Ese día había llovido obstinadamente toda la mañana ; el pavimento húmedo reflejaba en las calles un sol tímido. Allá arriba había una batalla campal entre las nubes blancas y las nubes negras por ganar espacio. Era mediodía y largas hileras de carros avanzaban lentamente por East Commercial Boulevard. La lluvia había provocado un pesado congestionamiento de tráfico. Al esperar un cambio de luz en el semáforo no pude evitar voltear: ahí estaba aquella clínica en donde murió Roberto Hernandez.
Lo conocí una mañana en la cafetería de Florida Atlantic University. Amigo y compañero de maestría de mi hijo Emmanuel, Roberto era un hombre cercano a los cuarenta años, alto, fornido, con la piel aceitunada, el pelo rizado y al oírlo hablar noté su acento caribeño.”De dónde eres?” pregunté. “Dominicano, pero viví anteriormente en Nueva York”, respondió. Por esos mismos días, empecé a reunirme con Martha, Janet y Walteria, estudiantes de posgrado, los lunes a mediodía, en un pequeño salón al lado de la cafetería del campus, para leer y comentar el libro Purpose Driven Life de Rick Warren. A este grupo se unió Roberto poco tiempo después; en nuestras sesiones empezamos a compartir nuestras alegrías, sueños y temores; ahí me enteré que a Roberto le habían diagnosticado cáncer en el estomago. Un día llegué a la reunión y le dije: “Roberto, voy a tu país; daré una plática en una campaña de prevención de adicciones y vamos a visitar algunas escuelas de enseñanza media en Santo Domingo”. “¿Qué escuelas visitarán?” me preguntó. “No me han dado la lista definitiva, pero una de ellas es el Centro Educativo Nuevo Renacimiento, recuerdo muy bien el nombre porque me pareció redundante” le dije entre risas. Vi que sus ojos se iluminaron al escuchar aquel nombre.
El viernes de esa semana recibí una llamada de Roberto: “¿Luis, podrías llevar un encargo para mi madre? Ella vive a una cuadra del Nuevo Renacimiento; yo fui alumno de esa escuela, es una secundaria muy grande, con unos enormes ventanales llenos de luz, hay inmensos jardines, con árboles frondosos y verdes…”. Esa misma tarde se apareció por mi oficina llevando dos bolsas de plástico con alimentos enlatados y un sobre dirigido para su mamá”. Al despedirnos, abrió y sacó de la cartera su único billete. “Hazme otro favor, dale estos veinte dólares a algún niño de esa escuela, a alguien que veas en sus ojos necesidad…” me dijo y salió apresuradamente.
La visita al Nuevo Renacimiento ocurrió durante el segundo día de mi estancia en Santo Domingo. Muy temprano llamé por teléfono a la madre de Roberto. Ella me comentó que no podía ir personalmente, pero que enviaría a una sobrina a recoger el paquete. El Nuevo Renacimiento era una escuela populosa y sombría; los grandes ventanales habían sido cubiertos por tupidas barras de hierro y altas cercas de alambre de púas rodeaban la escuela, para protegerla de los ataques de las bandas de malvivientes, no había pasto ni arboles, sino un terreno árido y gris. Nos dieron acceso a un gimnasio y de pie, los alumnos escucharon nuestra presentación; nos dirigimos a la multitud de alumnos y no pudimos usar la vieja tarima de madera para tener una mejor visibilidad, porque estaba a punto de venirse abajo. “La electricidad aquí va y viene, por lo que tampoco puedo ofrecerles un micrófono” dijo la directora.
Quedé casi afónico tratando de que me escucharan aquellos trescientos alumnos; veía los ojos de algunos adolescentes y observaba sus sonrisas francas a pesar de la pobreza de su indumentaria. Tenía muy presente aquel encargo de Roberto, y buscaba afanosamente en los ojos de aquellos niños para elegir uno, uno solo que tuviera ese aspecto de necesitar desesperadamente ayuda. Sin embargo me parecía que cualquiera de ellos los necesitaba, y no quería ser injusto y favorecer a uno solo. Al final de la presentación, se quedaron solamente aquellos que tenían interés en hacer preguntas, el resto fue saliendo poco a poco, hasta quedar alrededor de unos cuarenta y cinco adolescentes quienes permanecieron unos quince minutos más. Terminamos sin que pudiera decidir a quién entregaría aquellos veinte dólares.
Salimos de la escuela, seguidos por el grupo de estudiantes; dejé a mis dos compañeros americanos que habían organizado aquella cruzada, conversando con ellos y me adelanté un poco, para comprar una botella de agua en una tienda llamada “El peso grande” ubicada frente a la escuela. De pronto, avanzó hacia a mí a un joven haitiano que traía en sus manos un recipiente rojo lleno de dulces. “Llevo todo el día sin vender nada” me dijo en un lenguaje mitad creole-mitad español. “Cómpreme un dulce o un chocolate, señor”. Vi en sus ojos negros la desesperanza. “¿Cuánto cuestan todos esos dulces” le pregunté. “¿Todos? ¿Todos?” cuestionó en tono incrédulo. “ Cuestan unos 708 pesos dominicanos” respondió entusiasmado. “¿Cuánto es en dólares?” le pregunté.“Veinte dólares”, se apresuró a responder. Extendí el billete de veinte dólares que Roberto me había entregado y regresé con aquel grupo de jóvenes que nos seguía: “¿quieren dulces? Un ex alumno llamado Roberto que vive ahora en Estados Unidos se los regala”… Los cuarenta y cinco se acercaron apresuradamente y en pocos minutos el recipiente rojo quedo vacío. El joven haitiano lo recogió sonriendo y se fue feliz por la venta de aquel día.
El semáforo cambió de rojo a verde y finalmente pude avanzar. Volteé de nuevo a ver aquel hospicio y recordé la última vez que vi a Roberto Hernandez quien yacía en aquella cama, consumido por el cáncer. Extremadamente delgado, apenas pudo abrir sus grandes ojos negros pero al verme sonrió generosamente. No podía andar, sus pies se habían hinchado y tampoco tenia energía para hablar conmigo. No hizo falta, le toqué el hombro y palmee su brazo. La piel cubría apenas aquellos huesos que el cáncer devoraba día a día. Regresé a verlo dos veces más, pero ya no pudo abrir sus ojos, se fue apagando hasta que se rindió con dignidad. -Roberto, aunque ya no estás, quisiera decirte que aquel encargo tuyo endulzó por un momento la vida de cuarenta y cinco jóvenes de tu escuela y que al mismo tiempo, diste esperanza a un vendedor de dulces; deseo fervientemente que estés gozando del dulce sabor de la paz…
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