Llegué a Key West con dos propósitos en mente: salir a pescar en las azules aguas de los cayos de la Florida y conocer la casa de Ernest Hemingway. Junto con William Faulkner, Hemingway es la figura más relevante de la literatura norteamericana de la primera mitad del Siglo XX y tal vez mi escritor más influyente, por su estilo seco, preciso y asertivo. Leí su novela El viejo y el mar a la edad de quince años y su lectura marcó mi adolescencia: la historia de un viejo “perdedor” que lucha hasta lograr rescatar lo más preciado: la confianza en sí mismo. He aquí mi fragmento preferido: "El hombre no está hecho para la derrota –dijo el viejo. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado".
El primer borrador de El viejo y el mar fue concebido como un capítulo del extenso libro que Hemingway pretendía escribir sobre el mar. Su amigo Leland Hayward lo convenció de que lo publicara como un cuento. En Septiembre de 1952 apareció en la revista Life y ante el éxito inusitado fue publicado como libro por la editorial Scribner’s alcanzando la notoriedad mundial. El premio Nobel llegaría en 1954, para sorpresa de muchos, entre ellos, del mismo Hemingway.
Después de instalarme aquel sábado en Key West, me dispuse a salir de pesca con un grupo de amigos. El día era esplendido, había un oleaje y viento moderados, blancas nubes surcaban el cielo y contrastaban con el turquesa del mar. Navegamos mar adentro y lanzamos las canias esperanzados. Después de unas tres horas de faena, decidimos detener nuestro bote en un restaurant ubicado a la orilla del intercostal. Habíamos pescado cuatro pequeños Mahi-Mahi y pedimos al administrador del lugar que pusiera en la parrilla nuestro tesoro. El cocinero hizo una obra de arte en cada platillo: utilizó diversas hierbas aromáticas: tomillo, eneldo, jengibre y albahaca; asimismo experimentó con varias guarniciones para acompañar cada pescado; arroz silvestre, fetuccini, espinacas y brócoli. Por supuesto, al final llego la cuenta y nos salió más caro haber comido nuestros propios pescados que haber consumido la comida del restaurant.
Esa tarde, ya de vuelta en Key West, me liberé de mi grupo de amigos y me dispuse yo solo a cumplir mi segundo propósito: me bañé, me vestí y me eché a caminar por las calles del centro. Conseguí un mapa e inicie mi búsqueda hasta encontrar la esquina de las calles de Greene y Duval: ahí estaba el restaurant Sloppy Joe’s, en donde el escritor bebía su incontable dosis diaria de cervezas. Pedí una mesa y ordené sin ver el menú: un Key West Clam Chowder, la sopa preferida de Hemingway, y una cerveza helada. Después continúe mi recorrido hasta llegar a la esquina de la calle Whitehead en donde se ubica la casa de Ernest Hemingway, una casa solariega, blanca de dos pisos, estilo colonial español, con pequeños ventanales de madera y grandes balcones. Pague el costo del boleto, doce dólares y caminé despacio por la planta baja: caminé por la sala, el comedor y la amplia cocina, lugares decorados con recuerdos de sus viajes y trofeos de caza y pesca. Sobresale entre los artículos de decoración, una bella pieza de cerámica, regalo de su amigo Pablo Picasso. En la plata alta están las habitaciones, y en su estudio, vi su máquina de escribir y la inmensa cantidad de libros y papeles. Recorrí finalmente su jardín, amplio y frondoso, en donde aun corren más de cuarenta gatos, descendientes de las mascotas consentidas del escritor. Finalmente me dirigí al muelle a ver la caída del sol en el océano. Imaginé el deambular de Hemingway, en su búsqueda de amigos que jamás tuvo, y me dolió su depresión que finalmente le llevó al suicidio. El malvado Borges que nunca obtuvo el Nobel, dijo que el escritor norteamericano se quitó la vida, el día que finalmente se dio cuenta que era un mal escritor. Yo no he creído jamás en esa afirmación. A Hemingway le agradezco entre otras cosas, mi afán por escribir pequeñas historias cotidianas, y devolverles su sentido llano y simple. La moraleja de El viejo y el mar, me ha inspirado siempre; el férreo espíritu del hombre que lejos de ceder a la adversidad se mide ante ella y alcanza la victoria en medio de la derrota.