lunes, 21 de febrero de 2011

Seiscientos pesos y cuatrocientos dolares.

“Vámonos, Luis” me dijo Adrian y lo seguí lleno de incertidumbre;  su extraña actitud me desconcertaba. Al salir de La Tequila, encontramos precisamente el primer taxi que vimos después de cenar; pertenecía al sitio “oficial” del restaurant. Adrian abordó al chofer de cara oscura y relumbrosa: “Compadre, ¿te acuerdas de nosotros? fíjate que mi amigo perdió su cartera…”; el taxista atajó de inmediato: “ah sí, ustedes son los que no quisieron pagar los cincuenta pesos, y me dejaron con la palabra en la boca”. “Si, así es, discúlpanos, compadre, debimos habernos subido a tu carro” le respondió Adrian en tono conciliador; “fíjate que nos fuimos en un taxi de la calle, a unas cinco o seis cuadras de aquí y muy probablemente a mi amigo se le cayó su cartera cuando nos bajamos del auto; ¿dónde queda la central de la agrupación de taxis? Me han dicho que solamente los taxis que pertenecen a esa agrupación pueden levantar pasajeros en la zona. ¿Es cierto?” Pensé que Adrian estaba perdiendo el tiempo; sin embargo, el taxista respondió: “efectivamente, hay una asociación de sitios de esta zona que están agrupados en un sindicato; pero a veces, hay compañeros taxistas que no obedecen y aunque sean de otra parte de la ciudad, se detienen a levantar pasaje; ¿recuerdan el número de la unidad que los llevó?”

 

Adrian me volteó a ver y por toda respuesta, solamente me encogí de hombros; “no, -le dijo, no recordamos el número”. “Súbanse, los llevare a hablar con el líder del sindicato, nosotros le llamamos “el delegado”: hablen con él, explíquenle lo que pasó; y ya él sabrá si les ayuda.” Adrian se dirigía al taxista con gran camaradería, como si fueran amigos de toda la vida; hablaron de la inseguridad cuyos síntomas empezaban a notarse en Guadalajara, hablaron de futbol, de las Chivas y de los Rayados, de lo mucho que había bajado el turismo en Guadalajara, hasta que finalmente llegamos a un sitio de taxis ubicado a unas quince cuadras del restaurant y nos detuvimos al lado del último auto  de la fila; el chofer saludó al delegado y le dijo: “mira, aquí mi amigo quiere pedirte un favor”. El delegado descendió del auto y Adrian hizo lo mismo; yo me esperé adentro y desde ahí, observaba.

 

El delegado era un hombre moreno, bajo de estatura y algo barrigón; traía una guayabera blanca y las puntas de sus botas negras y brillantes se asomaban apenas del pantalón oscuro, apretado de la cintura y holgado de las piernas. Adrian le contó que habíamos tomado un taxi por la calle Vallarta Norte, a unas cuadras del restaurant La Tequila, como a las 10:15 de la noche y que probablemente yo había dejado mi cartera ahí en el auto, al pagar. Me sorprendió la habilidad de Adrian; en minutos había logrado que aquel hombre, armado con su radio, empezara a hacer llamadas a los dirigentes de las unidades adscritas al sindicato preguntándoles si habían llevado a dos pasajeros al Hotel Fiesta Americana, pidiendo que devolvieran la cartera; lo oí dándoles mi nombre, el hotel en donde estaba hospedado y el número de habitación; “la cartera trae documentos oficiales importantes, compañeros, les encargo mucho esta situación” agregaba al final de cada llamada. “Mira compadre, te voy a decir una cosa más”, le dijo Adrian al delegado y agarrándolo del brazo, y se alejaron a unos pasos del taxi y ya no pude escuchar lo que decían, solo vi que Adrian se llevo la mano al pantalón y posteriormente se despidieron de mano. “Me dijo el delegado nos marcará al hotel en una hora y media, si es que hay alguna noticia” me dijo Adrian al subirse al taxi. “La verdad es que tengo muchísima pena contigo; por mi culpa anduvimos en la calle en vez de tomar un taxi oficial; cuando salimos del hotel, no sabía cómo ibas a reaccionar, y no quise ni preguntar cuál era el plan; al llegar al restaurant mientras buscábamos por todos lados me sentí fatal y peor cuando escuché que el mesero dijo que hay gente aquí en Guadalajara que altera y vende la tarjeta verde”. “¿Cuánto le diste al delegado?” interrumpí a Adrian; “le di una propina y le prometí que si localizábamos la cartera, le enviaríamos adicionalmente algo, como recompensa”.

 

Llegamos al hotel y Adrian insistió en pagar el taxi; en silencio nos encaminamos de nuevo hacia el ascensor; “en cuanto llame el delegado, me avisas, sea la hora que sea” dijo Adrian y se despidió en el piso cuatro; yo continué subiendo un piso más. Entré en mi habitación y vi mi reloj: eran la una y cincuenta de la mañana; decidí empacar mis cosas, para matar el tiempo; encendí la televisión; sentado en la cama me mantenía alerta, viendo continuamente el teléfono de la habitación, con la esperanza que sonara de un momento a otro; fui al baño, encendí la luz y cepillé mis dientes, abrí una botella de agua, bebí varios sorbos, prendí nuevamente mi computadora, revisé mi itinerario de viaje, y me puse a revisar mi correo electrónico y a responder algunos e-mails; a las tres y cuarenta de la mañana me convencí que aquella llamada que esperaba con ansias, no llegaría nunca. Me puse pijamas y apagué la luz; traté de dormir pero no pude. Con los ojos abiertos en la oscuridad concluí que tenía que enfrentar la realidad inminente: haría una cita esa mañana en el consulado tan pronto abrieran y me quedaría en Guadalajara hasta lograr obtener el permiso oficial para regresar; pasarían cinco o tal vez diez días, sin poder volver a casa. Empecé a sudar porque de pronto recordé: debía cancelar tarjetas, tenia además que buscar también la forma de que me enviaran dinero a Guadalajara; no tenía para pagar la cuenta del hotel, ni siquiera para tomar un taxi o comer al día siguiente: un sopor me invadió hasta sentir mi cuerpo estaba anegado de sudor en aquella cama. Al extender la sabana para refrescarme un poco, una oleada tibia me inundó de pies a cabeza; el aire era como una caricia tierna y aunque sin voz, el mensaje que escuché era tan audible que casi lo podía palpar con las yemas de mis dedos y los dedos de mis pies, podía descifrarlo porque ingresaba entre mis poros y sentí que el vello de mi cuerpo se erizaba. Era un mensaje preciso:”duerme tranquilo y descansa, mañana al abrir los ojos, tendrás la cartera intacta entre tus manos”.

 

Sonó el timbre del teléfono y abrí los ojos; el reloj marcaba exactamente las seis de la mañana: “Señor Alvarado? Lo buscan aquí en recepción; hay una persona que desea hablar con usted” me dijo el empleado del hotel. “pásemelo por favor” dije de inmediato. “Señor Alvarado, soy Alejandro, y traigo un encargo para usted”. “Bajo enseguida”, le dije y colgué. En pijamas y descalzo, no quise esperar al ascensor; bajé de dos en dos, los cinco pisos de la interminable escalera de caracol. Alejandro era un hombre cercano a los cuarenta años; traía pantalón de mezclilla y una camisa vaquera de cuadros color azul; sus zapatos negros tenían una gruesa suela de goma y me esperaba enfrente al mostrador de la recepción del hotel; jamás lo había visto. ¿Señor Alvarado?” me preguntó al verme llegar aún jadeante por la carrera; pude ver sus claros ojos color café a través de sus grandes lentes de aumento. “Si”, respondí y enseguida me extendió la cartera: la abrí de inmediato y ahí estaban intactas todas las tarjetas de crédito, la licencia de conducir, la tarjeta verde, los seiscientos pesos y los cuatrocientos dólares.

 

“El chofer de taxi que lo trajo al hotel terminó su turno a las 5:30 de la mañana, yo recibí el auto y estoy de turno; me pidió que le entregara esta cartera; me dijo lo identificaba perfectamente porque le vio el rostro a la hora que usted le dio una propina anoche, al bajarse del taxi” dijo Alejandro. Saqué de inmediato seiscientos pesos y le dije:”déselos por favor al delegado; y estos doscientos dólares son para usted y los otros doscientos son para su compañero”. Alejandro sonrió y me dijo “muchas gracias”. Lo encaminé a la salida del hotel; con mi cartera en la mano, alcé los ojos; allá arriba la luna se había ido en silencio y junto con ella, el campamento de estrellas; el sol brillante le había ganado la partida e iluminaba un cielo prometedoramente azul en Guadalajara.

  

 

 

 

 

 

lunes, 14 de febrero de 2011

Veinte pesos.

Con el fin de despejarme y poner mis ideas en orden decidí subir a mi habitación. Adrian y yo caminamos hacia el ascensor, él oprimió el número 4, y yo el número 5. “Estaré en mi cuarto, pero te llamo más tarde” le dije a mi amigo, quien apenado por la situación, se despidió de mí apresuradamente. Subí un piso más y me encaminé a mi habitación, marcada por el número 521; abrí la puerta y me dirigí de inmediato al closet, buscando la caja de seguridad, esperando ver mi cartera negra; con dedos temblorosos abrí la pequeña puerta, pero no estaba ahí; en ese momento recordé con claridad que esa mañana había salido sin ella,  y ya casi a punto de tomar el elevador, me devolví para recogerla; entre otros pendientes, debía cambiar algunos dólares y fue justamente por eso que abrí la caja fuerte y saqué dos identificaciones: mi licencia de conducir y mi tarjeta de residencia y las guardé en mi cartera.

 

Entré al baño, encendí la luz y me lavé la cara con jabón; me enjuagué con agua fría y agarré una pequeña toalla blanca para secarme; mientras, trataba de calmarme, respirando y conteniendo la respiración, hasta lograr que la temperatura de mi rostro se estabilizara. ¿Qué debería hacer primero? ¿Llamar y cancelar las tarjetas?  ¿Tomar un taxi y regresar a La Tequila? ¿Buscar al taxista? ¿Presentar una denuncia en la delegación? Decidí encender mi computadora; deseé con todas mis ganas que mi hijo Emmanuel estuviera en ese momento conectado al Messenger dada la gran confianza que existe entre nosotros y la cercanía afectiva que nos ha unido siempre. Las posibilidades de encontrarlo a esa hora eran mínimas, pero al encender la maquina, su nombre apareció inmediatamente, así que sin preámbulos le comenté “se me perdió la cartera y ahí traía mi tarjeta verde”.

 

Así como lo esperaba: no hubo preguntas ni acoso por saber los detalles, Emmanuel se limitó a responder:“dame diez minutos y déjame investigar los pasos que hay que seguir para recuperar una tarjeta verde extraviada en el extranjero”; tomé un poco de agua y me senté en la cama a esperar; había un espejo enorme enfrente; contemplé mi rostro y vi la indeseable cara de la angustia reflejada en mí; encendí la televisión para distraerme y un poco antes de los diez minutos recibí la información de mi hijo, quien encontró las respuestas en el home page del Departamento de Homeland Security; había que solicitar una cita en el consulado americano,  se requerían múltiples evidencias, entre ellas, una denuncia formal ante la policía del extravío del documento, papeles que mostraran mi identidad y comprobaran que residía en EEUU al menos por los últimos seis meses, copia de mi tarjeta de seguridad social, copia notariada y traducida de mi acta de nacimiento, una fotocopia de la tarjeta verde, en caso de que dispusiera de ella, esa evidencia agilizaría el proceso, dos fotografías tamaño pasaporte; había que llenar formularios y pagar una cuota de sesenta dólares. Tomaría de dos a quince días laborables obtener una carta especial que me permitiría regresar a EEUU.

 

Una vez en Florida, habría que volver a llenar papelería, hacer de nuevo exámenes médicos, y escribir una carta detallada explicando las razones y situación del extravío, acudir a entrevista con los oficiales de Migración, ir a que me tomaran nuevamente las huellas dactilares, y esperar a que las autoridades hicieran la investigación,  a que enviaran parte a los diferentes puertos de entrada de EEUU; el proceso durarían un mínimo de seis meses, tiempo que estaría impedido para dejar el país, hasta lograr obtener el duplicado de la tarjeta de residente permanente o solicitar legalmente un “parole” para poder viajar.

 

Una vez asimilado ese trago amargo, decidí luchar encarnizadamente esa noche, para recuperar la cartera; como decía mi abuela: “se la disputaré a la muerte”; imaginé la cartera entre mis manos una y otra vez y apreté los puños deseando tenerla de nuevo; pensé en la imposibilidad y también en el milagro de recuperarla; a la vez, desarrollé en mi mente una ruta de acciones, no me quedaría con los brazos cruzados. Desafortunadamente, no tenía claro por dónde empezar, por más que me esforzaba no podía recordar si la última vez que tuve la cartera en mi poder fue en el restaurant, o en el taxi.

 

Le llamé a Adrian y le dije escuetamente: “acompáñame, vamos a buscar la cartera; te veo en el Lobby en cinco minutos”; Adrian afortunadamente no me hizo preguntas, yo no estaba en posición de responder nada; a los cinco minutos, estábamos tomando un taxi. “Llévenos al Restaurant La Tequila”, le dije al chofer sin preguntar la tarifa. El tráfico a esa hora había disminuido y llegamos al restaurant antes de lo anticipado; era poco antes de la medianoche, y estaban a punto de cerrar. Pedí hablar con el gerente del restaurant; salió de la oficina un hombre de edad madura, blanco y de ojos claros, tenía el tipo físico de la gente de los Altos de Jalisco y vestía un traje que había conocido mejores tiempos, era un traje negro, un tanto lustroso por el uso y llevaba una camisa blanca percudida, con un cuello que le ahorcaba y le marcaba una lonja atrás de la nuca; llevaba un chaleco negro y se asomaba apenas una angosta corbata de poliéster color vino; el hombre afectadamente amable nos atendió; le expliqué brevemente la situación y le pregunté si alguien había devuelto esa noche una cartera. Pensaba en mis adentros: “tal vez alguien me la robó del saco; recuerdo haberlo dejado en el respaldo de la silla cuando Adrian y yo llegamos al restaurant; ambos fuimos a lavarnos las manos antes de ordenar y dejamos nuestras cosas en la mesa, por un momento”.

 

El gerente me clavó sus ojos de gato  y preguntó: “¿De qué color es su cartera y cómo se llama usted?” sentí que una luz empezaba a brillar y respondí de inmediato: “la cartera es de color negra y me llamo Luis”; el hombre movió la cabeza negativamente y dijo: “No, fíjese; tenemos una cartera, pero es color café, nos la devolvió una señora esta tarde; en la identificación que encontramos adentro de la cartera, dice otro nombre”. “¿La tiene a la mano?” pregunté. “Si, déjeme ir por ella”. El hombre trajo una desgastada billetera de cuero natural. “No”, le dije decepcionado, al verla; “desafortunadamente no es la mía”.

 

“¿Nos permitiría seguir buscando en el restaurant? Me gustaría hablar con el mesero que nos atendió durante la cena” el gerente accedió aunque nos advirtió que todo el personal estaba por salir; Adrian y yo buscamos al mesero quien efectivamente estaba a punto de retirarse, sin embargo, de buena gana se ofreció a ayudarnos. Los tres buscamos por todas partes: entre los grandes macetones, debajo de todas las mesas, entre las hileras de sillas amontonadas, en todos los cestos de basura, vaciamos incluso varias bolsas de plástico y buscamos entre los desperdicios, registramos la entrada de la cocina en donde ya para ese entonces los meseros habían acumulado los manteles sucios que debían llevar a lavar al día siguiente; literalmente buscamos “hasta por debajo de las piedras” y no encontramos nada.

 

Era ya casi la una de la mañana y entendí que era el momento de retirarnos. Apenas me quedaba dinero, pero saqué de mi bolsillo un billete de veinte pesos y se lo di al mesero: “no” me dijo, “muchas gracias pero no puedo aceptarlo; ya perdió usted mucho dinero esta noche”. “El dinero viene y va y viene”, respondí de inmediato, “pero no he perdido todo, aun me queda lo más importante: la esperanza”. “Sabe, -me dijo el mesero: “aquí en Guadalajara esas tarjetas verdes son muy codiciadas,  aquí las alteran, hay gente que se dedica profesionalmente a hacer eso y las venden hasta en diez mil pesos”. En eso vi la cara de Adrian; al escuchar la aseveración del mesero se puso pálido y fue entonces que me di cuenta, que contrario a su costumbre de emitir opiniones, aquella noche, había permanecido inexplicablemente callado.                    

Continuará…

 

 

 

 

 

lunes, 7 de febrero de 2011

Cincuenta pesos

Sentí el aire frío de aquella noche en Guadalajara golpear mi cara; allá arriba había un campamento de estrellas agazapadas detrás de las nubes; un viento helado movía los letreros en la calle; el incipiente invierno asomaba sus fauces. “Por cuanto nos lleva al Fiesta Americana?” preguntó Adrian al taxista; el hombre, de cara relumbrosa por la tenue luz de una tímida luna, respondió en automático:”son cincuenta pesos, señor”; Adrian regateó y le ofreció cuarenta pesos; entre más insistía, el chofer de labios gruesos, negro bigote y dientes blanquísimos, más se aferraba en decir “eso es lo que marca la tarifa”, “ no se puede”, “esa es la tarifa oficial”. Casi exasperado por la terquedad de ambos, dije: “está bien, paguemos los cincuenta pesos y vámonos”. Mi amigo respondió con el orgullo herido: ”estás loco, Luis, cincuenta pesos es mucho dinero, no gracias” enseguida cerró de golpe la portezuela del taxi y empezó a caminar, internándose en la oscuridad de la noche.

 

Adrian y yo habíamos cenado en La Tequila y disfrutado de dos platillos mexicanos tradicionales: un chile en nogada y un cantarito que contenía una deliciosa y tierna barbacoa de pozo acompañada de una salsa molcajeteada y tortillas calientes hechas a mano; previamente habíamos pedido unos diminutos taquitos de marlin para abrir el apetito; los tequilas, la sangrita, el limón, las cervezas y la música de un trío que tocaba canciones rancheras, en la terraza del restaurant, hicieron de aquella cena, una velada perfecta; rematamos con un café de olla y flan con cajeta; miré el reloj y me di cuenta que eran poco después de las diez de la noche, y sentí que era hora de regresar al hotel para empacar; Adrian viajaría de regreso a Monterrey y yo, a Florida, al día siguiente. Seguí a mi amigo, sintiéndome frustrado por su terquedad y una rabia sorda me empezó a invadir; caminamos unas cinco o seis cuadras, entre las tinieblas de aquella calle. “Por solo diez pesos tenemos que caminar entre la noche a buscar otro taxi” pensaba yo, cuando de pronto, un taxi que transitaba de norte a sur, se detuvo muy cerca de nosotros; Adrian volvió  a preguntar con insistencia cuánto costaría llevarnos al hotel y el chofer respondió exactamente lo mismo que el taxista anterior: “la tarifa marca cincuenta pesos”. Casi a punto de perder mi compostura y antes de que mi amigo empezara a regatear de nuevo, dije: “súbete, vámonos, yo pago”. “Pero nos vas a llevar por cuarenta pesos, ¿verdad compadre?” dijo Adrian; el taxista respondió de mala gana y gruñó entre dientes: “ya súbanse, pues”.

 

El taxi olía a humedad, ignoro si era porque el taxista había lavado ese día los asientos y tapetes del auto, o porque la lluvia ligera que había caído en la tarde los había empapado; bajé mi ventanilla y respiré el aire frío de aquella noche; Adrian se había sentado al lado del conductor y yo iba en la parte posterior del auto; el tráfico a esa hora, empezaba a hacerse más pesado; “es viernes y fin de quincena” dijo el chofer, apenas le oí, por los ruidos de frenos y bocinazos de los otros carros, y empezó a buscar un hueco que le permitiera voltear en la siguiente esquina; y asi, entre hábiles maniobras del taxista y estando a punto de chocar varias veces, llegamos finalmente al hotel; le pagué al conductor, agarré mi maletín y posteriormente descendí del auto; entretanto, Adrian abrió la puerta delantera para bajarse, cuando escuché al taxista que me decía “espéreme un momento” y empezó a buscar monedas en un pequeño compartimento; y volteando hacia el interior del auto, le dije al hombre:”así está bien, quédese con el cambio” fue entonces que sentí su mirada buscar mis ojos y vi también su sonrisa leve: “gracias, muchas gracias, señor” dijo y arrancó el auto.

 

Caminé hacia la entrada del hotel, seguido por mi amigo.  “Adrian –le reclamé,  por diez pesos, tuvimos que arriesgarnos sin necesidad; imagínate que nos hubieran asaltado en la calle y robado la cartera…” y al pronunciar la palabra cartera, sentí que algo me hacía falta y empecé a buscarla en el bolsillo derecho del pantalón; no la encontré, luego en el izquierdo y tampoco, abrí el maletín de prisa y esculqué con rapidez cada sección interior inútilmente. Una desazón empezó a recorrer todo mi cuerpo, de arriba abajo;  “la cartera, ¿dónde está mi cartera? ¿te la di al bajar del taxi?” le pregunté a Adrian ya alarmado y alzando la voz, mientras mi amigo tratando de calmarme,  me decía: “no, nunca me la diste, seguramente por ahí la tienes, adentro del saco, búscala bien, tú pagaste, no?”. No alcanzaba a recordar que había hecho con mi cartera, ni siquiera recordaba si al pagar había sacado el billete de cincuenta pesos de mi bolsillo del pantalón, o bien, tal vez había sacado el dinero de mi cartera; Abrí nuevamente el maletín con la esperanza de encontrarla en algún sitio escondida, me quité el saco, registré por enésima vez en las bolsas del pantalón y nada; mi cartera había desaparecido.

 

Empecé a hacer memoria de los documentos y dinero que traía yo aquel día en la cartera: traía tres tarjetas de crédito y mi tarjeta de débito, mi licencia de conducir, seiscientos pesos y cuatrocientos dólares en efectivo y lo peor: mi tarjeta de residencia permanente en EEUU; quise gritar de rabia y no pude; no sabía si correr hacia afuera del hotel, pero, ¿a dónde iría? O tal vez lo mejor era calmarme y tomar el ascensor para ir a mi habitación, ¿pero, para qué? Un sudor frio empezó a inundar mi cuerpo; debía cancelar las tarjetas de crédito y de débito inmediatamente, la credencial de conducir la podría reemplazar llegando a Florida, pero sin mi tarjeta de residente, ¿cómo podría salir de México? Ninguna aerolínea me permitiría subirme al avión sin ella; mi vuelo salía a las 10 de la mañana del día siguiente. ¿Por qué tuve que colocarla en mi cartera, si mi costumbre habitual era dejarla en la caja de seguridad del hotel? me preguntaba a mí mismo,  ¿Cómo iba a regresar a casa sin mi tarjeta verde?

 

Continuará…