Envuelta en un manto gris, la tarde transcurría lentamente entre el calor y la modorra de aquel día de octubre y el viento suave mecía las aguas color marrón del Rio Chao Phraya. Había pasado gran parte del día acostado en una poltrona tomando el sol a la orilla de la piscina y me disponía a deambular fuera del hotel por unas horas, antes de que apareciera en el horizonte la luna de níquel. Caminé directamente hacia una embarcación en Tewes y pagué al propietario de aquella lancha, un recorrido de una hora por algunos canales de Bangkok, ciudad considerada la joya del sudeste asiático.
Sondhi, el propietario y conductor de la lancha tenía una edad incierta; tal vez se acercaba a los sesenta años, era bajo de estatura, de piel oscura y con una nariz ancha; se había esforzado en decirme con su Ingles incipiente, el costo del paseo, 350 bahts (equivalente a unos diez dólares americanos) y me entregó de inmediato un folleto arrugado y descolorido, que describía los sitios que incluían aquella travesía; templos budistas, palacios, hoteles, museos, y por supuesto, el mercado flotante.
Me subí a aquella embarcación de lamina despintada y sucia, preguntándome si había tomado la decisión correcta. Sondhi no hablaba sino Siamés y aunque empezó a describir los sitios que recorríamos, yo no podía entenderle y me limitaba a tratar de identificar lo que veía, con las fotos de aquel folleto, impreso por un lado en Ingles y por el otro en Siamés, el idioma tailandés que se habla en Bangkok. La embarcación de deslizaba con rapidez en aquellas aguas turbias y a la menor maniobra, salpicaban en mi ropa, produciéndome repulsión y asco. Me distrajo el paseo, en el recorrido vi algunas imágenes extraordinarias, templos budistas exquisitamente decorados y recubiertos por laminas de oro en las partes altas y agudas de los techos, producto de una arquitectura elaborada; había también altas torres de hoteles, multitud de grúas de construcción, una gran variedad de palacios, y muchas grandes casonas; sin embargo, entre más nos alejábamos, el paisaje cambiaba notablemente, allá atrás quedaba el esplendor y lo que seguía eran casuchas, edificios multifamiliares, comunidades apiñadas en donde la desigualdad y la miseria se hacían evidentes.
Vi mi reloj, habían transcurrido ya treinta minutos; pensé que era tiempo de volver; al despegar mi vista del reloj, en cuestión de segundos, vi a una veintena de embarcaciones diminutas y frágiles que repentinamente nos rodearon, eran como un manar de apariciones surgidas de improviso; abrí el folleto y obtuve la respuesta: era el mercado flotante. Cada lancha representaba una unidad de negocio distinta; había una embarcación con flores, otra con aves, una más vendía frutas, otra contenía joyería de imitación, otra más allá, ofrecía las mascotas mas exóticas, una inclusive vendía huevos de tortuga, tan difíciles de conseguir, otra mas, dulces y artesanías, pero una me llamó la atención porque trasladaba solamente a un hombre adulto y dos niñas menores de edad, una tal vez de doce y la otra de diez. Escuálidas y diminutas, de tez oscura y ojos rasgados, estaban sentadas en aquella embarcación adelante de aquel hombre que llevaba en sus manos un letrero que decía “Thai massage”. El hombre hablaba Ingles con una fluidez asombrosa, acerco su pequeña lancha y me dijo: “Thai massage? Le cuesta solo 700 bahts por las dos, durante una hora; el conductor lo esperara sin problemas, acá tenemos una sala de masaje flotante y la renta de la sala está incluida en el precio; las niñas son expertas, han sido entrenadas durante toda su vida para darle relajación y placer” dijo. Un sentimiento de ira en contra de aquel perverso me invadió y solo respondí “No gracias’. Inmediatamente el hombre agregó: “ en donde se hospeda? podemos llevarle a nuestras masajistas a su habitación, aquí está un folleto, -me extendió un folleto- elija una, dos, las que desee”. “No gracias” respondí, dejándole con el folleto en su mano y le pedí a Sondhi que regresara a Tewes. En ese momento, vi a otra embarcación aproximarse. En la lancha venían dos hombres de tez blanca, pertenecientes a la llamada “tercera edad” y con sus manos, le hicieron señas a aquel infame, para que se acercara.
Esa noche, al caminar de regreso al Hotel Shangri-La, en donde me hospedaba, vi allá arriba luna llena brillante que iluminaba el cielo tailandés y a su lado, habían establecido un campamento las estrellas. Me pregunte cual sería el tema de conversación entre los astros, al ser testigos de aquella explotación infantil. Sentí vergüenza de atestiguar el infame turismo sexual que sigue visitando y promoviendo esta práctica infame en ese rincón del mundo…
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