Llegué a Tobago en un pequeño avión de cincuenta plazas de British West Indias Airways; fue un vuelo que duró apenas veinticinco minutos, procedente de Port of Spain, la capital de Trinidad, su isla hermana. Descendí por la escalerilla del avión y me deslumbró el azul del mar y el azul del cielo, y es que allá en Tobago el mar y el cielo se juntan y se reflejan en un espejo, enamorados.
A unos pasos del aeropuerto se encuentra la bahía. Caminé y me detuve a contemplar las gráciles palmeras cuyas ramas se mecían acompasadamente bailando un vals como quinceañeras, guiadas diestramente por el viento, ese aire que sopla en la playa y que va siempre de viaje; vi a aquellas rocas que escalaban y esculpían el mar sin prisas; el sol inclemente allá arriba no tenia tregua y el calor como tigre me deshacía y me devoraba; las aguas de Tobago me ofrecieron la promesa de refrescar mi cuerpo en aquel espejo movedizo. No pude contenerme ante el hechizo y me zambullí para sentir aquel abrazo tembloroso del mar turquesa; me dejé envolver por sus ondulantes olas y me dejé llevar por el cauce desordenado y predecible de sus aguas. Ahí estuve por unos instantes, o tal vez por horas, sumergido en aquella vorágine hambrienta del mar abierto. ¿Dónde principia el mar y donde vierte? ¿Cuál es la prisa del mar y a donde va? No lo sé. Solo que allá en Tobago las olas llegan en forma de brazo que arrastra y al mismo tiempo, en cuestión de segundos se desmoronan y disipan. La vida es como el mar, tan solo un espejismo transitorio…
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