Margarita, la mujer de Jaime Garcia Marquez venia atrás de él, caminando con dificultad, empujada por la multitud que quería saludar al escritor colombiano; entre la algarabía de la gente, me la presentó: “Mira negra, este es Luis, el memorioso y tiene toda la pinta de cumbiambero” le dijo Jaime sonriendo; era una mulata fina, nacida en Santa Marta, cerca de la Playa del Rodadero; diminuta y maciza, vestía un traje de muselina negro con lunares blancos que hacía juego con su piel de caramelo tostado, sus ojos azabache y las oscuras pecas de la nariz que arrugaba cada vez que sonreía, mostrando una hilera de dientes inmaculados. Fue Margarita precisamente la que convenció a Jaime de conseguirme una cita con Gabito. La costeña y yo, congeniamos de inmediato: era inteligente, bella y de entrañas tiernas. Nacida como yo, bajo el signo de Tauro, fácilmente encontramos esquinas comunes; no hubo poder que venciera aquel caudal de simpatía que se desató entre nosotros. Antes de despedirnos, porque el olor de las viandas del banquete nublaba nuestro entendimiento, y ante la férrea intercesión de Margarita, los Jaimes y yo teníamos una cita a las 7:30 de la mañana del día siguiente, en la cafetería del Hotel Intercontinental; “Tranquilo, de acarrear a Gabo, me encargo yo, negrito” me dijo la diosa del Magdalena, con una sonrisa capaz de conquistar a cualquiera.
Al día siguiente, en punto de las seis de la mañana me despertó el vivaquear de los grillos anunciando el verano; me incorporé de mi cama de un salto felino, me bañé con agua natural y elegí un traje de paño negro, una camisa blanca y una corbata de seda color gris mate. Me vi al espejo y a pesar de mi alborozo interno, me pareció que iba vestido para asistir a un entierro. Encendí mi auto y me desplacé por las calles desiertas de Monterrey hasta estacionarme en la entrada de aquel hotel suntuoso ubicado en Valle Oriente. A la entrada del Intercontinental, un botones parado como estatua de cera, bajo de estatura, moreno y regordete, con un apretado uniforme color burgandi y quepí del mismo tono, me dio los buenos días e hizo un gesto que me pareció más una genuflexión, que un saludo de cortesía. Eran las 7:30 de la mañana en punto y al fondo de la cafetería, vi que ya estaban sentados, tomando café, el bullicioso grupo de colombianos. Saludé a la mulata con un beso en cada mejilla y estreché la mano de los dos Jaimes con una interrogante en mi mente: ¿Dónde estaba Gabo? Margarita que tenia dones naturales de adivinadora me auscultó con su mirada experta y remató, desarmándome, sin que pudiera defenderme: “no te preocupes, Gabito llegara en un momento más; siéntate y pide un café, que al final, te voy a leer los asientos y a contarte la buena fortuna”.
“Tráigale un café al señor” dijo Margarita al mesero escuálido que vestido con una nívea chaqueta, pantalón negro lustroso y unos zapatos de goma que conocieron mejores tiempos. Armado con dos jarras humeantes en cada mano, el mesero se acercó a nuestra mesa. “Con cafeína o descafeinado?” me pregunto tímidamente; “déselo como para levantar a un muerto” apuntó Margarita. Le di el primer sorbo y me lo acabé de prisa, diciendo: “debo advertirles que yo, después del primer café, me convierto en ser humano”. “Negro, no me adviertas ni me amenaces y pon la taza boca abajo, sobre el plato” me dijo Margarita, “para que el sedimento del café tenga tiempo de escribir tu destino”. El sabor del café y la promesa augurera de Margarita me redimió por un instante de mis malos pensamientos. Segundos después, como parte del mismo sortilegio sentí que alguien me miraba, y en un gesto casual, miré por encima de mis lentes: ahí frente a mí, de apariencia frágil, mirada inocente y envuelto en un traje beige pálido de algodón fresco, con una camisa blanca, una ancha corbata de cuernos color café sobre fondo blanco y zapatos marrón oscuro, de piel de cocodrilo en celo, estaba el escritor más famoso del mundo.
Continuara…
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