Somos un agujero en medio del mar y el cielo
quinientos años después
una raza encendida
negra, blanca y taína
¿pero quién descubrió a quién?
La noche era tibia y ruidosa; una luna descalza alumbraba con timidez aquellas figuras esbeltas, de estrechas cinturas y curvilíneas caderas, pertenecientes a la estirpe de una “una raza encendida” que transitaban por las abigarradas calles del Centro Colonial de Santo Domingo; era un miércoles, pero allá en Dominicana como su nombre lo indica, siempre es Domingo. La noche se escurría por los poros y olía a merengue, a melao, a cebollita caramelizada, a albahaca, a canela, haciendo una mixtura única y sabrosa.
Santo Domingo de Guzman, es la primera ciudad americana, fundada en 1496 por Bartolomé Colon al margen del Rio Ozama; una ciudad que carga a cuestas un profundo pasado histórico asociado al “descubrimiento” o más bien, al encuentro entre dos mundos y que encarna en su vida cotidiana la aplicación del discurso de lo real-maravilloso derivado de la época de la Conquista del Continente Americano.
Sin prisa alguna, inicié mi recorrido por las callejuelas del Centro Colonial; empecé con la Catedral Primada de América, subí las escalinatas de las ruinas del Monasterio de San Francisco y tome algunas fotos exteriores del Museo de las Casas Reales. Al llegar al Parque Colon, me senté a saborear un helado de mango y a contemplar las luces encendidas de las farolas proyectando sombras de figuras en tránsito continuo entre las baldosas.
Eran casi las nueve de la noche cuando me dirigí al Alcázar de Colon, el enorme palacio que una vez fuera la residencia de Don Diego Colon, hijo de Cristóbal Colon y su esposa, Maria de Toledo. De acuerdo con una placa que aun cuelga en el exterior, la construcción se inicio en 1511; de singular estilo Gótico, el Alcázar es una muestra de la hibridez y el eclecticismo en la Arquitectura de la Colonia; el majestuoso edificio incorpora algunos detalles producto de la transición entre el Medievo y el Renacimiento, específicamente por la forma y disposición de sus arcos; asimismo, es evidente la influencia Isabelina por el detalle de las borlas que constituyen sus únicos adornos. Me impresionó el brillo de la mampostería de rocas coralinas que a pesar de los embates de huracanes y del tiempo, continúan preservando su belleza.
Cansado, tomé un taxi en la calle, que me conduciría de regreso al Hotel Jaragua donde me hospedaba, ese sitio legendario y maravilloso en donde Mario Vargas Llosa, ubica el inicio de su novela La Fiesta del Chivo; “Por cuanto me lleva al Hotel Jaragua?” pregunté al conductor. “Por cuatrocientos pesos” respondió de inmediato aquel mulato corpulento de sonrisa blanquísima. “Cuatrocientos?” inquirí molesto, “pero si esta tarde me cobraron doscientos pesos, del hotel al centro”. “Señor, acuérdese que todo sube, deme pues los trescientos” dijo el chofer sonriendo. Abrí la puerta y subí al auto; en el radio oí las notas alegres de un Merengue de Juan Luis Guerra, que decía:
El costo de la vida sube otra vez
el peso que baja, ya ni se ve
y las habichuelas no se pueden comer
ni una libra de arroz, ni una cuarta e café
a nadie le importa qué piensa usted
será porque aquí no hablamos inglés …