“Va a desayunar, señor? Le puedo ofrecer huevos revueltos o hotcakes”, dijo la azafata y abrí los ojos. Había tomado el vuelo de las 6:30 am de Monterrey a México, D.F. y el sueño me venció al despegar el avión. “Huevos revueltos”, alcance a balbucear.”Café y jugo de naranja, señor?” Asentí, y la azafata me paso la charola, la coloque sobre la mesita de mi asiento, rompí el papel aluminio para abrir el recipiente de huevos revueltos y el vapor caliente empañó mis lentes; enseguida rasgue la bolsa de celofán que contenía el tenedor de plástico y engullí el primer bocado, envuelto aun en la somnolencia de aquella mañana; sin darme cuenta, un trozo de huevo revuelto cayó sobre mi corbata azul marino y motas blancas.
Un sentimiento de contrariedad me inundo; no llevaba otra corbata y mi cita en la Embajada de Francia era justo cuarenta y cinco minutos después del aterrizaje. Era temprano y las tiendas estarían todavía cerradas, y tampoco había tiempo de ir de compras. Fui al baño a tratar de desaparecer aquella mancha de grasa, frotándola con un trozo de papel y agua fría, luego agregue un poco jabón; entre mas frotaba mas se esparcía aquella mancha obstinada. Trate de tranquilizarme y abroche uno a uno los tres botones de mi saco azul marino y respire aliviado: una vez cerrado el saco, la mancha no se notaba, sino que quedaba exactamente oculta, debajo del primer botón. Regrese a mi asiento y la voz de la azafata anunciaba ya nuestro descenso en el aeropuerto internacional de la ciudad de México.
Al detenerse el avión, me levante de prisa y agarre mi maletín del compartimento de equipaje, camine por el pasillo siguiendo a la hilera de pasajeros que presurosos buscaban la salida del avión cuando de pronto, sentí que mi zapato derecho se atoro en un riel del piso del avión. Moví mi zapato y oí un sonido hueco: efectivamente, se había trozado el tacón de mi zapato. Me agache y con la sangre agolpada en mi rostro por la vergüenza, recogí el tacón del piso. Cojeando llegue hasta la salida de “Llegadas Nacionales” en donde me esperaba Guisepe Rossi, un taxista italiano que usualmente contrataba cada vez que viajaba a la ciudad de México. Mezcla de guardaespaldas-chofer, Guisepe había desarrollado con éxito su negocio de taxi de “categoría especial”: el auto era nuevo, tenia asientos de piel y vidrios blindados. Al subirme al carro, le conté a Guisepe mi incidente con el zapato derecho.”No se preocupe, señor’, dijo; “enseguida me detendré en alguna ferretería y comprare Resistol 5000. Con eso quedara listo su zapato y llegara a tiempo a su cita”.
Recorrimos cuatro ferreterías, todas estaban aun cerradas hasta que finalmente Guisepe localizo un negocio cuyo empleado apenas abría los candados para recorrer la cortinilla de metal y empezar el día. El chofer regreso apresuradamente con una lata grande de pegamento. “ Lo siento, señor, era la única presentación disponible”. Empape el tacón en el contenido pegajoso de aquella lata enorme de Resistol y posteriormente lo pegue en el zapato derecho, presionándolo con mis manos y así lo mantuve durante todo el trayecto hasta llegar a la Embajada. Desafortunadamente el exceso de pegamento amarillo escurrió manchando la superficie externa del tacón.
“Afortunadamente el largo del pantalón cubre la mancha amarilla del tacón, pero no podre cruzar la pierna ni desabotonarme el saco”, pensé mientras que el secretario particular del Embajador, me recibía en la puerta de aquel palacete neoclásico ubicado en Polanco, una de las aéreas mas afluentes de la ciudad de México, en donde se localizan embajadas, hoteles, restaurantes y oficinas corporativas. “El Embajador lo espera en su oficina”, dijo el secretario, con marcado acento francés. Pase al despacho de Bruno Delaye, Embajador de Francia en México. Su oficina era amplia, con grandes ventanales y de sus paredes colgaban litografías de Renoir, Gauguin, Degas y Manet, entre otros pintores impresionistas; había además varias esculturas de bronce y hierro, probables replicas de Carpeaux y Rude y por todos lados, estantes con libros sobre cine, música, fotografía, toros y box. La oficina era un reflejo de la personalidad exuberante de aquel diplomático influyente y reconocido. Delaye extendió su mano y me saludo sonriente, impecablemente vestido con un traje Hermes color gris Oxford, una corbata y pañuelo color burgandi. Su pelo semi-largo rubio cenizo, la sonrisa amplia y su simpatía le daban un “savoir- faire” único, que había impresionado a la comunidad artística e intelectual del país. Delaye era una persona ecléctica en sus gustos y aficiones: se relacionaba amistosamente con Billy Ian Hodgkinson, el Vampiro Canadiense, aquel luchador-celebridad; con el asediado boxeador el “golden boy” Oscar de la Olla; era amigo cercano de Maria Félix la famosa diva del cine mexicano; tenia amistad con el escultor Juan Soriano; con el escritor Carlos Monsiváis y con la pintora Leonora Carrington. Al igual, se detenía a cruzar palabras con limpiabotas, voceadores, vendedores de flores, y demás personajes anónimos en la calle, rompiendo el paradigma del diplomático que solo convive con gente de un exclusivo circulo.
Conversamos durante más de dos horas sin parar: hablamos sobre el proceso de construcción de la integración europea, sobre la elección del Parlamento Europeo por sufragio universal directo, sobre las implicaciones del Tratado de Maastricht y por supuesto, centramos la plática sobre el verdadero motivo de nuestra reunión: el uso de tecnología en la integración de lo que sería su obra más importante como embajador de Francia en México: la Casa de Francia, escuela en donde actualmente se ofrecen las carreras de Modas, Hotelería y Gastronomía. Así, a través de internet Delaye logro traer desde Francia a los mejores profesores para impartir cátedra a alumnos mexicanos.
Comimos juntos en Champs Elysees y al finalizar la comida no me quise quedar con la duda: “Embajador, por que su fascinación con la lucha y el box? “Ah –respondió sonriente, porque me encanta la fuerza del drama que estos espectáculos poseen. Son casi como dramas clásicos, como tragedias griegas en donde se mezclan la voluntad, la técnica, el arte y la inquebrantable fuerza y cumplimiento del destino”. Nos despedimos comprometidos a realizar varios proyectos y especialmente aprovechar la visita del Presidente Chirac a México que el embajador organizaba en fecha próxima, lograr una entrevista y transmitir vía satélite su mensaje para la juventud y comunidad francesa avecindada en los países de América Latina.
Cansado pero satisfecho, regrese esa noche en el vuelo de las 9:30 pm a Monterrey. Libre del saco abotonado que me había asfixiado todo el día y de la corbata manchada, me deje caer en el asiento del avión, en mangas de camisa. “Desea vino, refresco o una cerveza con la cena” oí que me pregunto la azafata. “No voy a cenar”, respondí, “pero deme por favor un vaso de vino tinto”. Abrí los ojos para recibir la bebida y vi como el vaso de plástico resbalo de las manos de la azafata; parte del liquido cayó sobre mi hombro y escurrió hasta la bolsa de mi camisa blanca. Resignado, vi mi reloj de pulso para calcular cuánto faltaba para llegar a casa: eran las 9: 55 de la noche de un martes 13 de Marzo…
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