lunes, 22 de abril de 2013

De pashminas y transiciones...

La vi de reojo: era bella y plástica, con la piel tersa de un durazno cultivado a fuerza de pesticidas; tenía el cabello largo, rubio teñido y aceitunas verdes en los ojos. Estaba vestida con un gusto deliberado: un topless de seda natural color buganvilia naranja, unos oscuros pantalones holgados y unos zapatos bicolor, naranja y negros; un collar de gruesas perlas de Bali cubría su delgado cuello, remataba su ajuar con unos aretes de brillantes y perlas. Lo más llamativo de ella era su aura de antigüedad; podría andar por los tempranos sesenta o quizás más, dependiendo de la destreza del cirujano. La imaginé de nacionalidad italiana por sus pómulos anchos, la protuberante nariz y la boca sensual de Angelina, de rojo carmesí, como si estuviera engullendo una cereza de Abril. Muy probablemente su marido no habría acudido al evento por estar postrado con aquel dolor de la ciática que lo afectaba por varios días. El y su mujer vivirían su retiro con desdén, buscando en qué  entretener su ocio, como ilustres desconocidos en esta tierra de desconocidos ilustres. La vi y me vio: fueron instantes furtivos, suficientes para que ella hurgara entre su bolsa Gucci y sacara su pashmina color perla, para cubrirse los hombros desnudos,  en un gesto de rubor falso. Y se aferró a aquella prenda, como fetiche, durante el resto de la noche.

 

Lu y yo alcanzamos a llegar a nuestros asientos caminando con dificultad entre la gente que abarrotaba el lugar. Alejandro, el novio de Lu nos alcanzaría más tarde, aunque nunca llegó a sentarse con nosotros; minutos más tarde le envió un texto a su novia diciéndole que se había sentado en otra sección, ante el sobrecupo de aquel evento; ambos me invitaron a asistir con ellos al Shore Couture, Fashion Show de Palm Beach. Lu se veía espléndida como siempre: con un maquillaje mínimo, pelo rizado natural que le caía sobre los hombros, una blusa azul que destacaba su piel nívea, evidencia de su juventud plena, uñas blancas, indicio de la buena salud  y una sonrisa perfecta. Además de su belleza innegable, lo más notorio de Lu son siempre sus ideas diáfanas;  nada hay en la vida más natural, que escuchar las ideas expresadas directa y llanamente, por una mujer hermosa;  hablamos brevemente sobre la importancia de completar ciclos; sobre la transitoriedad y arbitrariedad del fugaz paso del tiempo, y de los sueños por venir;  disfruté  de su conversación profundamente y a la vez,  me di cuenta que faltaban unos minutos para que diera inicio la pasarela, tiempo que aproveché para leer el programa, echar un vistazo a la concurrencia y hacer los análisis sociológicos correspondientes . Fue entonces que vi de reojo, a aquella mujer bella que terminó por aferrarse a su pashmina.

 

La pashimina es un chal de lana de cachemir, muy de moda en los años noventa; por su suavidad, la prenda aporta calidez y bienestar y es muy demandada por la mujer, especialmente por aquella que ingresa a una etapa de transiciones, porque provee tibieza sin asfixiar ni provocar bochornos. No por coincidencia, la lana de la cabra cachemira es precisamente el producto de una muda de pelaje: durante la primavera, el animal suelta su lana para disfrutar de los albores primaverales y esas fibras tradicionalmente quedaban atrapadas en los arbustos; los artesanos y comerciantes de la región del Himalaya, la utilizaron para confeccionar y posicionar esta prenda primero en Francia, y después en el resto del mundo; no dudo que actualmente por la demanda, estos animales sean víctimas de un esquilme brutal. Esta pieza ha sido utilizada principalmente por las mujeres de ascendencia mediterránea: Carolina de Mónaco la acaba de usar durante su visita a Londres a conocer a su nieto; Isabel Pantoja se cubrió con ella en cada audiencia, hasta aquel día en que finalmente recibió una sentencia condenatoria por lavar dinero ajeno y la Infanta Cristina que acaba de ser acusada y absuelta antes de ser juzgada, no la suelta tampoco.  Las mujeres sajonas en cambio son más rigurosas y flemáticas y cubren sus friolencias con rígidos sacos de lana virgen: no creo que la recientemente fallecida Dama de hierro haya utilizando alguna; tampoco creo que Hilary Clinton tenga en su closet una pashmina. Un aplauso estruendoso interrumpió mis cavilaciones: el desfile de modas había concluido y de reojo, con mi cara de disimulo, vi a la bella sesentona aferrada a su pashmina levantarse de su asiento sin decirme adiós…

 

 

 

 

lunes, 15 de abril de 2013

Y el apapacho, que?

La sensación de aparecido sobrenatural que tuve al verlo repentinamente frente a mí, se desvaneció cuando el escritor extendió su mano y me dijo sonriente: “Luisito el cumbiambero, no sé que le diste a  Margarita, que te menciona tanto”. Se sentó con nosotros y yo miré mi reloj: eran las 7:45 de la mañana; a través de la ventana  vi que el tráfico empezaba a ser denso en aquella zona. “Tráigame un café” le dijo Gabo al mesero escuálido; se lo tomó de un sorbo y exclamó: “así que te dedicas a la educación”. “Sí maestro, me dedico a la educación a distancia, apoyada en tecnología. Contamos con un sistema en  quince países del continente donde nuestros alumnos reciben nuestros programas educativos, via satélite;  los alumnos ven al profesor en la pantalla del televisor y pueden hacerle preguntas a través de una red de comunicación, de una intranet.”  “Explícame un poco más, me dijo,  quieres decir que los muchachos pueden ver al profesor, pero éste no puede verlos cuando dicta su clase?” . Así es, afirmé; sin embargo, los muchachos pueden contactarlo a través de su computadora. “Hum –exclamó Gabo ¿y el apapacho, qué?”

 

Por dentro, sentí que debía darle un giro en esa conversación que no me conducía a ningún destino, sin embargo, decidí continuar y explicarle la propuesta: “maestro, la idea que tenemos en el Tec de Monterrey es utilizar nuestra experiencia en el uso de tecnología y la red instalada de sitios de recepción que tenemos en Latinoamérica, asimismo, buscar el apoyo y los recursos financieros del Instituto del Banco Mundial y con ustedes, aprovechar los excelentes profesores de su Fundación; la idea es establecer un acuerdo entre las tres instituciones con el fin de ofrecer capacitación a los periodistas de este continente en dos áreas fundamentales: usar la tecnología para apoyar su labor periodística, y fomentar la ética.  Estoy enterado que su Fundación capacita semestralmente a treinta periodistas que viajan desde sus países hasta Cartagena; a través de nuestra alianza podríamos desarrollar una serie de seminarios, ofrecerlos via satélite y capacitar semestralmente a unos mil periodistas en los quince países del continente en donde tenemos presencia; serian los profesores de la Fundación, en vez de los alumnos, los que tendrían que viajar a Monterrey y desde aquí transmitiríamos las clases. Podemos también entrenar a periodistas experimentados en cada sitio de recepción, para que sean facilitadores, para que apoyen y como usted dice “apapachen” a los alumnos.  Detuve un momento mi discurso y me enterré en la mirada de Gabo: veía claramente en sus ojos la duda; podía notar que la propuesta no le convencía del todo.

 

Asumiendo mi  condición de náufrago, busqué auxilio en los ojos de mi aliada, la princesa de las entrañas tiernas; no lo dije, pero lo pensé, “dime por dónde debo navegar para convencer a Gabo “ ; ella recibió el mensaje y con su sonrisa cautivadora me dio nuevos ánimos para seguir entre los intrincados laberintos del cabildeo. El silencio hosco de Gabo pesaba en mí, como una nube de agua. Mi reloj marcaba las 8 de la mañana cuando oímos repentinamente aquel ruido, como una explosión de dinamita que sobresaltó a todos los que tomábamos café aquella mañana en el Hotel Intercontinental; allá afuera, un auto embistió a otro y lo golpeó con tal fuerza  lo hizo incrustar  en un flanco del hotel. “Quién iba a decirlo” exclamó Margarita, siempre optimista: este es el presagio de la buena fortuna; dos autos que se estampan, es el símbolo de amigos que se topan, que se encuentran: y aquí estamos, Luis el negrito cumbiambero y nosotros!  Gabo y los Jaimes rieron de buena gana ante la ocurrencia de la mulata, quien hábilmente aprovechó el momento para exclamar: “los sedimentos del café ya tomaron su tiempo, negro, asi que déjame leer tu suerte y tu destino”.

 

“Con tu sonrisa eres capaz de desarmar a tu enemigo más fiero y en esta vida has preferido sonreír, aunque tu realidad algunas veces sea más siniestra que una pesadilla. Naciste Tauro, y te trastornan los primordiales deleites de la vida: la cama, la mesa y la buena conversación; estas hecho para mandar y un suspiro tuyo por imperceptible que sea, es muy respetado por tu gente. Eres poeta, porque la poesía para ti, es sinónimo de clarividencia. Te gusta soñar, y hasta te sueñas soñando; con tu sonrisa lograrás cosas que no han sido, porque además tienes un ángel de alas grandes y ese ángel te acompaña a donde vas.  Hoy viajas con viento a favor, y a ese viento se le llama, el vuelo de la gracia”. Y zafándose un anillo en forma de serpiente egipcia que llevaba en su dedo anular, Margarita concluyó su lectura diciendo: toma este anillo, negrito, y me lo devuelves en tu primer viaje a Cartagena.  Jaime, su esposo me miró a los ojos con complicidad y simpatía; sonriendo me dijo: ”Ya  oíste, Luisito? Margarita te comprometió a venir a Colombia” y antes de que terminara la frase, Gabo que había permanecido en silencio pero muy atento a la lectura de café de Margarita, me dijo “me parece una idea magnifica; ¿por qué no vienes a Cartagena la próxima semana?  Allá en la ciudad vieja hablaremos del plan ese, que traes entre manos; ya me di cuenta que eres un perro que no suelta su hueso y no va a ser fácil deshacerme de ti; “Jaime, ¿cómo haremos para que Luisito ya no piense tanto? Jaime se encogió de hombros y sonrió, moviendo la cabeza de un lado a otro, como respuesta . Gabo puntualizó: “bueno, allá nos vemos y Jaimito mi hermano, que es ingeniero contratista, que se haga cargo del asunto”.

 

No hubo más comentarios; nos levantamos de la mesa y nos encaminamos hacia el lobby del hotel. Por dentro yo quería estallar de júbilo, pero me controlé; a partir de la lectura del café, Gabo, bajó la guardia conmigo y empezó a tratarme con una familiaridad que me sorprendía agradablemente; empezamos a caminar muy despacio, conversando animadamente, mientras los Jaimes y Margarita caminaban atrás de nosotros.  Al llegar a la recepción, y para sellar nuestro encuentro, nos tomamos una foto, yo me coloqué en medio de los hermanos Garcia Marquez; Margarita tomó la foto y dijo; al que está  enmedio lo invitaremos a rumbear, para que viva como Dios manda una noche cartaginera, lo montaremos en una chiva a tomar aguardiente y tragos de ron. Avanzamos hasta llegar al lobby y de repente vimos que se abrieron las puertas del ascensor y de ahí salió una mujer de piel muy blanca, con el pelo enrojecido por un tinte inmisericorde y abombado por un crepe generoso; esbelta y vivaz, a pesar de andar por la tardía cincuentena, nos lanzó una mirada felina y en una mezcla de estupor y asombro, dijo casi gritando: “Ay Dios mío, es Gabriel Garcia Marquez, maestro lo he estado buscando en los últimos veinte años”. Al oírla, Gabo respondió:  “Huy, señora, yo he hecho lo mismo en los últimos setenta y dos, y no lo he logrado”. Sin decir mas, Gabo y yo nos dimos un abrazo y sentí su corazón de macho palpitar junto al mío; sentí la tibieza de su aura y el fluir de su sangre; “nos vemos en Cartagena, negro” me dijo quedito, en el oído e inmediatamente después, entró en el ascensor y las puertas se cerraron. En el lobby continuaban conversando animadamente los Jaimes; me despedi sabiendo que nos reuniríamos en unos días y que ése era solo el inicio de una serie de viajes, que me llevarían a conocer a fondo el mundo Macondiano.  Al ver a Margarita, utilicé la misma frase de Gabo: “y el apapacho, qué?” y nos fundimos en un abrazo de cómplices sabiendo que eso seriamos, por el resto de nuestros días.

 

 

 

 

lunes, 8 de abril de 2013

Margarita, la princesa de las entrañas tiernas...

Margarita, la mujer de Jaime Garcia Marquez venia atrás de él, caminando con dificultad, empujada por la multitud que quería saludar al escritor colombiano; entre la algarabía de la gente, me la presentó: “Mira negra, este es Luis, el memorioso y tiene toda la pinta de cumbiambero” le dijo Jaime sonriendo; era una mulata fina, nacida en Santa Marta, cerca de la Playa del Rodadero; diminuta y maciza, vestía un traje de muselina negro con lunares blancos que hacía juego con su piel de caramelo tostado, sus ojos azabache y las oscuras pecas de la nariz que arrugaba cada vez que sonreía, mostrando una hilera de dientes inmaculados. Fue Margarita precisamente  la que convenció a Jaime de conseguirme una cita con Gabito. La costeña y yo, congeniamos de inmediato: era inteligente, bella y de entrañas tiernas. Nacida como yo, bajo el signo de Tauro, fácilmente encontramos esquinas comunes; no hubo poder que venciera aquel caudal de simpatía que se desató entre nosotros. Antes de despedirnos, porque el olor de las viandas del banquete nublaba nuestro entendimiento, y ante la férrea intercesión de Margarita, los Jaimes y yo teníamos una cita a las 7:30 de la mañana del día siguiente, en la cafetería del Hotel Intercontinental; “Tranquilo, de acarrear a Gabo, me encargo yo, negrito” me dijo la diosa del Magdalena, con una sonrisa capaz de conquistar a cualquiera.

 

Al día siguiente, en punto de las seis de la mañana me despertó el vivaquear de los grillos anunciando el verano; me incorporé de mi cama de un salto felino, me bañé con agua natural y elegí un traje de paño negro, una camisa blanca y una corbata de seda color gris mate. Me vi al espejo y a pesar de mi alborozo interno, me pareció que iba vestido para asistir a un entierro. Encendí mi auto y me desplacé por las calles desiertas de Monterrey hasta estacionarme en la entrada de aquel hotel suntuoso ubicado en Valle Oriente.  A la entrada del  Intercontinental, un botones parado como estatua de cera,  bajo de estatura, moreno y regordete, con un apretado uniforme color burgandi y quepí del mismo tono, me dio los buenos días e hizo un gesto que me pareció más una genuflexión, que un saludo de cortesía.  Eran las 7:30 de la mañana en punto y al fondo de la cafetería, vi que ya estaban sentados, tomando café, el bullicioso grupo de colombianos. Saludé a la mulata con un beso en cada mejilla y estreché la mano de los dos Jaimes con una interrogante en mi mente: ¿Dónde estaba Gabo? Margarita que tenia dones naturales de adivinadora me auscultó con su mirada experta y remató, desarmándome, sin que pudiera defenderme: “no te preocupes, Gabito llegara en un momento más; siéntate y pide un café, que al final, te voy a leer los asientos y a contarte la buena fortuna”.

 

“Tráigale un café al señor” dijo Margarita al mesero escuálido que vestido con una nívea chaqueta, pantalón negro lustroso y unos zapatos de goma que conocieron mejores tiempos. Armado con dos jarras humeantes en cada mano, el mesero se acercó a nuestra mesa. “Con cafeína o descafeinado?” me pregunto tímidamente; “déselo como para levantar a un muerto” apuntó Margarita. Le di el primer sorbo y me lo acabé de prisa, diciendo: “debo advertirles que yo, después del primer café, me convierto en ser humano”.  “Negro, no me adviertas ni me amenaces y pon la taza boca abajo, sobre el plato” me dijo Margarita, “para que el sedimento del café tenga tiempo de escribir tu destino”. El sabor del café y la promesa augurera de Margarita me redimió por un instante de mis malos pensamientos. Segundos después, como parte del mismo sortilegio sentí que alguien me miraba, y en un gesto casual, miré por encima de mis lentes: ahí frente a mí, de apariencia frágil, mirada inocente y envuelto en un traje beige pálido de algodón fresco, con una camisa blanca, una ancha corbata de cuernos color café sobre fondo blanco y zapatos marrón oscuro, de piel de cocodrilo en celo, estaba el escritor más famoso del mundo.

Continuara…

 

 

 

 

lunes, 1 de abril de 2013

Siempre de parte del muerto...

Estaba sentado en el presídium bajo la luz amarillenta; apoyaba en sus manos sobre la mesa, para mantenerse erguido y  tenía el semblante adusto; se le veía extremadamente delgado,  tenía la palidez de un fantasma de esos que se asoman en las esquinas de la vieja ciudad de Cartagena. Llevaba un traje color crema de lino crudo, una camisa celeste de ceremonia y una ancha corbata de franjas diagonales en colores vino y azul que le daban la apariencia de un marinero lánguido; su bigote era abundante y blanco, como de mosquetero altivo y sus lentes brillantes se le incrustaban como crustáceos en su nariz aguileña; lo único que delataba su estado de salud, era su piel cansada y reseca. Yo me pasé las tres horas que duró aquella ceremonia interminable contemplándolo y recordando palabra por palabra, el comienzo magistral de su novela: “muchos años más tarde, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su abuelo lo llevó a conocer el hielo”. No he leído hasta ahora, el inicio de un relato que maneje con la arbitrariedad maestra, los juegos del tiempo en la narrativa.

 

Acudí a la ceremonia de la entrega del Premio para un Nuevo Periodismo patrocinado por CEMEX con una sola intención: estrechar la mano de Gabriel Garcia Marquez y buscar a como diera lugar, la forma de llegar a un acuerdo para formar una alianza entre su Fundación, el Tec de Monterrey y el Banco Mundial.  Mi idea era dar capacitación a los periodistas latinoamericanos, utilizando el renombre y la capacidad para lograr que los colegas del escritor colombiano más famoso del mundo, estuvieran dispuestos a dar capacitación; el Tec aportaría la experiencia en el uso de las tecnologías y en Banco Mundial, los recursos para otorgar becas a los participantes. Había escrito yo  previamente un proyecto escueto de tres páginas y no me llevaría más de cinco minutos exponerlo al escritor, si es que encontraba la oportunidad;  sin embargo, por dentro me decía a mi mismo que ése, no era el lugar ni el momento. Interrumpí mis cavilaciones al oír de pronto un aplauso estruendoso. Un periodista uruguayo se había llevado el máximo galardón otorgado por la Fundación Garcia Marquez en una de las varias categorías del premio. Inmediatamente después de la entrega de reconocimientos, habría un banquete en honor del escritor y los premiados, al cual yo no estaba invitado.

 

Al terminar la ceremonia, Nina Zambrano, Directora del Museo MARCO, sitio que albergaba aquella ceremonia, me presentó gentil y generosamente con el escritor. Estreché su mano y la sentí delgada, cordial y tibia. Enfundado en aquel traje caribeño, Gabo era la elegancia personificada. Afable pero parco, me saludó y se volteó inmediatamente después a preguntarle algo a su mujer, Mercedes Barcha, quien caminaba a su lado; y ahí terminó mi interacción con el ganador del Nobel de Literatura. Sin embargo, atrás de la pareja, caminaban Jaime Garcia Marquez, hermano menor del escritor y Jaime Abello, Director Ejecutivo de la Fundación. Me retrase a propósito, para acercarme a saludarlos y sin mayor preámbulo y les dije:” soy Luis Alvarado del Tec de Monterrey; leí los artículos de todos los concursantes y hay uno de un periodista colombiano que no ganó, pero que me pareció superior, por la oralidad y la frescura de su lenguaje, que recrea el habla de los niños bogotanos a  pesar de manejar un tema tan serio, como es el asesinato de jóvenes y niños, perpetrados por los grupos paramilitares” .

 

Jaime Abello replicó de inmediato: “no ganó pero estuvo a punto.” “De haber ganado, hubiera sido un premio póstumo, porque el periodista acaba de fallecer” afirmó Jaime Garcia Marquez. “Ah, pues con mayor razón –apunté; como dice  tu mamá, Jaime: hay que estar siempre de parte del muerto”. Jaime Garcia Marquez soltó una carcajada sonora; “es cierto, eso dice mamá; pero como lo sabes?” me preguntó Jaime clavándome inquisitivamente sus ojos; “lo sé porque así lo afirma Gabo en su novela Crónica de una muerte anunciada; incluso en una episodio de ésta, apareces tú, de niño, agarrado de la mano de tu mama, una mañana en que se dirigían a comprar carimañolas”. Efectivamente, dijo Jaime…vaya con tu memoria prodigiosa; yo ya había olvidado ese incidente”. Y ese comentario mío  fue suficiente motivo para que surgiera una chispa de simpatía entre nosotros, sentimiento que me llevó al día siguiente a reunirme con Gabriel Garcia Marquez a tomar un café, en el hotel Intercontinental de Monterrey, sitio en donde se hospedaba el escritor y su hermano Jaime.

                                                                                                       Continuará….