébela sin compromiso” y extendió su mano regordeta y me dio generosamente un bocado. Al oírla me detuve y no pude resistir la tentación: engullí sin dudarlo aquella delicia. Sabía a elote tierno y a ternura infinita. ¿Cómo se llama esta tortilla? Pregunté a la joven, y como respuesta escuché una estruendosa carcajada. “No es tortilla, Don, es una chorreada” dijo entre risas. “¿Le doy una?” me preguntó; “deme una”, respondí y al instante, la joven mujer vació una porción de masa ligera en un comal ardiente y con maestría, después de unos minutos, la volteó mientras el olor a elote tierno azuzaba mis ganas de degustar aquel hibrido entre pancake y tortilla. En vez de plato desechable, extendió una hoja de plátano, envolvió y me sirvió aquella chorreada humeante.
¿De dónde nos visita, Don? Me preguntó la mujer, mientras empezaba yo a comer; “soy mexicano, pero vivo en Miami” respondí mientras sentía que mi paladar saboreaba un bocado de ángeles, era una mezcla de elote con mantequilla, dulce y sabroso. “Ah -dijo; mi mamá siempre me quiso llevar a Miami, pero se enfermó y nunca pudimos ir a sacar la visa”, expresó con un dejo de tristeza. “Y dónde está tu mamá -pregunté imprudentemente; “Mi mamá era Doña Lela y murió hace poco; yo también me llamo Lela; murió de cáncer hace dos años y nunca pudo llevarme a Miami, ¿es cierto que es muy bonito?” me preguntó con ingenuidad. “Sí”, respondí con certeza “Miami es bonito, pero es más bonito Costa Rica”. ¿Por qué dice eso, Don? Me preguntó la joven. “Mira, allá hay mar azul, aquí el mar es azul turquesa, allá hay árboles y palmeras, aquí también las hay, pero más verdes, allá la gente anda de prisa, acá la gente camina y disfruta el día sin correr; pero te voy a decir lo más importante: allá no hay chorreadas, lo único que hay son pancakes y yo no cambiaria nunca los pancakes por estas chorreadas deliciosas. Costa Rica es pura vida”. Lela suspiró y dijo “bueno Don, entonces mi mamá y yo tampoco nos perdimos de mucho, ¿verdad?“ Me alejé del puesto con el gusto dulzón del elote tierno, pero el recuerdo de la ternura del corazón de Lela me acompañó mientras terminaba de recorrer el Mercado Central.