El día abría los ojos, sin prisa alguna, iluminando las calles del Viejo San Juan. Las casonas verde limón y rosa parecían cobrar una vida más vida con los rayos de sol reflejados en sus balcones y ventanas. Caminé por las callejuelas y mis ojos se entretuvieron con aquellos niños volando chiringas en la explanada que antecede al Fuerte del Morro.
Aquel era un cálido día de verano anticipado. Subí hasta llegar a una de las garitas, esas pequeñas guarniciones del Fuerte, para oír la respiración del mar. Allá abajo, las olas brillaban intensamente y sus destellos despertaron los sentidos de las mohosas fortificaciones; los antiguos calabozos cobraron vida por un momento; la brisa marina movió con suavidad aquellos viejos candados. Los rayos solares derramaron ecos entre las murallas que por años han resguardado de los ataques de los piratas a esta isla del encanto. De pronto oí que los tragaluces traslucían las voces marinas llenas de luz. Había una conversación entre la luz y el mar allá en el Fuerte.
Así pase horas, agazapado en la garita, para atisbar el quieto vaivén de las olas que mecen a Puerto Rico. Allá en la isla todo es visible y todo es elusivo, allá todo está cerca y todo es intocable, allá se disipan los instantes y el tiempo se detiene. Abrumado por el manar de voces incesantes, una fuerza mágica me hizo mover los pies; me voy, después de todo, solo soy una pausa…
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