viernes, 22 de mayo de 2009

Incluso en Inglaterra se cuecen habas

A la edad de doce años, leí “Todos santos, día de muertos” el inolvidable ensayo de Octavio Paz incluido en su obra El Laberinto de la Soledad en donde apunta: “Para el mexicano moderno la muerte carece de significación. Ha dejado de ser tránsito, acceso a otra vida más vida que la nuestra. Pero la intranscendencia de la muerte no nos lleva a eliminarla de nuestra vida diaria. Para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente”.

De niño, nada ejercía en mí más fascinación que la fiesta del día de los muertos, día en que acompañaba a mi abuela a llevar ofrendas al cementerio para los muertos de la familia. La preparación de las ofrendas tomaba días enteros; había que comprar flores de cempasúchil, nube y gladiolas blancas, incienso, velas, picar papel, preparar mole y tamales para después, trasladar toda aquella parafernalia al cementerio. Había que limpiar y decorar la tumba con flores y papel picado, colocar los objetos personales más significativos del difunto, degustar algunos platillos servidos sobre la lapida y por supuesto asegurarse de dejar una ración de comida para el deleite del alma del difunto; así, mediante el ritual de la comida, canticos, rezos y risas, convivíamos con los desaparecidos. La noche del día de muertos las campanas repicaban allá en las altas torres de la parroquia, iluminadas minuto a minuto por serpientes voladoras, cohetes artificiales que rasgaban el cielo pueblerino y caían en estelas, como abanicos de luces. La fiesta del día de los muertos en mi pueblo era una re-vuelta, era un re-nacer, un re-vivir. Ese día emprendíamos una batalla contra la traición de la memoria evocando al muerto, en un afán por traerlo de nuevo a la vida.

Pasó el tiempo y atrás quedo mi pueblo, mi país, mis tradiciones, mis memorias de niño; un día, deje México y me eché a andar. En uno de mis viajes a Europa intenté identificar si habría conexiones entre la cultura occidental y su influencia en el mundo mesoamericano con respecto a las celebraciones y rituales de la muerte; quería entender cómo las tradiciones deocéntricas europeas podrían haber influido en nuestra noción del mas allá. Deseaba comprobar la aseveración que había leído de Octavio Paz  ¿Era realmente en estos sitios la muerte algo innombrable? Esas ideas me acompañaron durante mis recorridos por algunos sitios históricos en lugares como Madrid, Paris y sobretodo Londres.

Londres huele a historia en cada una de sus esquinas. Nada como detenerse a contemplar el paso de la Historia en la Plaza de Trafalgar, construida para celebrar la victoria de la Armada Británica en la Batalla de Trafalgar que venció a las Armadas Francesas y Españolas en las costas de Cádiz. En la Plaza, ocurren celebraciones masivas; Navidad, el Día de la Victoria, Año Nuevo, así como manifestaciones deportivas y políticas, encaminadas a exaltar la vida y sus logros.

Fue en la Abadía de Westminster en donde pude apreciar y valorar la reverencia británica ante la muerte. Recorrí la Abadía un sábado y regresé el domingo para asistir a un culto religioso y tener “la foto completa”. Edificada en 960 DC por monjes benedictinos bajo el estilo románico, fue reconstruida bajo la influencia de la arquitectura gótica; es el lugar de coronación y alberga los sepulcros de reyes y reinas de Inglaterra y Escocia, así como de científicos, escultores, actores, escritores. Ahí entre piedra y mármol están los restos de Charles Dickens, Isaac Newton, Charles Darwin, entre muchos otros. En la Abadía, en el acomodo de los sepulcros hay jerarquías y distinciones, e incluso exclusiones; Oscar Wilde por ejemplo tiene solo una placa en su memoria, sus restos reposan en otro lado, dado que por su orientación sexual en vida, en su muerte quedó fuera de reposar en tan privilegiado sitio.

Fue en mi visita a Oxford, al día siguiente donde encontré la pista que buscaba. En mi recorrido por el Museo de Oxford pude observar un sitio clave para descartar para siempre aquella idea de que la convivencia con los muertos es un rasgo exclusivamente mesoamericano. A la salida del museo, se encuentra enclavada una parte del cementerio de Oxford. Ahí se estableció una cafetería inverosímil para muchos: sillas y mesas se colocaron al aire libre, entre tumbas y lapidas, para estupor de los paseantes. Recordando mi experiencia de comer sobre las tumbas, ni tardo ni perezoso me senté en una pequeña mesa redonda y me uní a aquel grupo de turistas a disfrutar del platillo tradicional: “fish and chips” y una ensalada aderezada con una salsa de garbanzo y habas. En este lugar no había campanadas, ni música, ni cohetes, ni rezos ni canticos, pero con alegría descubrí que con respecto a la muerte, incluso en Inglaterra “se cuecen habas”…

 

  

 

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