De pie junto, al quirófano del Hospital General de Ciudad Juárez, el doctor Arturo Valenzuela, de 45 años, se fue dando cuenta de que, hace solo tres años, a su quirófano llegaban dos heridos de bala a la semana, o a lo máximo, tres; eran todos unos tipos duros, herederos de una estirpe acostumbrada a matar y a morir según las reglas de la droga y la frontera. Sin embargo, mes a mes, la fisonomía de los heridos y de los muertos se iba suavizando hasta tener los rasgos de un hombre adolescente o de una mujer joven. Espantado, pensó en huir. "Lo tenía fácil", reconoce, "además de la nacionalidad mexicana, yo tengo la canadiense. Así que pensé que era hora de probar otra vida, de sacar a mi esposa, a mi hija adolescente y a mis padres de aquí, de ponerlos a salvo cruzando la frontera". Una frontera que separa Ciudad Juárez de El Paso. La ciudad más peligrosa del mundo, de la ciudad más pacífica de Estados Unidos.
Al tiempo que valoraba la posibilidad de marcharse, el doctor Valenzuela también iba constatando, horrorizado, que en Ciudad Juárez ya se habían acabado los sicarios de cuarenta y tantos años. Ya no se trataba, pues, de una guerra tradicional entre carteles, sino que trataba ya de una guerra total. Empujados por la pobreza, por la desigualdad, por la falta de afecto en una ciudad acostumbrada a tratar a las mujeres como esclavas –ya fuera en las maquiladoras o en la casa-, cientos de muchachos crecidos a la intemperie de barrios sin asfalto ni escuelas, sin energía eléctrica ni agua corriente, fueron sumando las filas del único ejército que los aceptaba; sin capacidad de elegir, los jóvenes fueron subiendo rápidamente por la escalera del crimen. De halcón -el que alerta de la llegada de la policía- a camello -el que acarrea la droga. De camello a sicario. De sicario a muerto. El doctor Valenzuela pensó que la única manera de intentar interrumpir ese último salto mortal era quedarse. "Me dije que mi hija, mi esposa o mis padres no eran los únicos que la estaban pasando mal. Que en mi conciencia no podía escribir con tinta indeleble que cuando mi ciudad me necesitó, yo me fui. Así que me senté con otros médicos a ver qué se podía hacer..." y doctor Valenzuela decidió quedarse.
"La primera marcha que organizamos fue en noviembre de 2008. Unos 200 médicos. Muchos con cubre bocas, por temor a represalias. Ya se habían disparado los secuestros, las extorsiones telefónicas y los homicidios con armas largas. Se estaba empezando a fraguar el Comité Médico Ciudadano y yo me sumé. Lo primero que hicimos fue crear una página de Internet con información práctica para enfrentar los secuestros. ¿Cómo piensa el secuestrador? ¿Cuáles son las víctimas más vulnerables? Incluso pusimos un botón de pánico para que la gente nos llamara en caso de necesidad, porque ya por entonces nadie se fiaba de la policía. Hay que tener en cuenta que en el año 2007, en Ciudad Juárez se denunciaron siete secuestros. En 2008 ya fueron 28. Al año siguiente ya había más de 200 denuncias... La gente no sabía qué hacer. Negociaban mal. Pagaban rescates espantosos. Cometían errores que ponían en peligro a la víctima. Y lo peor de todo: una vez que pagaban, ya jamás los dejaban en paz, seguían extorsionándolos. Mucha gente empezó a marcharse de la ciudad".
Esta es la historia de lo que ha sucedido en México en los últimos cinco años: los mexicanos no fueron a buscar la guerra, sino que la guerra se plantó un día en la puerta de su casa. La verdadera clase de tropa de esta guerra sin cuartel no la forman los miles de militares sacados urgentemente de los cuarteles o los miles de policías federales instruidos a toda prisa, conectados a una máquina de la verdad para certificar la pureza de sus intenciones, armados hasta los dientes después y finalmente puestos a patrullar en ciudades que a muchos de ellos les resultan hostiles y remotas. Los verdaderos soldados a la fuerza de esta guerra son los ciudadanos que deciden apretar los dientes y seguir sirviendo a sus comunidades; esos son los héroes de la guerra que ha llegado para destruir Mexico… (continuara).