viernes, 29 de mayo de 2009

Una raiz cercenada

“Mi padre fue un hombre bueno” dijo Adal, “y el día que me fui de Monterrey para buscar oportunidades en la ciudad de México, me asaltó el pensamiento de “que pasaría si alguien de mi familia muriera, durante mi ausencia”? agregó, y fue como una premonición. “Tres años después de mi llegada a la capital, mi padre tuvo un infarto cuando conducía su auto y murió”. La voz de Adal se quebró y nos quedamos mudos; yo no supe que responderle pues mi padre acababa de morir también y la herida aun sangraba.

Adal Ramones nació en Monterrey y emigró hacia el centro del país en busca de fama y fortuna; su versatilidad y habilidades de improvisación encontraron espacio en su “late show” Otro Rollo, donde en pocos años logró alcanzar un sitio definitivo en la historia de la conducción televisiva en México y varios países de América Latina. Nuestra conversación incluyó varios giros: los inicios de su carrera, sus éxitos, como manejar la popularidad, lo difícil que es incursionar y forjarse un lugar en el medio artístico tan competido, pero sobretodo hablamos de sus fantasmas personales.

“Yo tuve ese mismo miedo” le dije, y  mi padre también fue un buen hombre. De él aprendí a ser fiel a mis emociones, a llamar a las cosas por su nombre, a invertir todo y sin pensarlo dos veces en la gente que amo, a nunca dudar de las razones para dar, sino alreves, preguntándome ¿por qué no darlo? Mi padre fue un hombre honesto, de muchas acciones, pocas palabras y muchos amigos. Sin embargo, un enemigo invencible le gano la batalla; el Alzheimer. Poco a poco, durante mis esporádicas visitas me di cuenta que mi padre dejó de reconocerme, pero lo más grave es que yo dejé de reconocerme en él. ¿Quien puede identificarse con un hombre que olvida? Con el tiempo empezó a olvidarse de cómo hablar, de la forma de cómo cortar los alimentos y llevarlos a la boca, dejó de caminar, no recordaba cómo vestirse, no sabía los nombres de sus hijos y tampoco reconocía los rostros de sus nietos, el Alzheimer le había devorado la memoria hasta que un día, se olvidó de vivir.

Al escucharme, esta vez Adal no sonrió, no hizo comentario ni improvisó chiste alguno. Después de nuestra conversación, comimos y seguimos intentando recomponer los pedazos rotos de aquel reloj de arena y nos dimos un abrazo de despedida sabiendo que compartíamos un terreno común: una raíz cercenada cuyo desprendimiento aun duele, pues jamás nos preparamos para seguir creciendo y dar fruto sin que contemos con esa raíz que nos nutre y fortalece.

 

 

 

viernes, 22 de mayo de 2009

Incluso en Inglaterra se cuecen habas

A la edad de doce años, leí “Todos santos, día de muertos” el inolvidable ensayo de Octavio Paz incluido en su obra El Laberinto de la Soledad en donde apunta: “Para el mexicano moderno la muerte carece de significación. Ha dejado de ser tránsito, acceso a otra vida más vida que la nuestra. Pero la intranscendencia de la muerte no nos lleva a eliminarla de nuestra vida diaria. Para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente”.

De niño, nada ejercía en mí más fascinación que la fiesta del día de los muertos, día en que acompañaba a mi abuela a llevar ofrendas al cementerio para los muertos de la familia. La preparación de las ofrendas tomaba días enteros; había que comprar flores de cempasúchil, nube y gladiolas blancas, incienso, velas, picar papel, preparar mole y tamales para después, trasladar toda aquella parafernalia al cementerio. Había que limpiar y decorar la tumba con flores y papel picado, colocar los objetos personales más significativos del difunto, degustar algunos platillos servidos sobre la lapida y por supuesto asegurarse de dejar una ración de comida para el deleite del alma del difunto; así, mediante el ritual de la comida, canticos, rezos y risas, convivíamos con los desaparecidos. La noche del día de muertos las campanas repicaban allá en las altas torres de la parroquia, iluminadas minuto a minuto por serpientes voladoras, cohetes artificiales que rasgaban el cielo pueblerino y caían en estelas, como abanicos de luces. La fiesta del día de los muertos en mi pueblo era una re-vuelta, era un re-nacer, un re-vivir. Ese día emprendíamos una batalla contra la traición de la memoria evocando al muerto, en un afán por traerlo de nuevo a la vida.

Pasó el tiempo y atrás quedo mi pueblo, mi país, mis tradiciones, mis memorias de niño; un día, deje México y me eché a andar. En uno de mis viajes a Europa intenté identificar si habría conexiones entre la cultura occidental y su influencia en el mundo mesoamericano con respecto a las celebraciones y rituales de la muerte; quería entender cómo las tradiciones deocéntricas europeas podrían haber influido en nuestra noción del mas allá. Deseaba comprobar la aseveración que había leído de Octavio Paz  ¿Era realmente en estos sitios la muerte algo innombrable? Esas ideas me acompañaron durante mis recorridos por algunos sitios históricos en lugares como Madrid, Paris y sobretodo Londres.

Londres huele a historia en cada una de sus esquinas. Nada como detenerse a contemplar el paso de la Historia en la Plaza de Trafalgar, construida para celebrar la victoria de la Armada Británica en la Batalla de Trafalgar que venció a las Armadas Francesas y Españolas en las costas de Cádiz. En la Plaza, ocurren celebraciones masivas; Navidad, el Día de la Victoria, Año Nuevo, así como manifestaciones deportivas y políticas, encaminadas a exaltar la vida y sus logros.

Fue en la Abadía de Westminster en donde pude apreciar y valorar la reverencia británica ante la muerte. Recorrí la Abadía un sábado y regresé el domingo para asistir a un culto religioso y tener “la foto completa”. Edificada en 960 DC por monjes benedictinos bajo el estilo románico, fue reconstruida bajo la influencia de la arquitectura gótica; es el lugar de coronación y alberga los sepulcros de reyes y reinas de Inglaterra y Escocia, así como de científicos, escultores, actores, escritores. Ahí entre piedra y mármol están los restos de Charles Dickens, Isaac Newton, Charles Darwin, entre muchos otros. En la Abadía, en el acomodo de los sepulcros hay jerarquías y distinciones, e incluso exclusiones; Oscar Wilde por ejemplo tiene solo una placa en su memoria, sus restos reposan en otro lado, dado que por su orientación sexual en vida, en su muerte quedó fuera de reposar en tan privilegiado sitio.

Fue en mi visita a Oxford, al día siguiente donde encontré la pista que buscaba. En mi recorrido por el Museo de Oxford pude observar un sitio clave para descartar para siempre aquella idea de que la convivencia con los muertos es un rasgo exclusivamente mesoamericano. A la salida del museo, se encuentra enclavada una parte del cementerio de Oxford. Ahí se estableció una cafetería inverosímil para muchos: sillas y mesas se colocaron al aire libre, entre tumbas y lapidas, para estupor de los paseantes. Recordando mi experiencia de comer sobre las tumbas, ni tardo ni perezoso me senté en una pequeña mesa redonda y me uní a aquel grupo de turistas a disfrutar del platillo tradicional: “fish and chips” y una ensalada aderezada con una salsa de garbanzo y habas. En este lugar no había campanadas, ni música, ni cohetes, ni rezos ni canticos, pero con alegría descubrí que con respecto a la muerte, incluso en Inglaterra “se cuecen habas”…

 

  

 

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domingo, 17 de mayo de 2009

Una conversación entre los astros...

Envuelta en un manto gris, la tarde transcurría lentamente entre el calor y la modorra de aquel día de octubre y el viento suave mecía las aguas color marrón del Rio Chao Phraya. Había pasado gran parte del día acostado en una poltrona tomando el sol a la orilla de la piscina y me disponía a deambular fuera del hotel por unas horas, antes de que apareciera en el horizonte la luna de níquel. Caminé directamente hacia una embarcación en Tewes y pagué al propietario de aquella lancha,  un recorrido de una hora por algunos canales de Bangkok, ciudad considerada la joya del sudeste asiático.

Sondhi, el propietario y conductor de la lancha tenía una edad incierta; tal vez se acercaba a los sesenta años, era bajo de estatura, de piel oscura y con una nariz ancha; se había esforzado en decirme con su Ingles incipiente, el costo del paseo,  350 bahts (equivalente a unos diez dólares americanos) y me entregó de inmediato un folleto arrugado y descolorido, que describía los sitios que incluían aquella travesía; templos budistas, palacios, hoteles, museos, y por supuesto, el mercado flotante.

Me subí a aquella embarcación de lamina despintada y sucia, preguntándome si había tomado la decisión correcta. Sondhi no hablaba sino Siamés y aunque empezó a describir los sitios que recorríamos, yo no podía entenderle y me limitaba a tratar de identificar lo que veía, con las fotos de aquel folleto, impreso por un lado en Ingles y por el otro en Siamés, el idioma tailandés  que se habla en Bangkok. La embarcación de deslizaba con rapidez en aquellas aguas turbias y a la menor maniobra, salpicaban  en mi ropa, produciéndome repulsión y asco. Me distrajo el paseo, en el recorrido vi algunas imágenes extraordinarias, templos budistas exquisitamente decorados y recubiertos por laminas de oro en las partes altas y agudas de los techos, producto de una arquitectura elaborada; había también altas torres de hoteles, multitud de grúas de construcción, una gran variedad de palacios, y muchas grandes casonas; sin embargo, entre más nos alejábamos, el paisaje cambiaba notablemente, allá atrás quedaba el esplendor y lo que seguía eran casuchas, edificios multifamiliares, comunidades apiñadas en donde la desigualdad y la miseria se hacían evidentes.

Vi mi reloj, habían transcurrido ya treinta minutos; pensé que era tiempo de volver; al despegar mi vista del reloj, en cuestión de segundos, vi a una veintena de embarcaciones diminutas y frágiles que repentinamente nos rodearon, eran como un manar de apariciones surgidas de improviso; abrí el folleto y obtuve la respuesta: era el mercado flotante. Cada lancha representaba una unidad de negocio distinta; había una embarcación con flores, otra con aves, una más vendía frutas, otra contenía joyería de imitación, otra más allá, ofrecía las mascotas mas exóticas, una inclusive vendía huevos de tortuga, tan difíciles de conseguir, otra mas, dulces y artesanías, pero una me llamó la atención porque trasladaba solamente a un hombre adulto y dos niñas menores de edad, una tal vez de doce y la otra de diez. Escuálidas y diminutas, de tez oscura y ojos rasgados, estaban sentadas en aquella embarcación adelante de aquel hombre que llevaba en sus manos un letrero que decía “Thai massage”. El hombre hablaba Ingles con una fluidez asombrosa, acerco su pequeña lancha y me dijo: “Thai massage? Le cuesta solo 700 bahts por las dos, durante una hora; el conductor lo esperara sin problemas, acá tenemos una sala de masaje flotante y la renta de la sala está incluida en el precio; las niñas son expertas, han sido entrenadas durante toda su vida para darle relajación y placer” dijo. Un sentimiento de ira en contra de aquel perverso me invadió y solo respondí “No gracias’. Inmediatamente el hombre agregó: “ en donde se hospeda? podemos llevarle a nuestras masajistas a su habitación, aquí está un folleto, -me extendió un folleto- elija una, dos, las que desee”. “No gracias” respondí, dejándole con el folleto en su mano y le pedí a Sondhi que regresara a Tewes. En ese momento, vi a otra embarcación aproximarse. En la lancha venían dos hombres de tez blanca, pertenecientes a la llamada “tercera edad” y con sus manos, le hicieron señas a aquel infame, para que se acercara.

Esa noche, al caminar de regreso al Hotel Shangri-La, en donde me hospedaba, vi allá arriba luna llena brillante que iluminaba el cielo tailandés y a su lado, habían establecido un campamento las estrellas. Me pregunte cual sería el tema de conversación entre los astros, al ser testigos de aquella explotación infantil. Sentí vergüenza de atestiguar el infame turismo sexual que sigue visitando y promoviendo esta práctica infame en ese rincón del mundo…

                                                                                                      

sábado, 9 de mayo de 2009

No todo lo que brilla es oro en Pudong

Tomé el autobús en una esquina en el centro de Shanghái aquella tarde fría de octubre para llegar a Pudong. Había recorrido las calles del centro y aunque aturdido por los ríos humanos que desafiaban el viento de otoño, en aquella urbe asiática, me sentía con la energía y emoción de llegar a un lugar del que había oído y leído durante años. Aunque había conocido varios centros financieros en diversas capitales del mundo, tales como Manhattan en Nueva York, City en Londres y La Defense en Paris, nada se compara con el esplendor de este sitio. Sus altos edificios y parques tecnológicos se combinan para mostrar un desarrollo impresionante. “Anteriormente Shanghái se había desarrollado en sólo la parte al oeste del río Pu Dong. Desde 1990, el gobierno chino se propuso desarrollar la parte este del río. Tras consultar con urbanistas internacionales, y especialmente bajo asesoría francesa, el distrito de Pudong ha alcanzado  fama mundial como nuevo centro financiero y comercial de China. ” dijo el embajador de México en China, Cecilio Garza Limón en nuestra conversación, invitándome a visitarlo, años antes de que yo pudiera viajar Shanghái. “En Pudong  hay cuatro parques desarrolladores, que incluyen una área de alta tecnología y otra dedicada a la fabricación de vehículos. Además de impulsar la economía, el gobierno chino ha puesto suma importancia a la protección del medio ambiente” agrego el embajador.

Emocionado por la belleza arquitectónica integrada al paisaje, subí por uno de los múltiples ascensores de la Torre Jin Mao, el quinto rascacielos más alto del mundo, donde pude observar parte del abrumador desarrollo de Shanghái y las miles de grúas de construcción que evidencian la efervescencia de la economía china. Allá abajo ondeaban banderas internacionales  presumiendo la presencia internacional de empresas, asimismo, múltiples y espigados edificios se difuminaban entre la bruma y la caída del sol. Empezaban a encenderse las fuentes de luces multicolores del skyline de Shanghái.

Embelesado por el brillo metálico y la exuberancia de los edificios, volví dos días seguidos a Pudong, lo recorrí hasta grabarme el orden y la disposición de los edificios; precisamente ahí aborde el tren magnético que me llevaría al aeropuerto en siete minutos, recorriendo 33 kilómetros a una velocidad de 431 kilómetros por hora. Es probablemente el primer tren de levitación magnética que he abordado en mi vida. No se apoya en las vías ni dispone de ruedas; la propulsión, estabilidad y dirección, descansan en la atracción entre las fuerzas electromagnéticas situadas a ambos lados el vehículo y los condensadores instalados bajo el raíl guía, manteniendo una separación de diez milímetros. El gobierno chino construye actualmente nueve líneas adicionales del metro, con el fin de asegurar una transportación eficaz para la Expo Shanghái 2010 que se estima recibirá a 70 millones de visitantes. Por mi parte, planeaba regresar y asistir a esta cumbre comercial, pero al enterarme de la forma en que  mis compatriotas fueron tratados y confinados a raíz del brote de influenza, y que inclusive el gobierno mexicano tuvo que enviar un avión para regresarlos,  creo que me daría miedo estornudar en Shanghái. Esta experiencia me demostró que no todo lo que brilla es oro en Pudong y que al viajar, nada mejor que sentirse cómodo y entre amigos…

 

 

 

 

 

 

viernes, 1 de mayo de 2009

Adesina, el camino está abierto...

Vi aquella fila interminable; los más alejados de la zona, habían salido de sus casas en la madrugada y caminado más de 6 kilómetros; otros decían que habían tenido que cruzar nadando el río Cumbuco, algunos habían caminado entre lodazales pues el verano es la estación de lluvias y la mayoría llegaron con sus pies heridos por caminar descalzos o con sandalias de plástico. Todos llevaban el mismo propósito: consultar al médico y obtener medicamentos gratuitos, una vez que llegaran a aquella clínica móvil que instalamos en una minúscula comunidad ubicada en el noreste de Brasil, denominada Caninde, perteneciente al estado de Ceará.

Eran poco después de las nueve de la mañana y el sol inclemente de Junio calentaba ya;  había un centenar de pacientes sentados en sillas de plástico, bajo un toldo de lona provisional. “Estos llegaron desde las 5 de la mañana” dijo el Doctor Eliazar Goncalves, medico brasileño y mi contacto con la agrupación que organizaba aquella cruzada médica. Adicionalmente, unas doscientas personas, entre hombres, mujeres y niños, esperaban su turno, formados en una hilera que serpenteaba desde la clínica hasta la orilla del riachuelo; en sus rostros se reflejaba la enfermedad, el dolor, el sufrimiento, y también la muerte.

Aquella misión médica había sido organizada por la Fundación Hipócrates de Rio de Janeiro. Utilizando las instalaciones de una escuela pública, habían planeado instalar una pequeña clínica que atendería durante los tres días de la última semana de junio, a alrededor de mil pacientes en aquella región inhóspita del noreste de Brasil. La Fundación Hipócrates auspiciaría el  viaje en autobús de médicos, y enfermeras de Brasil que voluntariamente donarían su tiempo y sus servicios. En una visita previa que realicé a Sao Paulo, Rio de Janeiro y Belo Horizonte, entre en contacto con la Fundación y vi de cerca los esfuerzos que desarrollaban y decidimos apoyarlos con el viaje de un grupo médico de Estados Unidos.

Nuestro grupo lo constituían doce personas: cuatro médicos, siete enfermeras y yo. Habíamos salido de Miami a las 11:05 de la mañana por TAM la aerolínea brasileña, con destino a Sao Paulo. Después de más de ocho horas de viaje, aterrizamos en el aeropuerto internacional de Guarulhos a las 8:30 pm. Pasamos aduanas y sentí escalofrío al recoger mis cuatro maletas, una con ropa y las otras tres, llenas de medicamentos. Hacía dos meses yo había redactado una carta a una empresa farmacéutica pidiéndoles un donativo en especie. Previamente había llenado una extensa cantidad de formularios, explicando las razones de nuestro viaje de misión médica a Brasil, especificando detalladamente el tipo de enfermedades que esperábamos encontrar, que en su mayoría y por la dieta alta en carbohidratos, anticipábamos serian diabetes tipo dos y alta presión sanguínea. Con ansiedad aguardé la respuesta y una mañana llegaron a mi oficina una carta y cuatro grandes cajas de medicinas por un valor equivalente a veinte mil dólares. El dilema era: ¿cómo trasladarlas hasta Brasil? Para declarar las medicinas a la hora de cruzar aduanas ¿debía seguir los largos y complicados trámites para ingresar y pagar los impuestos de los medicamentos? Asimismo, para obtener la visa ¿debía responder en la embajada los cuestionamientos del por qué apoyar aquella cruzada medica y satisfacer los requisitos legales del ejercicio de medicina y empleo de medicamentos americanos en un país extranjero?

Ya era tarde para estos cuestionamientos. Recogí maletas y crucé los dedos, armado de valor pase por la revisión, sonriente y seguro de que un grupo de ángeles accionaría aquel semáforo aduanal; y así fue, el semáforo me marcó verde. Aliviado, me reuní con el resto del grupo, para tomar un café con leche y pan de queso en la cafetería del aeropuerto, mientras esperábamos la conexión a Salvador Bahía. El tiempo de espera eran tres horas y aproveché para cambiar dólares por reais y tener moneda brasileña disponible. En punto de las doce y media de la madrugada nuestro avión de TAM despegó para aterrizar en el aeropuerto de Salvador Bahía a las tres de la mañana. Afortunadamente no había que cambiar de avión, sino esperar sentados ahí mismo, durante treinta minutos para continuar nuestra jornada de Salvador Bahía a Fortaleza, capital del estado de Ceará. En punto de las seis de la mañana salimos del aeropuerto Internacional Pinto Martins de Fortaleza, directamente hacia el Hotel Sambura en donde descansaríamos unas cinco horas para de ahí trasladarnos en taxi a la central de autobuses que nos llevaría a aquel pueblo remoto: Caninde.

Llegamos a nuestro destino a las ocho de la noche, después de treinta y cuatro horas de viaje entre vuelos, esperas y traslados. El comité médico brasileño nos había hecho reservación en el único hotel del pueblo, la Pousada Nossa Senhora de Assuncao. Nazareno Guimares el propietario, un brasileño de piel oscura, nariz ancha, labios gruesos y amplia sonrisa nos recibió con gran amabilidad. “Tengo dos habitaciones individuales disponibles, pero seguramente ahí se acomodarán perfectamente”. Nos entregó las llaves y nos mostró la escalera; subimos arrastrando nuestras maletas y no habíamos acabado de entrar a nuestra habitación cuando oímos a las mujeres en el cuarto vecino, gritando horrorizadas, “hay cucarachas, no podemos dormir aquí” dijo Florence, la enfermera. “Las cucarachas son una fuente importante de proteínas”  dijo Morris, el gastroenterólogo egipcio-americano, entre risas. “Cómanselas o aprendan a vivir con ellas; mejor tómense un tranquilizante y descansen, mañana será un largo día ” y les extendió un frasquito de Ambien. “Es una buena idea” dijo William, el médico internista. “Tomemos todos una pastilla para dormir, así ignoraremos las condiciones del hotel, descansaremos y nos hará bien”.

Al día siguiente, llegamos a la clínica móvil a las ocho de la mañana, desayunamos en una cafetería improvisada en el sótano de la escuela. Nos ofrecieron lo que tenían: café negro y pan blanco e inmediatamente nos apresuramos a instalar los consultorios de aquella clínica, así como a clasificar y acomodar los medicamentos. Asimismo, a identificar las especialidades de los otros médicos brasileños y finalmente a entender la logística de cómo atender a un promedio de trescientos pacientes por día. Eran 4 médicos americanos y 3 brasileños, por lo que matemáticamente correspondería a cada médico dar consulta a cuarenta y dos pacientes cada día. Sin embargo, dependiendo de la especialidad, y del tipo de enfermedad a tratar, algunos tendría más y otros menos. Allá afuera, la hilera de pacientes crecía.

Una de las primeras en llegar a la clínica buscando atención medica, fue Adesina, una niña de 9 años. “Tiene leucemia”, dijo Libia, su mamá entre sollozos. “Allá en Fortaleza me dijeron que ya no había nada que hacer, pero estoy segura que estos médicos americanos me la van a curar” y en sus ojos había ese indudable resplandor de la esperanza. “Caminé con ella a ratos cargándola en mi espalda, porque salimos de Itaitinga desde las cuatro de la mañana y Adesina no se podía despertar; pero no importa, porque tengo fe en que ella saldrá adelante” añadió Libia; el caso de Adesina, conmovió a nuestro grupo.

Adesina había sido diagnosticada con leucemia medio año antes, ante sus dolores en los huesos, las dificultades para respirar, su fatiga extrema y la inflamación de sus ganglios. Sin embargo, la personalidad dulce y risueña de la niña, así como su alegría, eran prueba evidente de su aguerrida lucha por vivir. Ese día, nuestro grupo “adoptó” a Adesina. Jugamos con ella, cubrimos su calvicie -producto de sus sesiones de quimioterapia con una peluca, le pintamos la cara, le regalamos juguetes, algunas golosinas y buscamos animarle, aunque al final, fue al revés: su alegría y sonrisa ante la adversidad y su firmeza de carácter terminó por contagiarnos y darnos ánimos. Dean, el médico traumatólogo americano, dijo al grupo: “La Universidad de Rochester está haciendo investigación e invirtiendo en un proyecto desarrollado a partir de una planta llamada Matricaria que se transforma en un agente llamada Partenolida y que promete ser un medicamento eficaz para controlar la leucemia. Una vez que regresemos a los Estados Unidos contactaré a un amigo medico que está participando en el proyecto y podremos enviar medicamentos directamente a Eliazar” . El médico brasileño tenia establecido su consultorio precisamente en Fortaleza. “Asimismo, entre todos podemos apoyar también financieramente sesiones de quimioterapia que pueden ser administradas periódicamente en algún hospital en Fortaleza” . Dean cumplió su promesa y envió a nuestro contacto en Brasil periódicamente cantidades del medicamento experimental. A la fecha, continúa enviando un donativo modesto al hospital para las sesiones de quimioterapia. Han pasado cuatro años de nuestra jornada en Caninde y aun recibo con relativa frecuencia los correos electrónicos de Eliazar. Adesina ha hecho honor a su nombre de origen Yoruba que significa “el camino está abierto” pues ha sorteado victoriosamente los vaivenes de la leucemia y aunque no ha sido fácil, su sonrisa sigue iluminando la vida de su madre y de sus seis hermanos allá en Brasil.

 

                                                                                                                 

 

 

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