Sentí el aire frío de aquella noche en Guadalajara golpear mi cara; allá arriba había un campamento de estrellas agazapadas detrás de las nubes; un viento helado movía los letreros en la calle; el incipiente invierno asomaba sus fauces. “Por cuanto nos lleva al Fiesta Americana?” preguntó Adrian al taxista; el hombre, de cara relumbrosa por la tenue luz de una tímida luna, respondió en automático:”son cincuenta pesos, señor”; Adrian regateó y le ofreció cuarenta pesos; entre más insistía, el chofer de labios gruesos, negro bigote y dientes blanquísimos, más se aferraba en decir “eso es lo que marca la tarifa”, “ no se puede”, “esa es la tarifa oficial”. Casi exasperado por la terquedad de ambos, dije: “está bien, paguemos los cincuenta pesos y vámonos”. Mi amigo respondió con el orgullo herido: ”estás loco, Luis, cincuenta pesos es mucho dinero, no gracias” enseguida cerró de golpe la portezuela del taxi y empezó a caminar, internándose en la oscuridad de la noche.
Adrian y yo habíamos cenado en La Tequila y disfrutado de dos platillos mexicanos tradicionales: un chile en nogada y un cantarito que contenía una deliciosa y tierna barbacoa de pozo acompañada de una salsa molcajeteada y tortillas calientes hechas a mano; previamente habíamos pedido unos diminutos taquitos de marlin para abrir el apetito; los tequilas, la sangrita, el limón, las cervezas y la música de un trío que tocaba canciones rancheras, en la terraza del restaurant, hicieron de aquella cena, una velada perfecta; rematamos con un café de olla y flan con cajeta; miré el reloj y me di cuenta que eran poco después de las diez de la noche, y sentí que era hora de regresar al hotel para empacar; Adrian viajaría de regreso a Monterrey y yo, a Florida, al día siguiente. Seguí a mi amigo, sintiéndome frustrado por su terquedad y una rabia sorda me empezó a invadir; caminamos unas cinco o seis cuadras, entre las tinieblas de aquella calle. “Por solo diez pesos tenemos que caminar entre la noche a buscar otro taxi” pensaba yo, cuando de pronto, un taxi que transitaba de norte a sur, se detuvo muy cerca de nosotros; Adrian volvió a preguntar con insistencia cuánto costaría llevarnos al hotel y el chofer respondió exactamente lo mismo que el taxista anterior: “la tarifa marca cincuenta pesos”. Casi a punto de perder mi compostura y antes de que mi amigo empezara a regatear de nuevo, dije: “súbete, vámonos, yo pago”. “Pero nos vas a llevar por cuarenta pesos, ¿verdad compadre?” dijo Adrian; el taxista respondió de mala gana y gruñó entre dientes: “ya súbanse, pues”.
El taxi olía a humedad, ignoro si era porque el taxista había lavado ese día los asientos y tapetes del auto, o porque la lluvia ligera que había caído en la tarde los había empapado; bajé mi ventanilla y respiré el aire frío de aquella noche; Adrian se había sentado al lado del conductor y yo iba en la parte posterior del auto; el tráfico a esa hora, empezaba a hacerse más pesado; “es viernes y fin de quincena” dijo el chofer, apenas le oí, por los ruidos de frenos y bocinazos de los otros carros, y empezó a buscar un hueco que le permitiera voltear en la siguiente esquina; y asi, entre hábiles maniobras del taxista y estando a punto de chocar varias veces, llegamos finalmente al hotel; le pagué al conductor, agarré mi maletín y posteriormente descendí del auto; entretanto, Adrian abrió la puerta delantera para bajarse, cuando escuché al taxista que me decía “espéreme un momento” y empezó a buscar monedas en un pequeño compartimento; y volteando hacia el interior del auto, le dije al hombre:”así está bien, quédese con el cambio” fue entonces que sentí su mirada buscar mis ojos y vi también su sonrisa leve: “gracias, muchas gracias, señor” dijo y arrancó el auto.
Caminé hacia la entrada del hotel, seguido por mi amigo. “Adrian –le reclamé, por diez pesos, tuvimos que arriesgarnos sin necesidad; imagínate que nos hubieran asaltado en la calle y robado la cartera…” y al pronunciar la palabra cartera, sentí que algo me hacía falta y empecé a buscarla en el bolsillo derecho del pantalón; no la encontré, luego en el izquierdo y tampoco, abrí el maletín de prisa y esculqué con rapidez cada sección interior inútilmente. Una desazón empezó a recorrer todo mi cuerpo, de arriba abajo; “la cartera, ¿dónde está mi cartera? ¿te la di al bajar del taxi?” le pregunté a Adrian ya alarmado y alzando la voz, mientras mi amigo tratando de calmarme, me decía: “no, nunca me la diste, seguramente por ahí la tienes, adentro del saco, búscala bien, tú pagaste, no?”. No alcanzaba a recordar que había hecho con mi cartera, ni siquiera recordaba si al pagar había sacado el billete de cincuenta pesos de mi bolsillo del pantalón, o bien, tal vez había sacado el dinero de mi cartera; Abrí nuevamente el maletín con la esperanza de encontrarla en algún sitio escondida, me quité el saco, registré por enésima vez en las bolsas del pantalón y nada; mi cartera había desaparecido.
Empecé a hacer memoria de los documentos y dinero que traía yo aquel día en la cartera: traía tres tarjetas de crédito y mi tarjeta de débito, mi licencia de conducir, seiscientos pesos y cuatrocientos dólares en efectivo y lo peor: mi tarjeta de residencia permanente en EEUU; quise gritar de rabia y no pude; no sabía si correr hacia afuera del hotel, pero, ¿a dónde iría? O tal vez lo mejor era calmarme y tomar el ascensor para ir a mi habitación, ¿pero, para qué? Un sudor frio empezó a inundar mi cuerpo; debía cancelar las tarjetas de crédito y de débito inmediatamente, la credencial de conducir la podría reemplazar llegando a Florida, pero sin mi tarjeta de residente, ¿cómo podría salir de México? Ninguna aerolínea me permitiría subirme al avión sin ella; mi vuelo salía a las 10 de la mañana del día siguiente. ¿Por qué tuve que colocarla en mi cartera, si mi costumbre habitual era dejarla en la caja de seguridad del hotel? me preguntaba a mí mismo, ¿Cómo iba a regresar a casa sin mi tarjeta verde?
Continuará…
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