Vi aquella fila interminable; los más alejados de la zona, habían salido de sus casas en la madrugada y caminado más de 6 kilómetros; otros decían que habían tenido que cruzar nadando el río Cumbuco, algunos habían caminado entre lodazales pues el verano es la estación de lluvias y la mayoría llegaron con sus pies heridos por caminar descalzos o con sandalias de plástico. Todos llevaban el mismo propósito: consultar al médico y obtener medicamentos gratuitos, una vez que llegaran a aquella clínica móvil que instalamos en una minúscula comunidad ubicada en el noreste de Brasil, denominada Caninde, perteneciente al estado de Ceará.
Eran poco después de las nueve de la mañana y el sol inclemente de Junio calentaba ya; había un centenar de pacientes sentados en sillas de plástico, bajo un toldo de lona provisional. “Estos llegaron desde las 5 de la mañana” dijo el Doctor Eliazar Goncalves, medico brasileño y mi contacto con la agrupación que organizaba aquella cruzada médica. Adicionalmente, unas doscientas personas, entre hombres, mujeres y niños, esperaban su turno, formados en una hilera que serpenteaba desde la clínica hasta la orilla del riachuelo; en sus rostros se reflejaba la enfermedad, el dolor, el sufrimiento, y también la muerte.
Aquella misión médica había sido organizada por la Fundación Hipócrates de Rio de Janeiro. Utilizando las instalaciones de una escuela pública, habían planeado instalar una pequeña clínica que atendería durante los tres días de la última semana de junio, a alrededor de mil pacientes en aquella región inhóspita del noreste de Brasil. La Fundación Hipócrates auspiciaría el viaje en autobús de médicos, y enfermeras de Brasil que voluntariamente donarían su tiempo y sus servicios. En una visita previa que realicé a Sao Paulo, Rio de Janeiro y Belo Horizonte, entre en contacto con la Fundación y vi de cerca los esfuerzos que desarrollaban y decidimos apoyarlos con el viaje de un grupo médico de Estados Unidos.
Nuestro grupo lo constituían doce personas: cuatro médicos, siete enfermeras y yo. Habíamos salido de Miami a las 11:05 de la mañana por TAM la aerolínea brasileña, con destino a Sao Paulo. Después de más de ocho horas de viaje, aterrizamos en el aeropuerto internacional de Guarulhos a las 8:30 pm. Pasamos aduanas y sentí escalofrío al recoger mis cuatro maletas, una con ropa y las otras tres, llenas de medicamentos. Hacía dos meses yo había redactado una carta a una empresa farmacéutica pidiéndoles un donativo en especie. Previamente había llenado una extensa cantidad de formularios, explicando las razones de nuestro viaje de misión médica a Brasil, especificando detalladamente el tipo de enfermedades que esperábamos encontrar, que en su mayoría y por la dieta alta en carbohidratos, anticipábamos serian diabetes tipo dos y alta presión sanguínea. Con ansiedad aguardé la respuesta y una mañana llegaron a mi oficina una carta y cuatro grandes cajas de medicinas por un valor equivalente a veinte mil dólares. El dilema era: ¿cómo trasladarlas hasta Brasil? Para declarar las medicinas a la hora de cruzar aduanas ¿debía seguir los largos y complicados trámites para ingresar y pagar los impuestos de los medicamentos? Asimismo, para obtener la visa ¿debía responder en la embajada los cuestionamientos del por qué apoyar aquella cruzada medica y satisfacer los requisitos legales del ejercicio de medicina y empleo de medicamentos americanos en un país extranjero?
Ya era tarde para estos cuestionamientos. Recogí maletas y crucé los dedos, armado de valor pase por la revisión, sonriente y seguro de que un grupo de ángeles accionaría aquel semáforo aduanal; y así fue, el semáforo me marcó verde. Aliviado, me reuní con el resto del grupo, para tomar un café con leche y pan de queso en la cafetería del aeropuerto, mientras esperábamos la conexión a Salvador Bahía. El tiempo de espera eran tres horas y aproveché para cambiar dólares por reais y tener moneda brasileña disponible. En punto de las doce y media de la madrugada nuestro avión de TAM despegó para aterrizar en el aeropuerto de Salvador Bahía a las tres de la mañana. Afortunadamente no había que cambiar de avión, sino esperar sentados ahí mismo, durante treinta minutos para continuar nuestra jornada de Salvador Bahía a Fortaleza, capital del estado de Ceará. En punto de las seis de la mañana salimos del aeropuerto Internacional Pinto Martins de Fortaleza, directamente hacia el Hotel Sambura en donde descansaríamos unas cinco horas para de ahí trasladarnos en taxi a la central de autobuses que nos llevaría a aquel pueblo remoto: Caninde.
Llegamos a nuestro destino a las ocho de la noche, después de treinta y cuatro horas de viaje entre vuelos, esperas y traslados. El comité médico brasileño nos había hecho reservación en el único hotel del pueblo, la Pousada Nossa Senhora de Assuncao. Nazareno Guimares el propietario, un brasileño de piel oscura, nariz ancha, labios gruesos y amplia sonrisa nos recibió con gran amabilidad. “Tengo dos habitaciones individuales disponibles, pero seguramente ahí se acomodarán perfectamente”. Nos entregó las llaves y nos mostró la escalera; subimos arrastrando nuestras maletas y no habíamos acabado de entrar a nuestra habitación cuando oímos a las mujeres en el cuarto vecino, gritando horrorizadas, “hay cucarachas, no podemos dormir aquí” dijo Florence, la enfermera. “Las cucarachas son una fuente importante de proteínas” dijo Morris, el gastroenterólogo egipcio-americano, entre risas. “Cómanselas o aprendan a vivir con ellas; mejor tómense un tranquilizante y descansen, mañana será un largo día ” y les extendió un frasquito de Ambien. “Es una buena idea” dijo William, el médico internista. “Tomemos todos una pastilla para dormir, así ignoraremos las condiciones del hotel, descansaremos y nos hará bien”.
Al día siguiente, llegamos a la clínica móvil a las ocho de la mañana, desayunamos en una cafetería improvisada en el sótano de la escuela. Nos ofrecieron lo que tenían: café negro y pan blanco e inmediatamente nos apresuramos a instalar los consultorios de aquella clínica, así como a clasificar y acomodar los medicamentos. Asimismo, a identificar las especialidades de los otros médicos brasileños y finalmente a entender la logística de cómo atender a un promedio de trescientos pacientes por día. Eran 4 médicos americanos y 3 brasileños, por lo que matemáticamente correspondería a cada médico dar consulta a cuarenta y dos pacientes cada día. Sin embargo, dependiendo de la especialidad, y del tipo de enfermedad a tratar, algunos tendría más y otros menos. Allá afuera, la hilera de pacientes crecía.
Una de las primeras en llegar a la clínica buscando atención medica, fue Adesina, una niña de 9 años. “Tiene leucemia”, dijo Libia, su mamá entre sollozos. “Allá en Fortaleza me dijeron que ya no había nada que hacer, pero estoy segura que estos médicos americanos me la van a curar” y en sus ojos había ese indudable resplandor de la esperanza. “Caminé con ella a ratos cargándola en mi espalda, porque salimos de Itaitinga desde las cuatro de la mañana y Adesina no se podía despertar; pero no importa, porque tengo fe en que ella saldrá adelante” añadió Libia; el caso de Adesina, conmovió a nuestro grupo.
Adesina había sido diagnosticada con leucemia medio año antes, ante sus dolores en los huesos, las dificultades para respirar, su fatiga extrema y la inflamación de sus ganglios. Sin embargo, la personalidad dulce y risueña de la niña, así como su alegría, eran prueba evidente de su aguerrida lucha por vivir. Ese día, nuestro grupo “adoptó” a Adesina. Jugamos con ella, cubrimos su calvicie -producto de sus sesiones de quimioterapia con una peluca, le pintamos la cara, le regalamos juguetes, algunas golosinas y buscamos animarle, aunque al final, fue al revés: su alegría y sonrisa ante la adversidad y su firmeza de carácter terminó por contagiarnos y darnos ánimos. Dean, el médico traumatólogo americano, dijo al grupo: “La Universidad de Rochester está haciendo investigación e invirtiendo en un proyecto desarrollado a partir de una planta llamada Matricaria que se transforma en un agente llamada Partenolida y que promete ser un medicamento eficaz para controlar la leucemia. Una vez que regresemos a los Estados Unidos contactaré a un amigo medico que está participando en el proyecto y podremos enviar medicamentos directamente a Eliazar” . El médico brasileño tenia establecido su consultorio precisamente en Fortaleza. “Asimismo, entre todos podemos apoyar también financieramente sesiones de quimioterapia que pueden ser administradas periódicamente en algún hospital en Fortaleza” . Dean cumplió su promesa y envió a nuestro contacto en Brasil periódicamente cantidades del medicamento experimental. A la fecha, continúa enviando un donativo modesto al hospital para las sesiones de quimioterapia. Han pasado cuatro años de nuestra jornada en Caninde y aun recibo con relativa frecuencia los correos electrónicos de Eliazar. Adesina ha hecho honor a su nombre de origen Yoruba que significa “el camino está abierto” pues ha sorteado victoriosamente los vaivenes de la leucemia y aunque no ha sido fácil, su sonrisa sigue iluminando la vida de su madre y de sus seis hermanos allá en Brasil.
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