La vi de reojo: era bella y plástica, con la piel tersa de un durazno cultivado a fuerza de pesticidas; tenía el cabello largo, rubio teñido y aceitunas verdes en los ojos. Estaba vestida con un gusto deliberado: un topless de seda natural color buganvilia naranja, unos oscuros pantalones holgados y unos zapatos bicolor, naranja y negros; un collar de gruesas perlas de Bali cubría su delgado cuello, remataba su ajuar con unos aretes de brillantes y perlas. Lo más llamativo de ella era su aura de antigüedad; podría andar por los tempranos sesenta o quizás más, dependiendo de la destreza del cirujano. La imaginé de nacionalidad italiana por sus pómulos anchos, la protuberante nariz y la boca sensual de Angelina, de rojo carmesí, como si estuviera engullendo una cereza de Abril. Muy probablemente su marido no habría acudido al evento por estar postrado con aquel dolor de la ciática que lo afectaba por varios días. El y su mujer vivirían su retiro con desdén, buscando en qué entretener su ocio, como ilustres desconocidos en esta tierra de desconocidos ilustres. La vi y me vio: fueron instantes furtivos, suficientes para que ella hurgara entre su bolsa Gucci y sacara su pashmina color perla, para cubrirse los hombros desnudos, en un gesto de rubor falso. Y se aferró a aquella prenda, como fetiche, durante el resto de la noche.
Lu y yo alcanzamos a llegar a nuestros asientos caminando con dificultad entre la gente que abarrotaba el lugar. Alejandro, el novio de Lu nos alcanzaría más tarde, aunque nunca llegó a sentarse con nosotros; minutos más tarde le envió un texto a su novia diciéndole que se había sentado en otra sección, ante el sobrecupo de aquel evento; ambos me invitaron a asistir con ellos al Shore Couture, Fashion Show de Palm Beach. Lu se veía espléndida como siempre: con un maquillaje mínimo, pelo rizado natural que le caía sobre los hombros, una blusa azul que destacaba su piel nívea, evidencia de su juventud plena, uñas blancas, indicio de la buena salud y una sonrisa perfecta. Además de su belleza innegable, lo más notorio de Lu son siempre sus ideas diáfanas; nada hay en la vida más natural, que escuchar las ideas expresadas directa y llanamente, por una mujer hermosa; hablamos brevemente sobre la importancia de completar ciclos; sobre la transitoriedad y arbitrariedad del fugaz paso del tiempo, y de los sueños por venir; disfruté de su conversación profundamente y a la vez, me di cuenta que faltaban unos minutos para que diera inicio la pasarela, tiempo que aproveché para leer el programa, echar un vistazo a la concurrencia y hacer los análisis sociológicos correspondientes . Fue entonces que vi de reojo, a aquella mujer bella que terminó por aferrarse a su pashmina.
La pashimina es un chal de lana de cachemir, muy de moda en los años noventa; por su suavidad, la prenda aporta calidez y bienestar y es muy demandada por la mujer, especialmente por aquella que ingresa a una etapa de transiciones, porque provee tibieza sin asfixiar ni provocar bochornos. No por coincidencia, la lana de la cabra cachemira es precisamente el producto de una muda de pelaje: durante la primavera, el animal suelta su lana para disfrutar de los albores primaverales y esas fibras tradicionalmente quedaban atrapadas en los arbustos; los artesanos y comerciantes de la región del Himalaya, la utilizaron para confeccionar y posicionar esta prenda primero en Francia, y después en el resto del mundo; no dudo que actualmente por la demanda, estos animales sean víctimas de un esquilme brutal. Esta pieza ha sido utilizada principalmente por las mujeres de ascendencia mediterránea: Carolina de Mónaco la acaba de usar durante su visita a Londres a conocer a su nieto; Isabel Pantoja se cubrió con ella en cada audiencia, hasta aquel día en que finalmente recibió una sentencia condenatoria por lavar dinero ajeno y la Infanta Cristina que acaba de ser acusada y absuelta antes de ser juzgada, no la suelta tampoco. Las mujeres sajonas en cambio son más rigurosas y flemáticas y cubren sus friolencias con rígidos sacos de lana virgen: no creo que la recientemente fallecida Dama de hierro haya utilizando alguna; tampoco creo que Hilary Clinton tenga en su closet una pashmina. Un aplauso estruendoso interrumpió mis cavilaciones: el desfile de modas había concluido y de reojo, con mi cara de disimulo, vi a la bella sesentona aferrada a su pashmina levantarse de su asiento sin decirme adiós…